Amalia se detuvo delante de la vidriera. Aunque hacía frío, el sol calentaba lo suficiente. Un perro negro, echado en la vereda al lado de la puerta del negocio, justo a la luz del sol, entrecerraba los ojos y parecía dormitar. Qué placidez la del perro negro, el sol calentándole los huesos y ningún pensamiento que lo atravesara. Sería como una paz cálida y sin condiciones.
La vidriera le gustó, llena de zapatos y botas de diferentes colores. Cortas, largas, con taco, con plataforma, sin taco, con tachas. Y bueno, sí, un gusto había que darse.
Entró y esperó a que la vendedora se acercara. Parecía amable, con veintitantos años y uno de esos rostros que le recordaba las propagandas de cremas hidratantes. La cara lavada y blanca, las pestañas oscuras y tupidas. Como si la vida le pasara por un costado, sin dejar marca.
- ¿En qué puedo ayudarla?
Amalia se acomodó la camisa, le apretaba un poco. Tal vez subió algunos kilos, pensó, aunque tampoco había comido tanto.
– Quisiera ver las botas negras con tachas que tenés en la vidriera.
– ¿Número?
– Treinta y ocho.
Amalia se sentó mientras esperaba a la vendedora que desapareció detrás de un espejo. Intentó sacar cuentas mentales del saldo que le quedaba en la tarjeta. No pudo. No recordaba bien el saldo ni tampoco el sueldo de Roberto.
La vendedora volvió con la caja entre las manos. La abrió y sacó una de las botas negras, con tachas.
- Treinta y ocho- dijo. Y sonrió. Tenía los dientes blancos y parejos.
Amalia calzó una bota en el pie izquierdo, luego la otra en el derecho y dio algunos pasos por el local. Miraba el calzado en esos espejos bajitos de las zapaterías, donde sólo se ven los pies, como si la combinación entre los zapatos y el resto del cuerpo no fuera un detalle a considerar. Aunque a ella, en realidad, no le importaba.
Las botas le parecían suaves y confortables.
-Muy bien- dijo Amalia, y la vendedora sonrió. -¡Justo lo que buscaba!
– ¿Las lleva?
– Pero claro, son lo que buscaba. ¿Qué otros colores tenés?
– Hay beige, marrón, azul, color suela, también un bordó muy bonito… aunque el negro va con todo.
El negro iba con todo, sí, pero era difícil decidir. Encima, si había engordado no podría comprarse ropa; mejor, botas.
– Dame un par de cada uno.
La vendedora dejó de sonreír por un momento. Hasta pareció confundida:
– ¿Un par de cada color?
– Sí
-Son seis pares.
-Sí, seis pares. Una buena venta- Amalia extendió la tarjeta de crédito con una sonrisa. Como si fuera una actriz de Holywood y toda la gente que estaba en el local la mirara con asombro. Era como Angelina Jolie tomando la mano de Brad Pitt, nada podía ser más grande en ese momento. El glamour la invadía y los dientes blancos y parejos de la vendedora se mostraban en todo su esplendor. Hasta le pareció escuchar aplausos, gente que iba y venía comentando lo increíble de su compra.
Salió del local, el perro ya no estaba.
Tendría que haber pedido las botas sin las cajas, eran demasiado grandes y la calle estaba llena de gente. Paró un taxi.
-Hasta Fraga y Elcano, por favor.
Le faltaba el aire, bajó la ventanilla y la alegría de la compra se le escapaba de repente, entre el burlete de la puerta y el vidrio a medio subir.
-Llegamos, señora- dijo el taxista.
Amalia pagó con cambio y lo poco que quedaba se lo dejó de propina.
Entró al edificio, el ascensor estaba en planta baja. Subió. Marcó el piso diez. Parecía no llegar nunca.
Entró. Abrió el placard del escritorio, se subió a una silla y acomodó las botas junto a todos los otros calzados sin estrenar.
Tomó las cajas y las bolsas y las puso en el lavadero. Al día siguiente las llevaría al container, ahora estaba muy cansada, demasiado.
Cortó un salamín, un queso, y abrió un vermouth, justo cuando escuchó la llave en la puerta.
-Hola. Qué bueno llegar a casa – Roberto apoyó el manojo de llaves en la mesita, al lado de la puerta de entrada.
Amalia se acercó y le besó la mejilla.
– Debés estar cansado.
Él sonrió, como sin esperar nada más, como capturando ese momento. La miraba con esos ojos de quien vive a través de otro, de quien respira porque el otro respira. Se sacó el abrigo y lo colgó en el perchero. Arrimó una silla a la mesa. Amalia se sentó frente a él.
-Brindemos- dijo Roberto.
– ¿Por qué?
– Porque estás contenta.
Él levantó el vaso y bebió un sorbo. Se llevó un trozo de queso a la boca. Amalia lo siguió, trató de sonreír. Le faltaba el aire. El vértigo la invadía.
Roberto apoyó el vaso sobre la mesa. Clavó el escarbadientes en un salamín bien rosado, como siempre le habían gustado desde que era chico.
-Amalia…
Amalia no respondió.
Nada le importaba, el vacío avanzaba y en cualquier momento la devoraría, sólo era cuestión de tiempo.
-Te traje el desayuno, Amalia, tenés que comer algo- Roberto sostenía una bandeja en sus manos. Tenía cara de cansado, ojos tristes, intenciones buenas.
Ella no entendió cómo Roberto creía que pudiese pasarle algo por no comer. Recordó la camisa ajustada, las picadas. De qué tendría miedo Roberto. Igual, ahora, ni siquiera podía soportar el olor de la comida.
Sólo quería dormir. Sumergirse en esa nada hasta quedar devorada por el vacío.
-Bajá la persiana, por favor. Hay mucha luz.
Roberto apoyó la bandeja en una mesa pequeña, al lado de la cama. Una mesa que habían comprado en un remate, un día que Amalia tenía ganas de restaurar la casa. Habían ido al mercado de pulgas. Llovía mucho ese día, pero a Amalia no le importó. Corrió bajo el agua hasta que estuvo empapada. Compraron muchas cosas. Él la miraba elegir los objetos y reír, y sólo quería que esa alegría durara, que no fuera efímera. Quería verla feliz. Y la mesa había quedado ahí. Sin restaurarse.
Roberto cerró las persianas.
Amalia respiró fuerte cuando sintió la oscuridad. Estaba en casa. Protegida por el silencio.
La cara de Roberto parecía dar testimonio, día a día, del olor del encierro, del color del vacío. Sus ojos fueron perdiendo brillo y los surcos en su cara se volvieron cada vez más profundos.
Esa mañana Amalia despertó y no escuchó ruidos. Pensó que Roberto se habría ido a trabajar. Sintió el olor del café recién preparado. Tenía hambre y unos intensos deseos de tomar un café caliente, con leche y mucha azúcar.
Se levantó de la cama, preparó las tostadas, las untó con manteca, una a una, luego una capa brillante de miel que encontró en la alacena, se sirvió una taza grande de café.
Comió todo, tomó todo, luego se sirvió otra taza de ese café exquisito que había dejado Roberto recién preparado. Se hizo algunas tostadas más, con mucha miel.
El sol entraba por la ventana iluminando el piso de la cocina. Era uno de los motivos por el que habían comprado ese departamento. La luz. El sol. Recordó cómo dudaba Roberto y ella había llamado a la inmobiliaria y concretó la compra. Roberto se quejó un poco por el precio, pero después parecía contento.
Fue al comedor y encendió la computadora. No pudo esperar a que la pantalla se iluminara. Algunas galletitas mientras tanto, no estarían mal. Trajo el frasco y lo puso al lado de la computadora. Sí, ya estaba encendida. Las galletitas parecían más ricas que otras veces.
Los dedos toqueteaban, ansiosos, el teclado… ¿Cómo era el nombre? Sí. Transnitria. ¡Ese era! Lo había escuchado mientras hacía la fila en la verdulería, un día de mucho calor. Dos mujeres que contaban haber viajado a un país que no existía en el mapa.
Y ella se había imaginado caminando por las calles de ese país sin límites. Con ropa elegante y abrigada. Ahora era el momento. Eso quería.
Escribió en el buscador: “Transnitria”. Obtuvo la primera información: no tenía aeropuerto. Genial. Justo lo que necesitaba. Buscó el aeropuerto más cercano… Moldavia. Buscó vuelos, tampoco había directo. Genial. De acá a Nueva York y de ahí a Moldavia. Total, una vez que se sube al avión empiezan las vacaciones. Al menos, eso es lo que dice la gente.
Comprar…
Qué buena idea había tenido. Se levantó y fue hacia el dormitorio a buscar la tarjeta de crédito, tarareando una canción que no recordaba de quién era. A Roberto le iba a encantar su idea. Rio al imaginar la cara que iba a poner cuando se enterara del viaje. Le iba a venir bien. Trabajaba mucho, y era dulce con ella. Hacía buen café.
Buscó la tarjeta en la mesa de luz, en la cartera. Nada. Buscó en las cajas de los zapatos que había comprado. Tampoco. Las billeteras que ya no usaba. Abrió la celeste y ahí estaba, una foto de Roberto sonriente.
¡Egoísta de mierda! No pensar que yo podía tener una urgencia como esta. Al final son los peores.
Buscó en los cajones de Roberto, entre las medias, las camisas, hasta en los zapatos.
-Egoísta. Y después dice que me quiere. Pelotudo.
Dónde podría estar.
Los pensamientos eran como latigazos que iban y venían. Pensá. Se sentó en la cama, la respiración agitada.
Claro, ya sé.
Deslizó su mano en el bolsillo del cardigan que Roberto usaba para estar en casa. Las palpó.
- ¡Hijo de puta!
Ahí estaba su tarjeta y otra de él. Soltó una carcajada y volvió al comedor tarareando una canción. No estaba muy segura si era la misma canción de antes. No importaba. Se sentó frente a la computadora y completó el formulario.
-Muy bien, pasajes a Moldavia con escala en Nueva York.
Completó los datos. Suerte que sabía el número de documento de Roberto de memoria, aunque el muy jodido merecía quedarse afuera de este viaje. Por miserable.
Comprado.
Ya no había más galletitas en el frasco. Buscó un paquete y lo abrió con los dientes, mientras con la otra mano deslizaba el mousse buscando fotos de Transnitria.
Vio una estatua enorme de Lenin. Se imaginó posando delante de la estatua gigantesca, y contando después en la verdulería que al final ése era un país como tantos que había recorrido. Lo iba a contar en voz bien alta, haciendo alarde de conocer un mundo que nunca había visto. La cara que pondría el verdulero.
Para la foto de Lenin iba a posar con un tapado verde. Buscó tapados. Comprar. Verde, violeta, camel. Comprar.
Sin fondos.
¡Carajo!
Vamos con la otra.
Ya que está, agrego uno naranja. Todos colores tan lindos. Para Roberto, marrón, por jodido, y uno negro y otro azul. Podría comprarle sombreros, nunca lo vio usar un sombrero. Uno turquesa, uno rosa, y… ( los dedos dudaron sobre el teclado) amarillo.
Genial. Comprar. Que entreguen en casa. No quería cargar con tantas cosas por la calle. Entrega inmediata.
Si iban a un país que no existía, era muy divertido no ser ellos mismos. Sonrió mientras sus dedos recorrían, ávidos, el teclado.
Traje de la Mujer Maravilla. No recordaba nada de la serie, pero le gustaba el nombre. Mujer Maravilla, repitió. Y con quién iría. Con… Batman. Batman, sí, que era tan buen mozo. Nada que ver con Roberto, pero bueno. Los dos tendrían capas, como la estatua de Lenin.
Comprar… Compra denegada… Volvió a apretar la tecla… Denegada, de nuevo.
Resultó ser un miserable, nomás.
Cerró la computadora y se encaminó a la cocina. De pasada, pateó el tacho de basura. La yerba húmeda voló y se esparció sobre los azulejos blancos. Le pareció una cara de caballo que la miraba con ojos penetrantes.
Después del tercer sándwich de jamón y queso, intuyó que Roberto no era tan malo, hasta quizás tenía otra tarjeta con la que terminara de pagar.
Escuchó la llave en la puerta. ¡Por fin! Y corrió hacia él. Roberto la miró sorprendido. Amalia lo abrazó.
-Me siento bien, muy bien. Preparé la cena y tengo una sorpresa para vos.- Lo tomó de la mano y lo llevó hacia la computadora.
Roberto la siguió sin emitir palabra. Amalia señaló la pantalla.
- ¡Transnitria!
Se veían fotos de una ciudad monocorde y grisácea. Edificios estilo monoblocks, todos iguales. Un tanque de guerra subido a un talud.
-Reservé para irnos unos días. Nos merecemos un descanso. Parece hermoso.
-¿Qué hiciste?
– Transnitria, es un país que no existe. Eso es lo mejor. No existe. Pero tranquilo, vamos a Nueva York y de ahí a Moldavia. No tienen pasaportes, no tienen moneda. ¡No existe!
Amalia rio fuerte, deslizó su pelo ondulado y negro entre los dedos.
Roberto se sentó y apoyó las manos sobre la mesa. La mirada fija en la pantalla.
- ¡Vamos, Roberto! Animate, siempre te cuesta arrancar. Vamos.
- De dónde sacaste la tarjeta, Amalia.
- Bueno, ya que lo mencionás, eso fue muy egoísta de tu parte. Perdí mucho tiempo buscando. Pero las encontré. Y bueno, ya te perdoné. No te preocupes por eso. Estás perdonado. Definitivamente.- alzó la mano derecha como si hiciera un juramento- Y para que veas qué perdonado estás, te compré sombreros para el viaje.
Rio, y su risa inundó la casa. Caminó hasta el equipo de música y lo encendió. Un rock pesado invadió el ambiente. Amalia se movía al ritmo de la música.
– ¡Es hermoso sentirse bien! Bailá conmigo. – Subió un poco más el volumen.
-Voy a darme una ducha – Roberto se levantó de la mesa. La vio bailar y tararear, la vio hermosa, como siempre, como desde el día que la conoció. Cerró la puerta del baño y abrió el grifo. La música se escuchaba cada vez más alta.
Sí, el volumen al máximo. Era lo que necesitaba. Al máximo. Hoy era todopoderosa, era la Mujer Maravilla, podía proponerse lo que quisiera. Abrió la ventana y salió al balcón. La música parecía moverse con el viento, tal vez llegara hasta otras casas. Rio fuerte, con ganas. Que todos se embriagaran con los acordes que la llenaban de energía. Y con su risa.
Por la calle casi no había gente, y la poca que vio eran puntos lejanos allá abajo. Anochecía. Un auto rojo estacionó en la vereda de enfrente. Pasó una pierna sobre la baranda del balcón. El viento le llenaba los pulmones. Hoy era todopoderosa. Pasó la otra pierna sobre la baranda. Se quedó sentada, erguida. Cruzó los brazos sobre su pecho. Vio las calles de Transnitria, sintió la placidez del perro negro a plena luz del día. El dominio del mundo entero desde la altura.
Podía quedarse así hasta que amaneciera. Y la luna brillaba. Y las estrellas.