Rául Haurat nos entrega —tanto en Relatos Porteños con Vista al Mar como en Al Blues no se llega por felicidad— historias de after hours, cuando en el bar o la pizzería ya las sillas están patas para arriba sobre las mesas y te sirven esa última cerveza, o te convidan ese último pucho antes de que no te queda otra que pegar la vuelta. Pero antes escuchás una historia o la contás. De infancia, del barrio, de la lealtad, el peronismo, o alguien que cayó en la mala. Son personajes que estiran esa última birra, y tomarla de a sorbos y ya caliente, asquerosa, porque antes hay que terminar la historia, porque está bueno ser un rato el centro o que alguien te comparta una intimidad. Son historias antes de dormir para trasnochados.

Muchas de las narraciones de Relatos Porteños Con Vista al Mar son historias (de) marginales que a veces son el centro de la historia por encima del narrador, que encarna cierto rol de observador. ¿Cómo conviven para vos la literatura y la crónica en este sentido? 

“Relatos Porteños Con Vista al Mar” es un libro que reúne cuentos de mi blog donde busqué reunir aquellas historias que juzgué en ese momento tenían que estar. Más que nada por cómo fueron contadas. Como bien decís, las historias se encuentran por encima del narrador. Será porque me gustan los narradores que observan. Disfruto más de las autoras y autores que ennoblecen el “cómo contar” por encima de “el qué contar”. Entiendo que la mejor manera de narrar es el cómo y para ello el narrador debe ser incorpóreo. Lo que importa es la historia y como es contada más allá de la temática. De los gauchos y cuchilleros de Borges hasta los personajes maravillosos de Leo Oyola el abordaje de la marginalidad está contado con desenvoltura y maestría.

 La música abarrota todas las páginas de ambos libros. Los personajes dan la impresión de ser gente que se entiende a través de la música, como lazos que ya están o que en algún momento se terminarán dando. ¿Cómo creés la música que articula las relaciones humanas y con uno mismo?

 Luego de publicar “Relatos” (2016) surgió la idea de editar “Al Blues No Se Llega Por Felicidad” (2017) un libro donde la música está muy presente. Soy un melómano, escucho música todos los días, y en este segundo libro los personajes se entienden a través de la canción. En la época que frecuentaba recitales y bandas en vivo una remera te definía. Es la carta de presentación de un primer acercamiento. Uno piensa “alguien que escucha León Gieco no puede ser mala persona” sin embargo, mis grandes amigos no escuchan lo mismo que yo y aquellos que si, por diferentes razones se evaporaron. Es extraño como funciona ¿no? Creo que a determinada edad, sobre todo en la adolescencia, la necesidad de pertenecer a una tribu urbana nos lleva a vincularnos con gente que tiene nuestros mismos gustos, escucha los mismos discos pero para ser franco, no vacilarían en mirar a tu novia. Hoy la música articula las relaciones humanas de mis personajes más en la ficción que en la realidad.

 Una vez terminados ambos libros es difícil saber desde dónde se encuentra parado el narrador. Si desde una nostalgia por lo que fue, o por una bronca de la que ya no puede ser. Hay un cambio de época marcado y la sensación de que los personajes no saben bien cómo estar parados. Ya no tienen lugares donde tirar el ancla. Ya no hay esa última birra en un bar, ya no existe —y si lo hace es en menor medida— darse una vuelta por tal café o pizzería porque sabías que ahí lo ibas a encontrar a tal o cual. ¿Cómo sentís vos este desajuste en la manera de relacionarse unos con otros?

Es muy buena la observación, no lo había pensado. Creo que a ese narrador hoy le seria espinoso encontrar un espacio no sólo en las pizzerías o en un café, le sería difícil encontrarse en la hoja en blanco. Las historias de ambos libros tuvieron que ver con un primer envión narrativo donde disuadir ciertas obsesiones más íntimas que meramente literarias.

Posiblemente las historias de los dos primeros libros fueron el bálsamo y la manera de domar y subyugar una nostalgia enraizada por un tiempo que fue y quizás también una bronca, o más que una bronca, la resignación de la que ya no puede ser. A mis personajes les cuesta aceptar los cambios de época. De hecho, son el fruto de mis reflexiones a través de los años más que de la coyuntura. No se comunicaban por Whatsapp, no se conocían por Tinder ni por Happn, en algún caso puede que abrieran un perfil de Facebook para averiguar sobre la vida de un viejo amor. En realidad, les cuesta reubicarse en el mundo. Quizás acierten donde tirar el ancla escudriñando en lugares inexactos. Agotan la bala de plata y deambulan en la pesquisa de otro puerto. Ese faltante, lo que no está, acaba siendo el motor de esas historias.

Creo que en el rasgo de muchos de los personajes la idea de la no existencia de una última birra es inconcebible. Justamente la última birra es su esperanza en términos religiosos o el deseo en términos psicoanalíticos. Omitir este dato (el cambio de época) les da cierto brillo y galanura descorazonada para no derrumbarse en un agujero. Hay cierta ternura cortazariana en no darse cuenta que esa última birra puede que ya no exista. “Porque, sin buscarte te ando encontrando por todos lados, principalmente cuando cierro los ojos” Es cierto, los amigos ya no frecuentan pizzerías, en el aplomo de ecualizar ese desajuste, de lo que fue y lo que es realmente, los personajes de los cuentos, ensayos y poesías de ambos libros peregrinan, sufren, sueñan, añoran, coexisten, sobrellevan y sobreviven a lo inevitable. Soy un escucha de rock antes que escritor y un rocker es un tipo que no se cansa de creer en sus ideales.

En un más de un relato nos encontramos con esa idea con la que crecieron muchas generaciones en las que aquel hombre que ama es débil. ¿Cómo se lidia con eso uno mismo y a la hora de criar un hijo?

 ¡Qué equivocados crecieron esos hombres! A veces los recortes de época nos hacen sonrojar al releerlas. Hoy siento que el amor no nos vuelve débil, nos vuelve más fuerte. Quizás al momento de escribir el débil era yo. El enamorado contrariado es un cliché en la literatura. No todo es sufrir en las novelas, tampoco en la vida. Hay que fortalecer la concepción de narrar buenas historias de amor que rondan, aciertan y se enamoran. Eso sí, sin perder de vista el carácter de una historia con pericia poética y sentido artístico.

Emprender la aventura de escribir ficción se lo debo en gran parte a la crianza de mi hijo. Durante sus primeros años llevaba un diario semana a semana. A partir de un impedimento de contacto que se pudo solucionar rápidamente surge la idea de ficcionar. Comencé a escribir ficción a los treinta y tres años. Hoy mi hijo es preadolescente y yo me siento lejos de aquel que escribía diarios pero sería ingrato no reconocer que fue el germen de mi ser y hacer como escritor.

 Me quedó rebotando una frase: “Un hombre es la historia de sus miedos”. Podrías ampliar la idea.

Es una frase que se desprende de una conversación de dos amigos treintañeros, compañeros de la primaria. Es un cuento de “Relatos” donde uno le revela al otro que estuvo en la casa de una chica del trabajo que a él le gusta mucho, una mujer en pareja, con un compromiso de años. Estuvieron muy cerca, charlaron, cenaron juntos. Se hizo tarde, afuera llovía. El novio no tardaría en llegar y cuando todo hacía saber que terminaría la noche con la frutilla en el postre, se puso la campera, le dió un beso en la mejilla y se fue “sin hacer nada”. El personaje confiesa que tuvo miedo. En la adolescencia, una confesión así hubiese sido motivo de burlas, de bullying sin embargo su amigo lo reanima, no lo trata de cagón y remata con esa frase “Un hombre es la historia de sus miedos” que busca más que juzgar, aliviar al amigo. Si bien somos lo que hacemos. Las veces que no nos animamos a hacer algo también nos definen.

 Pasemos Al blues no se llega por felicidad en el que de entrada nos encontramos con mini—ensayos, reflexiones que se apoderan del libro, casi en su totalidad, y dejan a un costado a la ficción. ¿Cómo fue este pasaje, esta búsqueda?

La idea fue exponer otras caras de mi escritura. No quise publicar “Relatos (…) parte II” Y fue así que me animé, hablando de los miedos, a publicar ensayos, pensamientos en voz en alta y algunas poesías. Como escribo en un blog desde hace muchos años, el pasaje de la ficción a los ensayos no lo sentí tanto, porque la exploración fue en paralelo. Vertía de modo usual cuentos, ensayos y poesías en el blog sin imaginarme que serían parte de un libro. Leer “Ensayos bonsái” de Fabián Casas fue muy inspirador para arrojarme a otra faceta. De hecho el segundo libro fue muy celebrado por quienes leían solo mis cuentos.

La verdadera patria del hombre está en la infancia, citás a Rilke. Y en una poesía decís “infancia que no has de volver”. Creo que si tuviera que definir un tema de tus textos es aquello que implica la infancia. ¿Cuál es tu relación con la infancia?

La relación con mi infancia fue cambiante. Durante muchos años necesité avivar la imagen de una niñez conflictiva. El momento bisagra fue la separación de mis padres cuando tenía 12 años. Si bien una separación siempre es triste y dolorosa, hasta que no le puse palabras al sentimiento de niño, trasladé a mi vida de adulto el duelo pospuesto. Esta revelación es posterior a la escritura de mis libros publicados, quizás por eso hoy me resultan tan ajenas algunas historias escritas. Uno cambia por dos razones: aprendió demasiado o sufrió lo suficiente. Hoy el recuerdo de mi infancia es visiblemente más radiante y luminoso que hace unos años atrás.

Hay dos muertes que resuenan generacionalmente en los textos y en tu generación. Bulacio. Y Carrasco. Me gustaría que ampliaras estos temas que se tocan en el libro.

Mi mirada sobre Bulacio transciende a un caso más de impunidad irresuelto. Tiene que ver con la empatía instintiva que sentí cuando supe de la paliza que le dieron en la seccional 35, para morir en una cama del Hospital Pirovano a la mañana siguiente. Walter tenía 17 años y yo 15. Él iba a ver a los Redondos y yo empezaba a conocer todos los cuchitriles de capital y el conurbano. Él vivía en Aldo Bonzi y yo en Barrio Sarmiento (Villa Celina) ambas localidades del partido de La Matanza. Victor Bulacio, su padre, falleció como consecuencia de cuadros depresivos, su vida se derrumbó. Mi padre murió a los 57 años y yo me derrumbe. Decidí en esos meses de duelo y zozobra casarme para no hundirme del todo. Fue un error. El abordaje del ensayo donde aludo a Walter tiene que ver con una vindicación a la figura de Omar Chabán quien le abrió las puertas al crecimiento del rock nacional y puso un candado en la salida de emergencia.

En el caso del soldado Omar Carrasco, asesinado a golpes en 1994, tres años después que Walter, también me exhorta desde lo generacional.

Omar era clase 75. Lo sortearon en 1993 y a la categoría 1976 la sortearon en 1994. “La 76” fue la última clase que se sorteó para hacer el servicio militar obligatorio que estaba vigente desde 1904. El asesinato de Omar Carrasco puso fin a una época y un decreto del turco (Carlos Saúl) lo rubricó. Recuerdo que llegué al Regimiento de La Tablada cagado las patas, ingresé a un pabellón y había un milico veterano que me indicó una mesa donde me sellaron el DNI con la estampa: «Situación Militar Regularizada». Hui del cuartel como perro con dos colas. ¡Zafé de la colimba, man! Me había salvado de un año de carrera mar, cuerpo a tierra, salto rana y el verdugueo de un oficial trastornado.

 En diferentes momentos se vuelve sobre el “No entiendo Spinetta” y la desazón de una juventud que tiene como banda de sonido al Polaco. ¿Cómo se articula la música como educación sentimental y la construcción de la identidad?

 Recuerdo que escribí ese ensayo cuando mi hijo aún escuchaba el “Sapo Pepe” y las canciones de Adriana. El Polaco era furor. Me gusta la idea de encontrarme con más fluctuaciones que certezas con el paso del tiempo. El año pasado fui con mi hijo al Lollapalloza. Me llamó mucho la atención la performance de WOS. Formato de rock, actitud rockera pero no era rocanrol. Experimenté mi propia educación sentimental. Ahí donde se queman los guiones, donde el rock ya no encuentra un lugar, WOS me hizo repensar en la construcción de mi propia identidad. Lejos de los prejuicios, vi pibes y pibas con remeras de Twenty One Pilots, gorras del festival, jeans rotos y la osadía de quienes viven en estado de presente.

Estoy atravesado por la cultura rock, no solo el género musical: Página/12 en sus comienzos, el Frente Grande, Rock and Pop, Cemento, Dolina, Las fiestas del Condon Clú, la Cerdos y Peces, la mítica 18 Whiskys, la poesía de José Sbarra y Vicente Luy entre otras cosas. Mi ensayo sobre Spinetta y los más chicos, desde una mirada muy clase media, hoy se repliega, se asusta y se vuelve conservador, incluso cuando el trap pareciera tendiente a convertirse en el rock de los jóvenes centennials. En ese sentido, escucho siempre al Flaco pero entiendo que hay que estar fino a estos fenómenos. No creo en una pedagogía musical, en todo caso ellas y ellos se dilapidarán la posibilidad de bañarse en agua de rosas con la música de un artista descomunal. Pienso que la construcción de la identidad de los chicos hoy pasa por otras expresiones, quizás una amalgama entre el Fornite combinado con un Tik Tok y en la voz de un youtuber.

Volviendo a la construcción de la identidad, lo que advertí en el Lollapalloza en 2019 alteró mi óptica. Vi pibas y pibes que no buscan profetas ni líderes a quien seguir. Ellos son su propio movimiento. Pasaron algunos años de mi ensayo “Flaco, tal vez” y si bien mi playlist está surcada por los discos que escuché entre los 16 y mis 22, la canción al igual que la lengua, es algo que está vivo, muta, varía. En su momento fue la gauchesca, el lamento del gaucho excluido y derrotado por el maltrato de Buenos Aires que no encontró su voz hasta José Hernández. Que los pibes no entiendan a Spinetta hoy me horroriza menos que antes. Lo más temible sería declinar como padres al gozo de lo que está pulsando en los oídos de nuestros hijos.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

Artículos Relacionados