La penumbra se movió. Había permanecido acienagada durante toda la noche, pero entonces se movió con un movimiento simple y poco ostentoso. Él percibió el ambiente arremolinado en el ángulo de su visión antes de poder distinguir qué lo provocaba. No había dormido esperando ese día, por eso, al principio, creyó que su imaginación demasiado amedrentada lo engañaba. Se incorporó y aguzó los sentidos hacia el rincón más alejado. De pronto, estalló un aleteo que enturbió las tinieblas. Sus ojos entenebrecidos adivinaron una paloma que fue a posarse a su lado.
Él se sintió extrañado. La habitación no tenía ventanas y la puerta no había sido abierta en varios días. Pero no se asombró. Un arrullo quedo seseaba en el aire. Buscó en los bolsillos la miga de algún pan viejo, pero sólo rescató mugre. De todas formas, la paloma picoteó la pelusa de su palma, y luego anidó en ella. Él la acurrucó entre ambas manos y se la acercó a la cara. La hizo reposar mansa en el hueco de su cuello. Podía escuchar la respiración trinada del ave, palpaba su latido.
La puerta se abrió y una claridad mortecina asaltó la habitación. Él escondió la paloma en sus manos ahuecadas. Lo pusieron de pie y lo acompañaron por pasillos apretados y a través de una multitud atestada de olores. La muchedumbre clamaba insultos, escupía y maljuraba. Lo subieron al escenario improvisado para dar la función de su vida. Él mantenía las manos atesoradas. El público estaba enardecido hasta la histeria. Todos estaban allí por él. De algún modo nimio, se sintió importante. Los pormenores se fueron cumplimentando con diligencia. Cuando todo estuvo listo, lo acomodaron en el sitio preparado. El piso bajo sus pies desapareció. Y mientras caía bruto, con el último suspiro, lanzó las manos al cielo.