EL ORIGINADOR
Vaya a saber uno lo que estaba mirando en la tele en aquel momento. Más que seguro, algún capítulo de El Chapulín Colorado, de El Super Agente 86. O de S.W.A.T, o de Las Calles de San Francisco. ¿Cómo recordarlo? Pero lo cierto es que en algún corte comercial, entre avisos de mermeladas y detergentes para el hogar, me topé con algo que no sólo nunca había visto, sino que tampoco siquiera hubiera imaginado a esa temprana edad. Era la imagen de un negro demoliendo las teclas de su piano y que se sacudía salvajemente, mientras vociferaba canciones en la misma sintonía, por momentos intercaladas con gritos agudos, todo a un ritmo frenético que tal vez tenía que ver, al menos sospechaba, con ese juego de palabras que alguna vez había escuchado: rock and roll. Sensaciones hasta entonces completamente inéditas para mí y mi mundo de vástago de 10 años en el que la máxima oportunidad de excitación no pasaba de más allá de conseguir la pieza difícil para completar el álbum de figuritas de fútbol. O a esperar que llegue al kiosco del barrio el nuevo número de Anteojito o Billiken. Pero al menos esta vez se hacía justicia. Hubo una ocasión anterior – a distancia, desde mi cuarto infantil- en que escuché esos sonidos del averno de lejos, que ahora sí por fin se materializaban en la pantalla de la enorme TV blanco y negro del living de casa. Así anunciaba aquel batifondo la salida del nuevo disco de Little Richard, (“Los Más Grandes Éxitos de…”), acompañado de una tapa en la que el protagonista se dividía en una suerte de cuatro fotos carnet diferentes en las que parecía aullar, una tras otra, como acompañando el sonido que salía del pequeño parlante monoaural de la tele. “¿Será esto eso que llaman rock and roll?”, me pregunté. La duda me la terminó aclarando mi madre, que no tenía la menor idea de quién era Little Richard, pero que sí estaba familiarizada con aquellos tremebundos compases de, calculo, Bill Haley, o de algún que otro combo nacional. Lo mejor de todo fue ver como mamá aceptó deliberadamente comprarme el disco la próxima vez que pasara por una disquería del barrio, tras apenas insistirle. Una partida ganada desde el vamos: mamá amaba la música en casi todas sus expresiones, y tal vez haya considerado que el nene, aún en quinto grado, ya estaba listo para saltar de los discos de Gaby Fofó y Miliki, el del Circus Show de Carlitos Balá, o los de Titanes en el Ring, a algo más interesante, ergo, el que pasaría a convertirse en mi primer disco de rock. Antes que los Beatles, ante que los Stones, y que todo lo que vino después. Tampoco me importó mucho adentrarme en las 15 canciones que componían el álbum en el austerísimo Wincofón que reposaba tristemente en un rincón del departamento. No había fidelidad que pueda haber llegado a resultar más necesaria que el placer de escuchar al negro salvaje (del cual mi escaso inglés por entonces me permitía descifrar que se llamaba algo así como “El Pequeño Richard”), y con eso bastaba y sobraba. Que incluso para mí era como una sola canción dividida en varias partes, de las que había que dar vuelta el disco después de la octava. (“Cambia, papá”, como anunciaba Fofó al final del lado 1 del álbum más clásico del trío de payasos españoles, ese que no faltaba en ninguna casa).
Estudiar los títulos vendría después. Para mí sólo se trataba de desenfundar el álbum, y arrojarlo al Winco cual pastel al horno, antes de la seguidilla furiosa de canciones. La Tierra de las Mil Danzas/Sally, La Lunga/Jenny, Jenny/ Todos Están Sacudiéndose/La Chica No Lo Puede Evitar/Pobre Perro/No Quiero Discutirlo/Los Mandamientos Del Amor/La Plaga/Lucille/Tutti Frutti/Dinero/Necesito Amor/Función En El Empalme/No Me Defraudes…Y listo. A veces hasta había una segunda escuchada, en tanto y en cuanto los deberes escolares lo permitían. “Los Más Grandes Éxitos de Little Richard” también pasaría a ser en el primer disco de rock (bah, de todos los que tenía hasta entonces, salvo los infantiles) que llevaba “para bailar” a los cumpleaños de primaria, de esos que empezaban a las 4 de la tarde y terminaban en el horario de extrema nocturnidad de las 7 u 8 de la noche, entre botellas de Fanta Naranja, sangüichitos de miga y una torta con diez velitas. Demasiados roles fundamentales para el que iba a convertirse en el primer disco de rock que alguna vez tuve, una bendición no calculada caída del cielo, y la puerta de entrada principal a un mundo que ahora, a siglos de aquella jornada inolvidable, me sigue apasionando como casi nada. De manos de uno de sus más célebres originadores, datos que aún me llevaría un buen tiempo descubrir. ¡Y que hasta tenía publicidad en TV!
TUTTI FRUTTI
Aquel negro desenfrenado que tocaba el piano acabó siendo no sólo una de las figuras más subversivas del género que me apasionaba desde tan temprana edad, sino acaso la más sediciosa de todas. De la “sagrada trilogía de los arquitectos del rock and roll”, Little Richard (Richard Wayne Penniman, nacido en Macon, Georgia, 5 de diciembre de 1932), representaba además una fuerza ultrasexual de características, muy paradójicamente, antinaturales, que iban más allá de sus composiciones o sus shows de dinamita extrema. Porque si Chuck Berry aportó algunos de los más grandes títulos del género en consonancia con su rol de poeta urbano, Richard fue algo más allá, disponiéndose a comerse al mundo. Si tan sólo fuera posible imaginar lo que era ser músico de rock and roll, negro y homosexual en tiempos en que no a mucha distancia de cualquier concierto que brindaba, uno o varios de sus hermanos “de raza” aparecían colgados de un árbol tras ser ahorcados por un grupo de acólitos de “las leyes de Jim Crow”, o el sistema de castas de estricto corte opuesto a los derechos de la comunidad negra, con mayor predominancia en los estados negros del sur estadounidense, del cual Richard era hijo fiel, y que se extendió por casi un siglo, más increíblemente de todo, hasta mediados de la mismísima década del ’60. Así las cosas, aquellos segregacionistas, que exponían a sus víctimas como trofeos de casa, se habían propuesto terminar con aquella “música del diablo” que todos esos ángeles negros dispuestos a llevar a sus hijas hasta los círculos más profundos del infierno promovían. Por lo que Richard, de inclinaciones sexuales non sanctas y sacudiéndose delante de sus propias narices, era considerado el más peligroso de todos, y algo que era mucho más un simple gay que hacía música. Para los adeptos al más rancio racismo que azotaba al país, aquel negro de Georgia que tocaba el piano haciendo “música racial”, echaba por tierra toda corrección política. Y entonces, en una típica charla de familia protestante anglosajona, Richard era mejor definido como “nigger, faggot, the devil…” (negro, marica, el demonio) Pura barbarie de aquellos los tiempos que corrían. Por si todo eso fuera poco, Richard destilaba un jopo casi sin precedentes (que más tarde revelaría, como así también buena parte de su performance escénica, tomó de Esquerita, o Eskew Reeder Jr., cantante y pianista de Carolina del Sur de la década del ’30, también recordado por sus incendiarias presentaciones), se vestía de manera estrafalaria y deliberadamente freak (alguna vez declaró, haciendo uso de su también histórica comicidad a la hora de hacer declaraciones, que “Muchos querían verse como yo, pero no sabían qué ponerse.”) Con fuerte presencia de máscara facial, delineador, labios pintados, y moviendo el culo. ¡Y cómo lo sacudía!
A Richard, simplemente, no le importaba más que llevarse el mundo por delante y romper todos los tabúes posibles. Eso sí, con el mensaje deliberado de tirar abajo todas las barreras posible que azotaban a su comunidad. Por no mencionar algunas de las letras de sus canciones (¿acaso hace falta referirse nuevamente a los mensajes de sexo cuasi explícito detrás de la letra original de su más insigne creación, “Tutti Frutti”?) Ya en lo musical, su música por momentos se alejaba del rock and roll más estricto por el que fue siempre casi exclusiva y erróneamente referido para acercarse al boogie-woogie (por el caso, en “Whole Lotta Shakin’ Goin’ On”), laureles que compartía abiertamente con el enorme Jerry Lee Lewis, aquella tercera pata de la trilogía sagrada de los arquitectos que lo inventaron, oh…todo. A lo que se agregaba que, a diferencia de Berry o Lewis, Richard dejaba sumar a sus grabaciones el sonido prominente del saxo (crédito de Grady Gaines, quién lo compañó en casi toda su obra de la dorada era de los años ’50) ¿Su objetivo? Sexo puro. ¿Queda alguna duda tras someterse a la dosis lasciva de una canción como “Ooh My Soul” acaso? “Tras escuchar los discos de Little Richard, me compré un saxofón y me metí de lleno en el negocio de la música. Little Richard fue mi inspiración”, señalaría David Bowie tiempo después. Hendrix fue alguna vez su guitarrista, Otis Redding cantó para Richard, al igual que James Brown (el otro hijo selecto de Georgia, y no menos piedra basal) Salió de gira con los Beatles, quienes lo adoptaron abiertamente, y también con los Stones. Jagger empezó a usar maquillaje tras obsesionarse con “The Georgia Peach” (“Es el Rey”, no trastabilló en aseverar en varias ocasiones) Más que seguramente, sin Little Richard no hay escena glam en el rock que hubiera tenido lugar alguna vez. Emancipador insuperable, hasta Liberace le quitó cosas. Por no mencionar a Michael Jackson (que en un muy valorable gesto, tras haber comprado los derechos de las canciones de su ídolo, tras tener que verse con un tendal de compañías discográficas y managers que lo estafaron incansablemente, acabo devolviéndoselos. O al mismísimo Prince, quien le debe buena parte de su physique du role. Sin la aparición de Little Richard, entonces, aquel negro desenfadado, el rock and roll todavía se vestiría de camisa y corbata. Siempre tuvo razón al decir que podría haber sido llamado “El Rey del Rock and Roll”, pero en rigor tuvo que ser un copión blanco y seductor que tomó su imagen y sus dotes bailables mientras Richard era presa constante del racismo imperante, para acabar llevándoselo consigo y obteniendo la corona.
En “The Life and Times of Little Richard: The Quasar of Rock” (“La vida y los Tiempos de Little Richard”), biografía definitiva originalmente editada por Harmony Books en 1984, y dedicada a Leva Mae Penniman, madre de Richard y sus otros doce hermanos (recomendadísima, y una de las mejores de la historia realizadas sobre cualquier músico), su autor Charles White señala que “con canciones como Tutti Frutti, Long Tall Sally, Ready Teddy, Lucille, Good Golly Miss Molly, y muchas pero muchas más, Little Richard estableció las bases de una nueva forma musical: el Rock and Roll. Su voz poderosa y sus extravagantes performances le otorgaron al siglo veinte un espíritu más libre, permitiendo que estrellas posteriores como Paul McCartney, Tom Jones, Elvis Presley, Mick Jagger, David Bowie y Michael Jackson hagan lo suyo. Aún así, siempre fue tratado como un revolucionario demente, más allá de la comprensión ordinaria o el análisis serio… Un genio incontrolable cuya influencia en la cultura occidental resulta incalculable, pero cuya vida personal ha sido atormentada por una sexualidad indignante, y la gula por la adoración pública. Como fenómeno totalmente novedoso en los años ’50, tuvo que lidiar con cada estigma y etiqueta que la prensa pudo ponerle. Al mismo tiempo, el deseo de Richard de convertirse en Ministro de Dios y profeta de la paz entre las razas personifica el conflicto más crucial del hombre, la batalla entre el bien y el mal que existe en todos nosotros”
RIP IT UP
Sudamérica tuvo su chance de disfrutar del más provocador músico que dio a luz el vientre del rock and roll en dos oportunidades, si bien de manera acotada. El país elegido fue Brasil. En esas visitas fue parte de los artistas invitados al Festival de Free Jazz de Río de Janeiro en 1993, del cual también participaron Chuck Berry y Bo Diddley, con un segundo show en Sao Paulo. Esta última ciudad también volvería a recibirlo en 1997. Por mi parte, alguna vez tuve la formidable suerte de poder verlo en vivo y en directo, y de muy cerca, destino mediante. Fue como parte de un festival llamado Midsouth Music Fair, que tuvo lugar en un auditorio abierto en la ciudad de Memphis en medio de un parque de diversiones, el 28 de octubre de 1994, al otro día del concierto de los Stones en esa ciudad (Presley se hubiera puesto muy celoso…) Para entonces Richard ya transitaba su era de “predicador” (vamos, ya llevaba años haciéndolo, pero su consagración a la iglesia era cada vez más definitiva…), por lo que fuera de sus éxitos de siempre, no faltaron las canciones gospel a las cuales su público -en su mayoría de raza negra, libre, y sin sajones que lo hostiguen- ya estaba acostumbrado. Vaya como anécdota de color que ese mismo día, tras el final del show, me encontré entre la audiencia al enorme Rufus Thomas, uno de los más fieles representantes artísticos de la ciudad. Instantes después, tras cerrar el recinto, me quedé a esperar al gran Ricardito a la salida del lugar, inevitablemente. Richard salió en el asiento trasero de una suerte de limusina, con la ventanilla baja, y saludando a los pocos que quedábamos allí presentes moviendo las manos alocadamente, acompañado por sus clásicos gritos de ocasión, cual diva. Oooooh, wow, ooooh!!! No estaría demás confesar que casi me infarto de la emoción. Antes de eso, en cierto momento del concierto, los miembros de su equipo (todos ellos jóvenes, negros, y de riguroso porte de pastor eclesiástico) habían repartido entre los asistentes ejemplares de un libro de prédica religiosa, de esos que el Ministro Richard sermoneaba entre rocanroles salvajes y canciones varias de su brillante repertorio. El libro incluía una foto autografiada/dedicada de Richard que a decir verdad no tenía nada de autografiada/dedicada, impresas para regalar al público. “No importa”, me dije conforme. “Es una foto de Little Richard directamente de Little Richard en un show de Little Richard. Y en Memphis!”
De paso aproveché para que el gran Rufus me brinde (ahora sí), su autógrafo real, de puño y letra, en el libro de Little Richard la noche que vi a Little Richard. Y en Memphis. Tras pagar una entrada de apenas 5 dólares. Bajo un cielo estrellado. Y al compás de ‘Blueberry Hill’. Aquel debut discográfico a mis 10 años finalmente había echado raíces en mi imaginario musical. Una auténtica comunión de RnR. Ooh my soul…
Las noticias que llegaron el sábado pasado desde Nashville sobre su muerte por cáncer óseo a los 87 años no sorprendieron. Richard venía luchando contra diversas dolencias desde hace unos cuantos años, y su frágil salud indicaba que ese final en vida, no menos estremecedor, podía ocurrir en cualquier momento. El Rey había muerto.
“Un gran hombre con un sentido del humor encantador, y alguien que va a ser echado de menos por el mundo del rock and roll, y por muchos más”, apuntó Paul McCartney sobre el autor de su alarido de batalla. “Le agradezco por todo lo que me enseñó, y por la amabilidad de haberme dejado ser su amigo, Adiós Richard, y a-wop-bop-a-loo-bop”
Mick Jagger escribió en su declaración para las redes sociales que “estaba muy triste de enterarse de la muerte de Little Richard. Fue la mayor inspiración de mis años adolescentes, y su música aún cuando la escuchás hoy en día conserva la misma energía eléctrica cruda que cuando descolló a través de la escena musical de mediados de los ’50. Cuando salíamos de gira con él, acostumbraba a observar sus movimientos cada noche y aprender a entretener y cautivar al público, y siempre fue muy generoso a la hora de aconsejarme. Contribuyó tanto a la música popular…Te voy a extrañar Richard, que Dios te bendiga. Mientras que su compañero de banda Keith Richards agregó que “Es tan triste escuchar que mi viejo amigo Little Richard murió. Nunca habrá otro. Fue el verdadero espíritu del rock’n’roll”. Y un Bob Dylan shockeado y nada dubitativo, por su parte, salió a dar públicamente las que probablemente sean las palabras más sentidas de uno de los tantos, innumerables alumni del salvaje Durazno de Georgia: “Acabo de escuchar las noticias sobre Little Richard, y estoy tan dolido…Fue mi estrella brillante y la luz que me guió cuando era apenas un niño pequeño. Su espíritu fue el que originalmente me llevó a hacer todo lo que terminé haciendo. Por supuesto, va a vivir por siempre. Pero es como que una parte de tu vida se fue”
R.I.P. Richard. Rip it up…