Yaki Setton nació en Buenos Aires en 1961. Pertenece a una generación que creció entre los militantes, la guerrilla, los desaparecidos y los herederos de la democracia. Sus poemas albergan en lo personal, lo político, lo arbitrario, lo azaroso, y la escritura es para él un camino de aprendizaje. El cine y la música están presentes en sus versos como un diálogo entre lo dicho y lo no dicho, como la experiencia de un sueño. Cuerpo, escritura y silencio recorren su obra, donde infancia no es edad de oro sino falta de piedad.
Escribió Quirurgia (Paradiso, 2002), Niñas (2004), La apariencia de lo espléndido (2006), Nombres propios (2010), La educación musical (2013), Lej Lejá (2016), El beso (2018), estos últimos editados por Bajo la luna. Ha sido traducido al inglés y al francés.
En su poética también es central la figura del padre; la de los hijos; la de la familia, que el poeta entiende a partir de la idea de hermandad, de la de una mancomunión con “siglos y siglos de libros, diáspora, comidas, olores, desiertos, cánticos y melodías orientales de los rezos judeo—árabes en Alepo, de donde venían mis abuelos paternos”.
En la tradición del mundo y el lenguaje de la Torá, en el estudio del Génesis, Yaki encuentra la unión entre el sentido de la palabra poética y el de lo sagrado, el misterio y la intensidad de la palabra de la tribu, la del profeta, la que da testimonio.
“El miedo a las metáforas dice Kafka en su diario y
yo diría el temor a las palabras en cualquier idioma
no importa lo que digas la derrota está en la retirada”
La apariencia de lo espléndido
“sé que nunca / volveré a mi infancia / no habrá felicidad / por detrás / del espejo veo mis muecas / y recuerdo qué no hubo / y no habrá y no puedo / sella el agujero / lo imposible de la infancia”. ¿Cómo definirías ese territorio que es protagonista en Niñas? ¿Cuánto de la infancia, cuánto del niño, hay en el poeta que sos?
Niñas es un libro donde la infancia no tiene nada de felicidad y esa aspereza creo solo la pude lograr gracias a la intensidad que da la poesía en el límite con la prosa. No hay «edad de oro» allí para mí: la sucesión y acumulación de poemas, en ese sentido, se torna impiadosa. Ya en la elección de su título «Niñas» y no «Niños» —el libro es del 2004 cuando aún no había los debates públicos sobre la cuestión de género que hay hoy— hay claramente una toma de posición sobre el lugar más frágil de la niñez: el de las niñas. Así, por ejemplo Rimbaud o John Merrick, el hombre elefante, son niñas. Por lo tanto, ese territorio se muestra absolutamente cruel, injusto, violento como lo es también hoy en gran parte del mundo y también ¡en los cuentos de hadas! Hacia ese lugar fue mi fantasía desde un principio: que Niñas fuera un libro ilustrado a la vieja usanza de los antiguos libros infantiles de cuentos. Allí me acompañó la cuidada apuesta editorial —con los delicados e inquietantes dibujos de Miki Balaguer, también editor junto con Valentina Rebasa— de Bajo la luna donde para mi alegría se publican aún hoy mis libros. Respecto a cuánto del niño hay en el «poeta que soy» diría que en el niño que fui ya estaba el poeta que soy: un niño poco feliz y con plena conciencia que solo la literatura y sus palabras podían ser la única huida, el escape o la salvación de esa salvaje vivencia.
“A todos les pasa algo” / leyó el hijo mayor de su diario íntimo / Tiene siete años / y empezó a escribir / en su cuarto propio / “Mamá quiero un diario / íntimo”, dijo / y ahora escribe allí / Tiene la pluma preparada / por si surgen cosas / y las atrapa / pasándolas a su diario / “Escribo lo que pienso” / dice / y te voy a leer: / “A todos les pasa algo”. ¿Cómo nace Quirurgia? ¿Dónde aparece en vos la escritura poética?
Quirurgia surge de una necesidad inevitable, como un tsunami, de volver a escribir poesía. Mi niñez fue de mucha y excéntrica lectura: libros anacrónicos de la biblioteca de mi padre y de la biblioteca municipal Miguel Cané que quedaba a la vuelta de mi casa de infancia en Boedo. A su vez, escribo poesía desde chico; conservo aún mis cuadernos de esa época. Ellos son sobrevivientes de la huida del hogar paterno, de inundaciones, de varias mudanzas. Sin embargo, durante un período de mi vida, entre los 30 y casi 40, dejé de hacerlo. Así, de pronto en 1999 se rebeló abruptamente esa voz poética como una lengua con sus propias reglas, se me impuso, y fue una explosión de cataratas de poemas. Creo que es mi único libro, y es el primero, sin un control previo sobre lo que quiero hacer en términos de proyecto poético a diferencia de los que vinieron después. Salió a la luz y luego recién de eso pude definir qué quería hacer con esos materiales.
El cuerpo es la gran figura de Quirurgia. “Yo, que dice ser mi cuerpo / asiste a lentas transformaciones / Yo, que dice ser pezón / se acalambra en nítido contorno / / Se llama silencio / Dice, soy el silencio”. Cuerpo, escritura, silencio, ¿en qué términos se articulan?
Se articulan con un «yo» que se va desintegrando, se duplica, se disuelve y se vuelve a juntar y que, no lo sé, ¿da lugar a otro? Así percibía las palabras con el cuerpo en el momento que escribí Quirurgía y por eso su título, que lo imaginé, y después descubrí, existía en el lenguaje de la medicina. Allí, esa disección del cuerpo se unió a la forma de la escritura, a los corte de versos abruptos, a veces sin seguir un ritmo, y a la elipsis que predomina en gran parte de los poemas del libro.
“Y Adonai le dijo a Abram: andate / por vos mismo (Lej Lejá) de tu tierra, / de tu lugar natal, de la casa de tu padre / hacia la tierra que te mostraré” (Génesis, 12, 1)”. El Génesis es marco fundamental en Lej Lejá, ¿de qué modo se constituye ese diálogo?
Primero, tuve una educación religiosa observante judía hasta los 16 años y si bien ese saber y ese mundo fue repudiado por mí prácticamente hasta volver a escribir, descubrí, en particular a partir de La apariencia de lo espléndido que había algo de ese mundo y esa lengua que me constituía como escritor. Fue la querida poeta Mirta Rosenberg quien me lo hizo notar cuando presentó el libro; subrayó con su extrema lucidez la relación de su escritura con el Libros de todos los esplendores y, sinceramente, me sorprendió. No me lo esperaba, cuando ya desde el título podía ser obvio, fue una auténtica epifanía que signó lo que escribí después.
Por lo tanto, tengo una relación primaria y familiar con el mundo y el lenguaje de la Torá. Sin embargo, volví a estudiarla durante tres años con la filósofa Diana Sperling: quería entablar —sin saber qué iba a hacer con eso— un diálogo distinto, diferenciado del de la infancia y la adolescencia para llegar a una vivencia distinta con esos mismos materiales. Me enfoqué en el Génesis y me daba mucho placer ir a esas reuniones, escuchar la dulce sonoridad del hebreo que yo leo y también me gustaba sentarme a estudiarlo como se hacía en el pasado «alrededor del fuego» como dice una tradicional canción en idisch que me cantaba mi abuela cuando era muy niño. No estudiaba, me entregaba a su cadencia, a sus consonantes, como si fuera una canción de cuna, y también a los sentidos casi infinitos de sus interpretaciones.
Allí me propuse reescribir, rehilar con otras palabras partes del Génesis, en particular la historia de Abraham; una mezcla de picaresca mezclada con la fundación de la figura del padre que se ve enfrentado a la posibilidad de tener que matar a su hijo por orden de dios, cosa que finalmente no sucede. Todo esto se describe y se cuenta en una lengua poética y elíptica, acumulación de reescrituras, en medio del desierto o de la nada que descubrí es mi lugar en el mundo gracias a esas relecturas y a la poesía de Edmond Jabés. El diálogo, entonces, fue descubrir cuánto de íntimo había allí y el placer que me daba tocar, retocar esas palabras y ese misterio donde dios es una voz aérea hecha solo de palabras.
“28. Y yo te hablo, digo: padre, y vos/ cantestás: heme aquí, hijo. Tus palabras / retumban en la soledad de la tierra / de Moriáh como si nunca nadie / hubiera roto nuestro silencio.” Hablemos de la figura del padre.
El padre es el que nos ata y nos desata en la niñez. El que da vida simbólica, por eso es una construcción, y nos puede matar literalmente: Abraham ata a su hijo a los leños del altar del sacrificio, esa parte del Génesis se titula justamente «La ligazón de Isaac». Así, él lo desata para luego prácticamente no verlo jamás. Me atrapa esa intensidad, los diálogos posibles e imposibles entre ellos, sus miedos, sus encuentros, sus silencios, sus ecos. También que es el hijo quien finalmente lo va a despedir, quien le dará la paz para morir tranquilo pero siempre palabra de por medio: allí el lenguaje poético es un gran entramado, una utopía trascendente, ancestral, oral que es de donde viene la voz lírica como muy bien lo señala mi maestra de la vida y de la poesía Diana Bellessi en La pequeña voz de este mundo.
Los hijos protagonizan La educación musical, que es también una educación amorosa, pero están presentes en gran parte de tu obra: “Qué son los hijos me pregunto cada día al levantarme” (La apariencia de lo espléndido), ¿qué son los hijos, Yaki?
Para mí son lo más entrañable; a su vez son la finitud sin velo junto con la sobrevivencia, el deseo profundo de que la vida siga sin uno. Son el día a día, lo concreto, lo crudo, lo áspero, lo epifánico: el amor sin cálculo. Por supuesto no es algo natural, no es un instinto, es algo que puede estar o no estar. En mi caso estuvo desde el principio y aún hoy. Fueron la fuente del despertar amoroso y poético, también un cuestionamiento a esas vivencias muchas veces incomprensibles.
“¿Es la ira divina, la condena familiar, / el diluvio bíblico, la maldad esparcida por el mundo / baruj atá Adonai Eloheinu melej haolam? Los truenos / retumban en la casa de Senillosa esquina Valle; / mis hermanos se suben a las camas y yo deseo el sueño / de los justos antes de que mi sangre hierva…”. O: “Mis hermanos hicieron lo que nunca pude hacer: veneraron a Dios desde su profunda intimidad. Lo amaron como ya no lo haré…”. Son citas de Nombres propios, pero los hermanos están presentes en muchos otros de tus versos. ¿Qué pensás de esa institución que llamamos familia?
No pienso nada en particular de la familia hoy. Veo ¿sus partes? La madre, el padre, los hijos, hijas, hermanas, hermanos pero no las veo juntas salvo con la noción de hermandad en mis hermanos, en mis hijos, en mis amigas y amigos. Hay algo en la experiencia de la infancia y la experiencia de hermandad que me remite a la relación con el lenguaje y las emociones, al amor por lo vivido y a la pasión por volver a sentir eso en el hacer poesía con cada palabra. Quizás la idea de familia está en mirar hacia atrás y reconocerme en siglos y siglos de libros, diáspora, comidas, olores, desiertos, cánticos y melodías orientales de los rezos judeo—árabes en Alepo, de donde venían mis abuelos paternos.
“Protégenos, cuidanos! Pedís / sin solución de continuidad / a tu Señor, al que te dio el don / de la fe, el que te espera ahí / al final de ese firmamento / que observás con devoción / porque Él es perfecto y todo / es parte de Él.” ¿Te fue dado el don de la fe?
No. Pero viví en un ambiente profundamente religioso que con el tiempo se me volvió ajeno, muy extraño —me sentía un traidor mientras rezaba obedeciendo a mi padre— y que ahora rescato como quien es testigo, en términos de Primo Levi, de algo que se debe recordar y desea transmitir. Ahí creo se une en mí el sentido de la palabra poética con el sentido de lo sagrado, del misterio, de la intensidad de esa palabra de la tribu o del profeta que, como Jeremías, tenía pesadillas del futuro por venir y las recita. Empecé de muy chico en el Rimbaud vidente, pasé por las vanguardias del 20′, me desilusioné, y volví al Rimbaud de Una temporada en el infierno: atravieso todos esos lugares para dar testimonio quién sabe para qué.
¿Cuál es el tándem que entrelaza cine, música y poesía?
El de la imagen sin decir palabra, el de la melodía que necesita de las vocales y las consonantes, el del ritmo que antecede al lenguaje como lo señala Octavio Paz en El arco y la lira. Allí me siento atrapado por todas esas intensidades: por el cine poético y político de Pier Paolo Pasolini, por las canciones poéticas y/o políticas de Bob Dylan, de Leonard Cohen y de Nick Cave. No hay especulación en sus obras, hay sí conciencia de obra y también de rito. Creo que eso también está en toda poesía. El cine, la música y la poesía pueden llevar al límite el sentido de lo dicho y lo no dicho, hablar sin explicar; como soñar sin despertar.
También la figura del nombre recorre tu obra: el nombre de las cosas, el nombre propio, el nombre secreto. ¿Dónde radica ese misterio?
El misterio inicial del nombre nace para mí bajo la tradición judía donde no se accede al nombre de dios. Se lo llama entonces, por ejemplo, «señor» (adonai) o «lugar» (macóm) pero ¿cuál es su verdadero nombre? Damos un rodeo a lo que es pero nunca llegaremos a él. Eso me parece maravilloso y al mismo tiempo un buen e inquietante vacío: no hay nombre propio, se nombra solo con consonantes que a su vez son números. Como la palabra poética: sus sonidos son otra cosa; para mí un gran misterio, él me arrastra.
“1976”, “Campo de mayo”, “Domon y Duquet”… Contanos tu experiencia de aquellos años oscuros.
Esa experiencia de una época negra y nefasta de nuestro país está en Nombres Propios de alguna manera. Sí me parece importante señalar que creo que la poesía puede y debe dar cuenta de hechos históricos, sociales y políticos sin ser por eso explicita o militante.
Celan, Canetti, Elsa, Locche, Sonthofen, Orán, Reichsbahn, Mamma Roma… ¿Cómo se construye el mapa de Nombres propios?
Nombres propios lo imaginé desde un principio como un ajuste de cuentas con mi generación, esa que estuvo entre los militantes, la guerrilla, los desaparecidos de la dictadura y los que fueron herederos de la democracia. Es decir, muy chico para los ‘70, muy grande para los ‘80. Aunque el libro empezó con la escritura del poema de Paul Celan, de a poco se fueron sumando distintos hitos nefastos del siglo XX —como el nazismo, macartismo, dictadura militar, racismo, violencia policial, etc.— y también temas circunstanciales, a veces íntimos, que me iban empujando a escribir sobre ellos. Fue un mapa fruto de hechos reales que me obsesionaron desde muy joven hasta cuestiones del momento que se me imponían y me obligaban a investigar e investigar. Porque cada poema de Nombres propios es consecuencia de muchas lecturas e investigación. Así, al final llegaba, como a través de un alambique, a su escritura. Nombres Propios es entonces un movimiento pendular entre lo arbitrario, lo político, lo personal y lo azaroso. Finalmente, muy cerca de una escritura cercana a Niñas, con Nombres propios volví a una poética deudora de la prosa en un momento en que descubrí la poesía de Arnaldo Calveyra. Su escritura fue entonces, como me ha pasado en casi todos mis libros, un estrecho camino de aprendizaje de algo que no sé nunca cómo ni cuándo va a terminar.
En el lirismo de El beso el amor es un amor cortés y es carnal, y la escritura se traza en un juego de referencias a El cantar de los cantares de Salomón, San Juan de la Cruz, Rilke y Shlomo Ibn Gabirol. ¿Cómo se da ese diálogo? ¿Cómo trabajás la forma del poema?
Creo que en El beso lo cortés y lo carnal se da como fruto de la tensión entre la ausencia y la presencia de la amante. A su vez, la abstracción y lo corporal se fusiona en algunos casos con una intensidad mística donde el yo lírico se muestra al límite de la entrega y la pérdida (porque el amor se nos vuelve inexplicable).
En cuanto a las citas son influencias que acompañan mi escritura. Leo sus poemas mientras escribo: todos ellos fueron fundamentales a la hora de zambullirme en una tradición, necesitaba estar con otros poetas quizás con poetas que estuvieran hoy fuera del canon contemporáneo.
Sobre cómo trabajo la forma en el poema; mis palabras son simples; luego siempre me lleva la respiración en el corte del verso —los leo en voz alta para corregirlos— y tiendo a eliminar más que agregar. De cualquier manera, es el propio poema el que me dicta su forma hasta sorprenderme porque no sé cuál va a ser su forma final hasta que no quiero seguir corrigiendo.
Foto: Valentina Rebasa