Gustavo Guido Monsalve nació en el año 1986. Curso estudios de Ciencias Físicas en la facultad de Ciencias Exactas de la UBA. Su paso por esta institución se vio interrumpido cuando decidió volcarse a su primer amor, las letras. Actualmente cursa la carrera de Edición en la UBA y ha lanzado su primer libro Moiré y otros cuentos conjuntamente con su proyecto editorial llamado Tiers Monde. Reproducimos a continuación un relato de dicha selección.
Era un martes caluroso. Ulrico regresaba de las vacaciones y Jorge Luis no sabía que iba a morir al día siguiente. Me cuesta aceptarlo, aún recuerdo las charlas con ellos. De religión, entes ideales, ciencia y sociedad. Charlas que se transformaban rápidamente en discusiones eternas.
Ulrico y su hombre producto de vertiginosos azares químicos, generado por partículas caprichosas, una evolución mucho más incierta e ilógica de lo que el amigo Darwin planteaba. Era imposible culparlo por ello, por su falta de creencia en órdenes definidos. Su padre había muerto al pasar debajo de un balcón cuando una vecina distraída dejaba caer una maceta. Un tropiezo con una Aventurina, una piedra de la buena suerte, había provocado que la anciana empujara a la planta. A partir de ese día, Ulrico, había adoptado una visión de la vida de capricho y finitud, en la cual no había misterios, sino coincidencias estúpidas, desgraciadas o afortunadas.
Jorge Luis había perdido a su padre en un accidente del que él y su madre salieron ilesos. Al contrario de Ulrico, se había cobijado en la religión. Se endulzaba en el néctar de la fe y aquel accidente cuadraba perfecto en una motivación elevada, imposible e inaccesible para nosotros. Yo me ofrecía como mediador. Sabía que cuando los ojos de Ulrico se cristalizaban y Jorge Luis se encerraba en una paz prístina, yo debía interrumpir para que no se tornara en algo personal. Ahora los ojos que se cristalizan son los míos y mientras pende de mi cuello lamento saber que ambos de sus puntos de vista eran errados.
Acordamos en el bar de costumbre. Las vacaciones de Ulrico habían sido coherentes con su forma de vivir. Jorge Luis y yo lo esperábamos ansiosos, su viaje al Amazonas nos traería nuevas discusiones y temas para charlar.
La primera mirada me produjo una profunda angustia. Francamente no esperaba la palidez y el rostro enjuto. Había vuelto disminuido. Jorge Luis me miró y ambos entendimos que no había sido un simple viaje. Recordé, sin ir más lejos, las impresionantes aventuras que habían precedido al Amazonas. La selva chaqueña, la escalada al Aconcagua. Pero nunca sus ojos habían quedado en esos viajes; siempre retornaban exultantes e imposibles de entenderse con la rutina de nuestras vidas. Ulrico comenzaba a hablar mientras apenas dejaba entrever sus ojos azules.
—Hola muchachos —no pude dejar de sentir su ausencia — quisiera no tener que volver con estas noticias.
—¿Qué pasó? —apuró Jorge Luis.
—Encontré algo tan bello e incomprensible que siento una profunda angustia —sus ojos se nublaron.
—Pero…
—Dejame terminar—interrumpió bruscamente— lo que encontré ha colmado mi mundo. Ustedes saben que lo que motivó el viaje fue mi curiosidad por la tribu Jíbara y particularmente por sus famosas reducciones de cabezas. Púes bien, logré encontrarlos luego de siete días de vagar entre la muerte natural y la muerte en manos de traficantes. Pese a todo, estaba en la gloria, la libertad era infinita. Las descripciones de Fawcett me orientaban de una manera precisa. Hallé, contra todos mis prejuicios, unos nativos de rasgos marcados, muy amables y no pasó mucho tiempo hasta que llegara el ofrecimiento de participar en uno de sus rituales, el cual consistía en ingerir un alucinógeno que ellos consideraban sagrado, la Ayaguasca.El chamán me invitó a pasar a una de las chozas. Abundaba en gestos y movimientos con las manos, el brebaje se maceraba lentamente en una olla sobre carbones ardientes. Me hizo un gesto para que lo bebiera. En ese instante partí de este mundo y nunca podrán entender lo que he sentido. Pensé en vos Jorge Luis y aquellos motivos no accesibles para el hombre que siempre mencionás. Todo pasaba ante mis ojos: nuestras reuniones en el café, la melodía de las discusiones, mis viajes. Sin embargo, luego de las alucinaciones, lo único que logré recordar con claridad fue la imagen de un balcón sobre un árbol negro y una serie de chozas alineadas. Por supuesto que hasta ese momento solamente podía atribuirlo a la intoxicación que me había provocado aquel brebaje.
Luego de unos terribles vómitos y con cierto mareo quise presenciar, sin demasiada fortuna, la reducción de cabeza de un gran guerrero que había fallecido misteriosamente. Pude ver muy poco de la preparación y cuando pregunté en un burdo shuara sobre las circunstancias de aquella muerte me gritaron, por lo que salí para evitar cualquier tipo de malentendido que pudiera derivar en la reducción de mi propia cabeza.
Al día siguiente, decidí que era hora de partir.Aquellas preguntas habían despertado el enojo de los jefes de familia y un joven me advirtió sobre los problemas que podría traerme aquello.
Estuve vagando unos días, no tenía mi brújula y el relato de Fawcett era impreciso en los últimos apuntes que había tomado.
Una noche decidí detenerme instintivamente. Pese a que tenía la certeza de no estar muy lejos de un cauce de agua que me llevaría a Manaos, armé la tienda y dormí plenamente.
Al despertar con la luz que filtra entre la espesura vi el árbol negro sobre el reposaba, parecía estar quemado. Aquella era mi visión. Caminé siguiendo unas huellas y encontré las chozas alineadas. No había nativos, pero al pasar detrás de ellas lo hallé; una roca enorme de color negro, parecía ser carbón. Esperé por la llegada de alguien. Horas más tarde, llegaron todos juntos cargando maderos. No pude comunicarme con ellos sin embargo no parecían ser agresivos, estaban demasiado concentrados en esa roca. Apenas los maderos tocaron el suelo, los hombres más fuertes comenzaron a armar una suerte de templo sobre el misterioso material. Me indicaron una tienda donde podía pasar la noche. Recostado sobre unos cueros de jabalies comencé a pensar. Nunca había visto esa vestimenta tan colorida ni la forma de construcción que tenían sus chozas y por , sobretodo, no dejaba de preguntarme: ¿por qué construirían un templo ahora si las chozas parecían tener años?
Desperté al otro día y descubrí que no era un templo lo que estaban construyendo; todo el pensamiento occidental me había absorbido en costumbres religiosas sobre tribus y sociedades, esto era una caja que trataba más de un ocultamiento que de una veneración. Un nativo trató de comunicarse conmigo y nos entendimos en una lengua similar a la de los Jíbaros, puesto que el había tenido contacto con alguno de ellos. Me dijo que la roca estaba desde hacía poco, había aparecido una mañana, nadie sabía de donde provenía pero, por palabras del más anciano sabían que debían alejarse de ella u ocultarla, pues ante su aparición la desgracia era inminente. Subestimé un poco sus palabras pero quise que me llevara con el anciano y me sirviera de intérprete para ver si podía indagar más en el asunto. Al llegar allí, este no expresó emoción alguna, sin embargo, cuando escuchó mi pregunta acerca de la roca, su rostro palideció. Resopló y dejó de mirarme a los ojos, no dijo nada y me acercó un escrito con diferentes colores asociados a unos símbolos muy simples. Uno, había capturado mi atención. Era un círculo con unas rayas que apuntaban hacia el centro y unas líneas onduladas debajo. Deduje rápidamente que se trataba del sol y el agua, que según había visto en un libro de simbología antigua significaba «Vida eterna´´. Le pedí al joven que pronunciara dicho símbolo y dijo: uertmô. Ya se estaba haciendo de noche, por lo que volví a mi tienda.
Por la mañana, pedí indicaciones para llegar a la ciudad, debía regresar. Pero no pude con mi temperamento, sentía la necesidad ardiente de darle un último vistazo a la roca. La caja estaba casi terminada, quedaba un último resquicio. Agarré un pico pequeño que tenía en la mochila y rompí un pequeño pedazo, para mi sorpresa estaba rojo, lo guardé sigilosamente en el bolsillo. Cuando me iba vi a unos pocos metros cómo el anciano se desplomaba muerto. Era errada mi interpretación del símbolo. El sol seca el agua, su significado era «Vida seca´´ y el color que estaba a su lado era el mismo que tenía al desplomarse el anciano.
Miren acá está el trozo que conseguí.
—Parece una piedra común Ulrico, ¿estás seguro de lo que decís? —sonrío ante mis palabras.
—Muchachos, hoy a la noche habré muerto, por fin he entendido las indicaciones del anciano. Este color implica que moriré en pocas horas.
—No digas pavadas, estás un poco desmejorado, te habrás pescado alguna peste —levantó la voz Jorge Luis.
—No se preocupen estoy en paz, he hecho las paces con esta vida —miró el cielo con una mirada tan profunda que temí que se fuera en aquel instante.
—Vamos al hospital para ver qué tenés, quedate tranquilo y veamos qué dicen los médicos. Voy a rezar por vos —Jorge Luis lo tomaba por los hombros.
Llegamos al hospital. El pronóstico no fue alentador. Un extraño virus estomacal lo estaba deshidratando y una hemorragia en su intestino no podía ser frenada. El médico aseguró que los síntomas podían ser producto de una intoxicación por el brebaje que Ulrico había bebido. Él iba a morir, no podíamos hacer nada. Pasamos las últimas horas charlando y riéndonos de las cosas que habíamos pasado juntos pero no volvimos a mencionar el viaje ni a la roca. La noche se meció sobre nosotros y en el cuarto de aquel hospital Ulrico nos dejó.
Entre sus pertenencias había una serie de libros de filosofía, otros que describían los cinco continentes y entre uno de ellos, un papel. Eran los colores de la roca, las instrucciones para interpretarla.
Debo decir que pude haberme equivocado pero necesitaba encontrarla. Revolviendo entre sus pertenencias la hallé en uno de sus pantalones, estaba negra. Jorge me la pidió, la iba a llevar a la iglesia para que el cura la bendiciera. Creo que él ya estaba llevando su fe a límites inadecuados. Ulrico había muerto por causas explicables, lo de la roca me parecía una más de sus apasionantes anécdotas. Preferí irme a casa y llorarlo con cierta alegría, después de todo su vida había sido una hermosa aventura.
No sé en que momento me dormí y entre sueños de balcones y árboles negros, desperté ante una llamada. Era una mujer mayor, su voz temblaba:
—Ho..hola..Luis..está..está..mm…uert… —reconocí la voz, era la de su madre. Jorge había muerto esa mañana con la roca en la mano y un crucifijo en la otra.
No pude llorarlo.
Hoy sé que los extraño pero, curiosamente me siento acompañado por ellos al llevarla como colgante en mi cuello. Sin embargo sé que las discusiones terminaron. Cada vez que la miro veo que ambos estaban equivocados. Ni los azares fatales, ni un ser superior. No hay una verdad, sólo sé que hoy está verde.