Me gusta generalizar. Y por eso te voy a decir que los chetos son así. La papa era un amigo de Laura. Del barrio, zona sur, Adrogué. Un barrio que parece un oasis incrustado en la espesura del conurbano bonaerense.

Le decían La papa porque era blandito. Se creía transgresor porque la mamá y el papá le habían puesto un bar a puro trapo en la calle Alem de Mar del Plata. En un lugarcito que se había puesto de moda, lleno de bares y de cervecerías con lucecitas que proliferaban desde Pinterest hacia la vida real. Supongo que haría surf gran parte del día, y a la noche trabajaría en el bar. No lo recuerdo. Pero ¿se te ocurre otra razón para que un pibe de veinticuatro años se mudara a Mar del Plata con dos amigos a poner una cervecería? Seguramente era surfer. Definitivamente.

Le habían puesto bien el apodo. Tenía una languidez que le ahogaba la existencia. Quizá, de tantas horas que pasaba a remojo, esperando la ola, se le habrían lavado las ideas, el color del pelo y la mirada. Con esos ojos pálidos, transparentes y esos pelos lacios, albinos, inertes. Pero más que una papa, era una papa cruda. Vale la aclaración, ¿no? Una papa llena de almidón que se dejaron a remojo y se olvidaron de poner a hervir.

Esa noche hacía algo de frío, yo me había llevado poco abrigo. Estaba contenta porque al fin coincidíamos las tres en un viaje: Martina, Laura y yo. Amigas de la facu, las dos de Adrogué. Pero ellas no eran como La papa. La gente de Adrogué que estudia en la UBA tiene una particularidad. Para llegar a su casa tienen que atravesar la espesura del conurbano. Es decir que son conscientes del privilegio en el que viven y además tienen determinación y tenacidad.

Por la tarde, habíamos visitado con la gente de la facu la casa sobre el arroyo. Una obra emblemática, revolucionaria para su época. Se había construido en 1944 y se encontraba en estado de ruina porque se incendió en el año 2005.

Esas visitas me generaban una efervescencia de sentimientos encontrados. Una jauría de estudiantes inquietos pujando para ser reconocidos por un puñado de profesores.

Los profesores, todos vestidos de negro y con un gesto oscilante entre el regocijo y la pedantería. Seguramente estaban relamiéndose, pensando en la fiesta que se sucedería esa misma noche, con todos los estudiantes de la cátedra, que en su gran mayoría éramos mujeres.

La fiesta iba a hacerse  en una casona marplatense. La habían conseguido por medio de un exalumno, que ahora formaba parte del selecto grupito de “ayudantes de cátedra”.

Mis amigas, las chicas de Adrogué, eran las únicas con las que yo tenía ganas de entablar conversación. Y a veces ni siquiera. Estaban obsesionadas, ¿sabés? Lo qué pasa es que habían descubierto que en las elecciones presidenciales yo había votado un partido político que no es el favorito de la gente de Adrogué. Y que, para colmo, había ganado por una mayoría aplastante. ¿Te imaginás su desconcierto? Ellas me conocían y no podían entender el cómo ni el porqué de esa simpatía mía hacia el partido gobernante. Pero no era juzgamiento. Era una mezcla de atracción y curiosidad. Ellas me respetaban. Y particularmente Martina me tenía cierta admiración. Me miraba con ojos vibrantes y me pedía que le explicase o justificase los titulares de los diarios opositores. Esa era una situación de la que yo quería escapar. Porque, como ya te adelanté antes, me gusta generalizar. Y no tengo ganas de perder el tiempo con particularidades que hacen que mi idea del mundo no funcione. Me informo sólo en momentos precisos. Cuando necesito formar una opinión. Y en ese momento soy como un torbellino de ideas. Pero una vez que decantaron y que puse cada cosa en su lugar, no tengo ganas de volver a levantar una tempestad. ¿Entendés? A mí no me gusta la política, no me gustan las noticias, ni la actualidad. Solo sé que no quiero que nos gobierne un aristócrata de mierda y que me gusta que el Estado esté presente. Después, el día a día, el puterío, no me interesa. No voy a cambiar el mundo a través de la militancia. Pero sí voy a votar con convicción, nada más, sólo eso.

Y ahora yo quería que me dejaran en paz con ese tema. Estaba suspendida en la idea placentera de un posible encuentro. Y no quería que me interrumpieran con inquietudes irreverentes. La fiesta de esa noche se celebraba en la casa de los tíos de Mariano, mi ayudante de cátedra. Esa mañana habíamos pasado por ahí, con un grupo de estudiantes y profesores, para ultimar detalles. Y en la casa estaba Marco, su primo. Vivía en Mar del Plata y no tenía pinta de haberse criado en Adrogué o en San Isidro. Me acerqué a él, que estaba en la galería, leyendo un libro. Me encendí un cigarrillo:

—¿Te molesta?

Me miró y me dijo que no con su sonrisa desprolija y sus ojos profundos. El pelo revuelto. Algunas canas en una cabellera abundante y apenas ondulada. Estoy segura de que estudiaba filosofía. Escribía ficción y además tenía cara de tocar el saxo. Qué sexy es el saxo. Hasta suenan parecido, ¿no?

Seguí fumando en silencio. Enseguida me vinieron a buscar Laura y Martina, ya se estaban yendo.

—Nos vemos, Marco.

Apagué el cigarrillo en su cenicero y salimos con la gente de la facu rumbo a la Casa sobre el arroyo.

 

En el restaurante de La papa pasaban rock a un volumen insufrible. Un volumen que interfería en mi intención de abstraerme y de encontrarme con Marco en mis cavilaciones.

—¿Podés pedirles que bajen un poco el volumen?

La papa se rio socarronamente con esa voz contradictoria, chillona y apagada al mismo tiempo.

Mejor, pensé, si bajaran el volumen tendría que escucharlos conversar a ellos.

¿Que tenía que ver Laura con La papa? En fin, tenía cosas más agradables para pensar.

Estaba a punto de dejarme caer en los brazos de Marco cuando otra vez irrumpió su voz estridente.

—¡Ah… no! ¡En mi bar no admitimos corruptos! ¡Te vas!

Y su risita hueca y vacía otra vez.

Me levanté y me dispuse a salir de ese antro de lujo. Laura me tironeó de la mano.

—Varenka, por favor.

Revoleé los ojos hacia arriba y vi un cielo raso acústico recién colocado. En dos meses iba a estar lleno de olor a fritanga de lujo. Agucé el oído y aterricé nuevamente en esa conversación. Al parecer, Martina les había contado mis inclinaciones políticas, con entusiasmo, como para avivar la conversación y generar un debate.

Los miré, esbocé una sonrisa tiesa, fruncí aún más el entrecejo y junté los labios en forma de besito.

—Voy al baño.

Al menos el baño tenía buena luz. Y estaba limpio. Claro, era temprano, ¿viste? Y por más aires que se diera La papa, el lugar no era conocido y tampoco tenía tanta onda.

Estuve un rato largo maquillándome. Todavía era muy temprano y en la fiesta me podía encontrar con Marcos.

Mientras me arqueaba las pestañas, vi por el espejo que entraba Laura.

Me puse rímel. Muchísimas capas de máscara para pestañas. Me quería parecer a La Presidenta, y caerles peor todavía. Porque si yo la estaba pasando mal, no se la iban a llevar de arriba.

Laura pasó al box, hizo pis. Mucho pis. Se ve que habría tomado mucha cerveza. Yo no. No había tomado una gota. Me moría de ganas de llenarme de whisky, para diluir la presencia de esa dupla decadente. Pero sabía que no nos iban a dejar pagar. Y yo prefería no darles el gusto de invitarme ni un vaso de agua de la canilla.

Después de un rato, subió Martina.

—Var, ¿te enojaste?

Era imposible enojarse con ella, con esa sonrisa inmensa y esa mirada cristalina e inquieta.

—No, linda, estoy un poco agobiada, la música está muy fuerte.

Cuando salió Laura del box, se puso a hablar con Martina.

—¿Qué te pareció el bar?

—Está bueno.

—¿Sí, no? Me pone recontenta que haya podido “despegar”. La papa es rebuen chabón.

—Sí, ¡buenísimo!

Salí del baño, no sabía si prefería estar a solas con La papa y el otro pibe o que me preguntaran a mí qué me parecía ese bar y cómo me caía su amigo de la infancia.

Bajé las escaleras lentamente, como para darles tiempo a las chicas a que bajaran, y esperando también que el cambio de ambiente las hiciera cambiar de tema.

Llegué a la mesa. Estaba vacía. Me alegré. Me incliné sobre el tablero y apoyé la cara sobre las manos. ¿Cómo se llamaba el amigo de La papa? No logro acordarme. Vamos a suponer que se llamaba Rabanito. Porque también es un tubérculo, pero al menos tiene un poco de color. Unos segundos después volvieron los dos. Se reían a carcajadas y hablaban entre ellos. Traían unas canastas de plástico enrejado color rojo con unas servilletas y algo adentro, con mucho olor a fritanga. Se sientan. Me miran. Y La papa, con gesto triunfante me desliza desde la otra punta de la mesa una de las canastas humeantes.

—Probá —me dijo.

Lo miré levantando las cejas, sin mover la cabeza del apoyo que le brindaban mis manos.

Me repitió:

—Probá.

Extendí sólo uno de mis brazos. Agarré algo que parecía una raba raquítica y me lo llevé a la boca. Era seguramente el sabor que tendría La papa si fuera una papa de verdad.

Una cantidad enorme de calorías invertidas, textura dudosa y muy poco sabor.

Lo miré con resignación, masticando despacio, como para justificar mi falta de comentarios.

Levantó una ceja con picardía e hizo una media sonrisa llena de satisfacción. Se apoyó sobre el respaldo de su silla juntando las manos detrás de la cabeza:

—Aros de cebolla —me dijo, lleno de orgullo.

Mastiqué un rato más. Un poco como para hacerle notar que no estaba tan bueno y otro poco para darles una chance más a las chicas de bajar del baño y sacarme de esa situación.

Por suerte bajaron y yo tragué.

—¿Qué comen, chicos? —dijo Martina

—Aros de cebolla.

—Chiquita… —me dijo La papa fingiendo simpatía y queriendo mostrar que su pedantería era solo simulada—. Espero que las disfrutes, porque tu presidenta no quiere que las importemos más. Así que estos son los últimos paquetes. Importados de New Jersey.

—¡Martina! —exclamé, cómo si me hubiese acordado repentinamente de algo importante. —¡¿Dónde dejaste el gnomo?!

La miré con intensidad a los ojos, suplicándole que me siguiera la corriente. Ella me había metido en ese berenjenal, así que ahora le estaba implorando que me ayudara a salir.

—En el depto. —contestó desorientada.

Laura nos miró y se sonrió porque sabía que habíamos empezado con una de nuestras excentricidades, que tanto la divertían.

—Ah…¡menos mal! —le dije. Dejé pasar unos segundos para que creciera el desconcierto en el grupo. —Pero estás segura de que nadie nos vio, ¿no?

—No creo…

—Me voy a fumar.

Salí y encendí un cigarrillo en la vereda con la vista clavada sobre los autos que pasaban. Ya no me aburría ni pensaba en Marco. Sonreía triunfante.

Como te imaginarás, no tardaron en acercarse. Hacía un poco de frío.

—Chicas, siéntense en esta mesa —dijo La papa, señalando una de las mesas que extendían el bar hacia la vereda—. Ahora les pido a los pibes que pongan la calefacción. ¿Querés una manta? —me preguntó, como haciendo las paces.

—¿Una manta? —pregunté con sarcasmo.

—Sí, para el frío.

—No, gracias.

—¿Qué es eso del gnomo?

—Nada.

—No, dale, pero ¿qué es?

Los ojos de los cuatro estaban fijos en los míos. Al menos había encontrado algo para entretenerme.

—Hoy fuimos a ver la Casa sobre el arroyo.

Se hizo un silencio. Al parecer ninguno de los dos sabía lo que era. Era mi oportunidad de humillarlos.

—La conocen, ¿no? —dije con fingida serenidad.

—Boludo, sí, sí, la casa esa que está como arriba de un puente —dijo Rabanito.

—¡No, boludo! ¿Qué casa decís?

—Una que queda medio lejos de acá. No sé, pero es conocida.

—La Casa sobre el arroyo es una de las casas más emblemáticas del siglo veinte -dije pausadamente-. Muy precursora para su época, un lujo tenerla en nuestro país.

—Bueno, ¿y eso qué tiene que ver? —interrumpió inquieto La papa.

—Con las chicas teníamos una apuesta pendiente.

—¿Qué apuesta?

La miré a Laura:

—¿Les puedo contar?

Me sonrió con ojos divertidos y asintió con la cabeza.

—¿Segura?

—Sí, son de confianza- agregó.

—Bueno, hace unos años, tuvimos una teórica en la facultad. Nos hablaron de la Casa sobre el arroyo y sobre Amancio Williams y su personalidad controvertida y revolucionaria para la época.

—¿Y qué pasó?

—Amancio Williams pertenecía al movimiento moderno. Era un fiel seguidor de la Bauhaus. En toda su obra reinan una síntesis y una simpleza absolutas, tanto es así que al día de la fecha sigue siendo vigente y rigurosamente contemporánea.

—¿Y eso qué tiene que ver con la apuesta?

—Bueno, la curiosidad que nos contó el docente es que en el terreno donde se emplaza la casa, Amancio colocó un enano de jardín.

—¿Y eso que tiene de curioso?

—Y… no sé, vos fijate: el máximo exponente de la Escuela Moderna en Latinoamérica, director de la única obra de Le Corbusier en la Argentina, y puso un enano en el jardín…

Hice una pausa.

—Boludo, es que el chabón era reminimalista y cómo que no pegaba el enano.

Se rio con complicidad el amigo de La papa, satisfecho por haber entendido el chisme.

La papa, con cara de preocupado y cierta agresividad refrenada por las ganas de que les terminara de contar la anécdota, me preguntó:

—¿Y entonces qué pasó?

—Con las chicas dijimos que lo íbamos a encontrar. Porque era medio un mito, todos hablan del enano de Amancio pero nadie lo vio en los últimos años. El terreno tiene más de diez mil metros cuadrados y está lleno de vegetación. Nadie lo poda desde los años 60…, la casa está en ruinas y apenas la abren cuando va un contingente de alguna universidad a hacer una visita.

La papa empalideció. Si es que una persona apodada La papa podía estar aún más pálida.

Nos miró fijo a las tres, horrorizado.

Las chicas sonreían divertidas, asintiendo a mi relato y guardando los aires de misterio para no romper el clima.

—Y lo encontraron- dijo con voz acusadora y entrecortada, tirándose para atrás con la silla y con ademán de levantarse.

Ahora era yo la que se reía con ganas. Mis amigas y yo.

—¡No sólo lo encontramos! —dije ahogada por las carcajadas. —¡Lo tenemos en el departamento de la abuela de Laura!

Y mientras crecía el desconcierto de La papa, recuperé mi seriedad:

—Pero nos tenés que prometer que no se lo vas a decir a nadie.

Estaba petrificado. Los ojos más abiertos que dos huevos fritos. Pensé que parecía un plato que podrían servir en su restaurante: “Papa a caballo”. Me sonreí.

Después de unos segundos, La papa se volvió hacia su amigo y le dijo:

—Boludo, ¡se fueron al carajo estás pendejas!

Me miró de nuevo:

—¿Pero están locas?! ¡Lo tienen que devolver!

Me volví a reír divertida mientras crecían su preocupación y desconcierto.

Y de nuevo a su amigo:

—Tenemos que hacer algo, boludo. Yo ya veo que mañana en el diario sale una nota que dice que se robaron el gnomo de Willson.

—Williams- los corregí.

Sin mirarme, siguió dirigiéndose a su amigo.

—Bueno, el gnomo de Williams, como se llame, no podemos dejar esto así.

—Pero, papa, hace dos minutos ni siquiera sabías de la casa esa del puente y ahora querés recuperar el enano…

—¿Qué tiene que ver? ¡Es reimportante lo del enano ese! ¡¿No ves que es como una leyenda?! ¡Son unas delincuentes estas pibas! ¡Les hizo mal juntarse con esta bolchevique!

—Y… a veces es mejor no juntarse con los corruptos… —dejé caer.

Me miró con odio, los ojos inyectados en sangre.

—¡Sos una chorra! ¡Flor de denuncia te voy a meter! ¡Más te vale que devuelvas ese enano o te las vas a ver con los abogados de mi viejo!

Me levanté satisfecha.

—Muchas gracias por todo.

Apagué el cigarrillo sobre la mesa recién estrenada.

—Muy ricos los aros de cebolla.

Escuché sus amenazas a lo lejos y me dirigí a la fiesta que ya estaría empezando. A lo mejor, si llegaba temprano, me lo cruzaba a Marco.

Sobre El Autor

Nacida en Roma en 1987. Hija adoptiva del reconocido coreógrafo croata Zarko Prebil. Radicada en Buenos Aires dese 1990. Se crió junto a su madre y su hermano en el barrio porteño de Nuñez. Actriz de reparto y ex gongista de la Orquesta Filarmónica Nacional. Actualmente se desempeña como escenógrafa y dicta talleres de Artes Visuales y Puesta en Escena.

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