– No me das bola, Panza. Ese rope es malo. Mirá como nos clava los ojos cuando laburamos- me repetía el Chilo por lo bajo, mientras pasábamos la llana para terminar el grueso, en la pared de la pieza.
– Lo que te pasa a vos es que los animales no te gustan, y vos sabés que los perros son muy vivos, la cazan al vuelo – le contesté.

– Fijate. Lo mirás, de costado y con miedo.
El Chilo murmuró algo que podía ser cualquier cosa. Hacía sonidos raros cuando no quería discutir. Así terminaban siempre las charlas entre nosotros, pero él seguía rumiando para adentro, como las vacas.

Me pregunto porque al perro lo habrán dejado solo allí, con el peligro de esos dos vanos con ganas de tener balcón que se asoman al patio sin ninguna valla, cuatro metros más abajo.

Yo le traigo comida. Arroz con carne todos los días. Se la mastica al toque, y después toma agua de un balde que le lleno en una pileta que está antes de entrar a la pieza.

Yo soy el que abre la puerta de esa covacha todas las mañanas – el Chilo no quiere saber nada, tiene miedo – y cuando el perro me escucha ya se me viene encima, ladrando y moviendo la cola, haciéndome fiestas y pidiendo salir, pero la orden de Tulio fue terminante: “El Lolo no baja de ahí hasta que no terminen de pintar la pieza.” Se ve a la legua que Tulio quiere más al Lolo que a la mujer, pero es un capanga con todos, y con el bicho no hace excepción. Para el Lolo esta pieza es una cárcel, y me jode mal sentir la falta de libertad que tiene aquí el pobre. Acostumbra a asomarse al vano, sin barral ni alero, y se queda allí mirando. ¿Hacia dónde?, ¿al patio, a la pared de enfrente, arriba? ¿Verá al Tata Dios allí? Después vuelve y, sentándose detrás nuestro, se queda mirando como trabajamos el Chilo y yo.

Cuando mea o caga, lo hace siempre en el mismo rincón. Recojo la mierda con un diario, y la tiro a la basura. Pero no lavo.

¡Carajo! No soy cuidador de perros, soy albañil y pintor. Lo que pasa es que le tomé cariño al Lolo.

Tulio nos paga por jornal, así que cuando llegan las cuatro de la tarde, el Chilo y yo nos lavamos en la pileta, nos cambiamos y bajamos al almacén para cobrar. El Lolo se nos viene encima, pero le cerramos la puerta. Donde se lava cristiano…conocen el dicho, no es para animales.

Pobre Lolo, va hasta uno de los vanos y ladra hasta que cruzamos el patio. Cuando no nos puede ver más se queda allí, aullando.

– Oíme, Chilo, hoy es nuestro último día de laburo aquí. No voy a irme sin cantarle a Tulio lo que pienso de la forma que trata a este pobre bicho.
-Ya te dije, Panza. Largá con eso, que nos tiene que pagar el jornal de hoy, más la changa que le hicimos de plomería. No sea cosa que se retobe y tengamos problemas. Todo por un perro de mierda y malo, además.
– Lo de perro malo y de mierda te lo tragás. Lolo es un pan de dios. Si no fuera porque en la casilla ya no entramos con mi mujer y los pibes, me lo llevo conmigo. ¿Sabés cómo se vendría? Tanto le hablé de él a mi mujer, que me pidió que lo escrache con el celu.  Ya hizo la foto en papel y la colgó en la cocina. ¡Ojo al piojo! No me lo basuriés al bicho.

El Chilo se dio cuenta que yo estaba engranando, y se calló, aunque rumió para adentro, como siempre.
A las cuatro nos acercamos a la puerta para lavarnos, cambiarnos, y bajar para cruzar el patio.

El Lolo, como todos los días, se puso al lado nuestro, ladrando y moviendo la cola, cuando vimos que Tulio estaba subiendo la escalera.
-Y, muchachos, ¿los jodió mucho Lolo estos días?- dijo sonriendo, a la vez que le acariciaba la cabeza, y el perro se dejaba mimar.

-Lo tengo bien adiestrado, ¿vieron? Nunca se va de al lado de los obreros cuando tengo gente laburando, y siempre se conquista a alguno. Mientras está aquí arriba no le tiro ni un hueso, asi sabe que tiene que vigilarlos y hacerle fiesta a alguno para que le traiga algo de comer. Es fija. ¿A quién de ustedes se flechó? Cuentenmé.
El Chilo me miró y Tulio, que no es zonzo, se dio cuenta que el punto había sido yo.
Pero el perro no me falló. Se vino al lado mío y, parándose en las patas, me puso las manos sobre el pecho y me lengüeteó, llenándome la cara de saliva. Yo lo abracé y le pregunté – mirando a Tulio y hablando con voz alta – Che, Lolo, ahora te venís conmigo, ¿no es cierto?
Sentí la trompada en la frente, y no me acuerdo de nada más.

Me desperté, y estaba en una cama con cables por todos lados, y mi mujer al lado.
Cuando pude entender algo, me contó que el Chilo estaba preso, en la enfermería del penal. Le había pegado a Tulio en la cabeza con el balde de mezcla. Medio abombado por el golpe, Tulio trastabilló hasta uno de los vanos, y se cayó al patio. Estaba todo quebrado y en coma, pero vivía. Yo había pasado dos días inconsciente, internado en el hospital, y me estaban controlando.
-¿Y el Lolo?-le pregunté.
-Le dio un tarascón al Chilo, y está en la Pasteur-me dijo.
En la mesita de luz, el Lolo me miraba desde la foto.

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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