La figura del cuenta-cuentos resulta siempre fascinante. Mas cuando tal oficio es ejercido por una mujer, obligada a fascinar con sus historias al tirano de turno a fin de salvar su propia vida, nos encontramos ante el más irresistible contexto narrativo. Aquel que sirve de estructura a una de las colecciones orientales que más impacto ha tenido en Occidente: El libro de las mil y una noches. La sola belleza de su título es prefacio de un recorrido que promete llevarnos de maravilla en maravilla.

Toda vez que el número mil es sinónimo de infinito, decir “mil y uno” es hablar de “la eternidad y un día”, de “lo inabarcable y un poquito más”. El libro de las mil y una noches es inagotable, perpetuo, aunque no en razón de su gran extensión, sino de su composición: obra de generaciones y generaciones de anónimos narradores populares, cuyo número es desconocido y, sobre todo, abierto. Se afirma que la primera compilación (cuya estructura poseía ya el artificio de la sultana Schehrazada rescatada de la muerte noche a noche gracias a sus cuentos), fue el texto persa Hazar Afsanah, perteneciente al siglo IX, y actualmente desaparecido. El transcurso de los siglos adaptó y acrecentó esta base primigenia con las costumbres y el repertorio cuentístico árabe, hasta forjar un corpus, de límites borrosos, pero que claramente espejaba al mundo musulmán árabe parlante, desde la oriental Bagdad a la occidental Marruecos.

El amanecer del siglo XVIII fue testigo de la primera traducción de la obra a una lengua europea, del puño del orientalista francés Antoine Galland. Su trabajo incluía historias apócrifas a las fuentes árabes, aparentemente obtenidas de un cuentista sirio de Alepo. Más tarde llegó la versión inglesa de Richard Burton, que sumaba material propio aunque alegando “autenticidad” (frases como la famosa “Ábrete Sésamo” de Alí Babá, por ejemplo). Borges mismo quiso ingresar a las páginas del libro universal y lo logró de la manera más sutil: proporcionando una pista falsa. En su reseña de la traducción de Burton afirma que éste rescató del original árabe una narración que Galland había omitido, la “historia de los dos reyes y los dos laberintos”. Más tarde el escritor argentino la detallará en su libro El Aleph. Pero, fantásticamente, ¡tal historia fue desconocida al original árabe y al traductor inglés!

Además de las diferencias en contenidos, la dificultad de la traducción, a partir del semita original a las lenguas indoeuropeas, conllevó el traslado de la mayor o menor calidad expresiva (como también las tendencias e intenciones) de los traductores. En tal sentido se puede hablar de muchos libros titulados Las mil y una noche. Así, por ejemplo, la versión de Galland con sus doce tomos es la más ingenua y conscientemente despojada de la natural crudeza del original. Algunos autores, como Borges, creen ver en su simpleza un efectivo encanto. Es, a no olvidarlo, la versión que, sea en francés o en sus múltiples traducciones, se expandió por Occidente. Su sencillez, que la convirtió en un texto acomodado a los gustos adolescentes, fue criticado por otros autores, quienes han afirmado que “La obra de Galland es un ejemplo curioso de la deformación que puede sufrir un texto pasando por el cerebro de un literato del siglo de Luis XIV. Esta adaptación, hecha para uso de la corte, fue expurgada de todo atrevimiento y meticulosamente filtrada para que no quedase en ella ni una partícula de la sal original”[1] (Borges, en cambio, es más prudente respecto de la “adaptación” de Galland, y lo tilda, precisamente, de “prudente”). Posiblemente sea la traducción del sirio J. C. Mardrus, la que podemos ubicar en el extremo contrario a la del orientalista francés. Nuevamente, permítame lector, citar al crítico de Galland: “Las `noches` de Galland eran obrillas para niños. Las `noches` de Mardrus son todo un mundo, son todo el Oriente, con sus fantasías exuberantes, con sus locuras luminosas, con sus orgías sanguinarias, con sus pompas inverosímiles … Leyéndolas he respirado el perfume de los jazmines de Persia y de las rosas de Babilonia, mezclado con el aroma de los besos morenos … Leyéndolas he visto el extraño desfile de califas y de mendigos, de verdugos, de cortesanos, de bandoleros, de santos, de jorobados, de tuertos y de sultanes, que atraviesa las rutas asoleadas, entre trapos de mil colores, haciendo gestos inverosímiles. Y como si todo hubiera sido un sueño de opio, ahora me encuentro aturdido, sin poderme dar una cuenta exacta de lo que en mi mente es recuerdo de escenas admiradas en Ceylán, en Damasco, en El Cairo, en Adén, en Beirut y lo que sólo he visto entre las páginas mardrusianas. Porque es tal la naturalidad, o, mejor dicho, la realidad de los relatos de Schehrazada, que verdaderamente puede asegurarse que no hay en la literatura del mundo entero una obra que así nos obsesione y nos sorprenda con su vida inesperada y extraordinaria.”[2]. Y así como Borges defendía la primera traducción al francés, afirmaba que la de Mardrus (también al francés), es “licenciosa en su doble sentido”, es decir, libre y atrevida.

Entre los anexos que, observábamos anteriormente, hizo Galland a los originales árabes, se encuentra uno de los cuentos más afamados de la colección, y al que el escritor y crítico británico Thomas de Quincey calificó de “incomparablemente superior”. Se trata de “Aladino y la lámpara mágica”. En la versión de Mardrus, la historia es narrada por Schehrazada a su esposo, el sultán, durante el transcurso de las noches 731 y 744. Por problemas de espacio no podemos transcribir aquí el extenso texto, pero dejamos a pie de página el link correspondiente de la versión española de la obra (por suerte asequible en forma electrónica y gratuita), para los lectores más exigentes.[3]

Los personajes del relato, como su historia, se sitúan en la China.

Escena de Aladino según una visión china.

Escena de Aladino según una visión china.

ero sus nombres y costumbres no dejan de ser islámicas en general y árabes en particular. La extrapolación cumple, sin dudas, una función didáctica: se intenta plasmar la importancia de la lámpara en razón de la lejanía. El mago, atravesará  todo el “mundo conocido”, desde el africano Magreb (“la tierra de la tarde”), y la lejana China (“la tierra de la mañana”), con el único objetivo de dar con el objeto encantado.

Mas cuando el “mundo conocido” amplió sus fronteras, la historia de Aladino llegó a Occidente, a través de las traducciones antes citadas, y otras que hemos omitido. Pero también lo hizo hacia el Este. De hecho, resulta posible suponer una expansión tan temprana en Asia Meridional y Oriental, como la que tuvo el mismo Islam en aquellas direcciones. Y así como India estuvo durante siglos dominada por musulmanes, y la lejana Filipinas los albergó en sus islas sureñas, no es de extrañar que hallamos dado con versiones del cuento sirio adaptadas a estas geografías.

De modo que ponemos a disposición de nuestros lectores una versión filipina (por primera vez en español gracias a la traducción de Darío Durban) y otra india del cuento de “Aladino y la Lámpara Mágica”, esperando que nuestro ofrecimiento sea tan sorpresivo y tentador como aquel pregón insólito del mago magrebí en las callejuelas de la ciudad china: “¡Cambio lámparas viejas por nuevas!”.

Una versión filipina de Aladino.

Había una vez un pobre muchacho y su madre que se fueron lejos de casa a la gran ciudad para buscar fortuna. Eran muy pobres, porque el marido y padre había muerto, dejándoles muy poco, y ese poquito pronto se fue en gastos. El muchacho fue a buscar trabajo en el mercado, y un mercader viajero, viendo su necesidad, lo indagó sobre muchas cuestiones. Cuando el muchacho le dijo el nombre de su difunto padre, el mercader lo abrazó y lo cubrió de palabras amables. Entonces le contó que él era el hermano de su padre perdido hace mucho tiempo, y que como no tenía hijos, el muchacho debía ser su heredero, y mientras tanto, vivir con él. Envió al muchacho a buscar a su madre, y en cuanto la vio, comenzó a besarla y a llenarla de halagos y palabras dulces, e insistió en que ella era su cuñada, a pesar de que ella le decía que su marido no tenía hermanos. Él la trató muy bien y le hizo muchos obsequios, por lo que pronto ella se convenció de que el mercader realmente era su cuñado.

Entonces el mercader invitó al muchacho a irse con él, prometiéndole que su madre pronto los acompañaría. Madre e hijo estuvieron de acuerdo, y el mercader partió con su sobrino esa misma tarde. Viajaron mucho y llegaron a una montaña, la cual cruzaron. Luego llegaron a una segunda montaña, que al muchacho le pareció altísima, así que rogó a su tío que descansaran. Pero el mercader no permitió el descanso, y cuando el muchacho se puso a rezongar, él lo molió a palos hasta que aceptó hacer cualquier cosa que le ordenase. Cruzaron esa montaña y llegaron a una tercera, subieron la cuesta y se detuvieron en la cima. El mercader se quitó su anillo y lo puso en el dedo del muchacho. Dibujó un círculo alrededor de su sobrino y le dijo que no tuviera miedo de lo que estaba por suceder, pero que estirara sus brazos tres veces, y que a la tercera vez el suelo se abriría bajo sus pies. Le dijo que debía descender por ese agujero y encontrar un tabo[4], y que recién entonces podía volver a la superficie. El muchacho, por temor al hombre, hizo lo que le ordenaron, y cuando el suelo se abrió bajo sus pies, bajó rápido a la caverna y buscó el tabo. Pero cuando asomó su mano para que el mercader lo jalara hacia fuera, el hombre le quitó el anillo del dedo, y le ordenó alcanzarle el recipiente. El muchacho, ahora muy asustado, se negó a hacerlo a menos que primero lo ayudara a salir a él. El mercader no quería, y después de mucha discusión, dibujó otro círculo alrededor de la boca de la caverna, que se cerró en seguida, y el muchacho quedó atrapado en una terrible situación.

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Solo y sin ayuda por tres días en la oscuridad subterránea, el muchacho fue presa del más horrible miedo. De repente, al final del tercer día, habiendo frotado el tabo con la mano por accidente, se le apareció un grandioso sinio[5] o un multo[6], que se paró frente al muchacho y le dijo que él era un esclavo del tabo, y poseía poder sobre todas las cosas de la tierra. El muchacho, que extrañaba mucho a su madre, pidió al multo que lo llevara a casa, y en un pestañeo, aún con el tabo en la mano, se encontró parado frente a su madre. La halló muy hambrienta y preocupada, y le contó lo que había sucedido. Luego volvió a frotar el tabo suavemente, y cuando el multo se apareció, la buena mujer escondió la cara del terror. Sin embargo, el muchacho le pidió que les trajera una gran cena para ambos en vajilla de plata con todo haciendo juego.

Después de haber comido muy bien por varios días de las sobras de la cena, el muchacho fue al mercado y vendió las cucharas que el multo había hecho aparecer por dos piezas de oro, y con eso pudieron vivir un buen tiempo más. Y cuando a veces se les terminaba el dinero, él vendía más cosas, hasta que por último no le quedó nada. Entonces, cuando ya se había convertido en un joven hombre, le pidió al multo que les trajera un gran cofre lleno de dinero. Pronto se volvió conocido como una persona muy rica y generosa.

En la ciudad había una mujer que tenía una hija hermosa, a quien ella quería casar con el joven, y para sacar el tema, ella y su hija fueron un día a intentar comprar una pieza de la suntuosa vajilla que él tenía, o por lo menos así lo pretendieron. El joven no tenía en mente ese tipo de compromisos aún, así que le dijo a la vieja que frotara el tabo. Cuando lo hizo, el multo la arrastró de un tirón hacia dentro del recipiente. La hija, que no podía creer lo que vio, se acercó al tabo y también lo frotó. De inmediato el multo la hizo prisionera a ella también. Las dos se convirtieron en esclavas del joven, y nunca nadie más volvió a oír hablar de ellas.

Una versión india de Aladino

Vivía una vez una pobre viuda que tenía un hijo muy bello y distinguido. Cierto día llegó a su casa un mercader que venía de un lejano país, asegurando ser el hermano mayor de su difunto marido.

La mujer le acogió muy bien y le hospedó en su casa durante una temporada. Un buen día dijo a la madre: – Prepara alimento, porque el muchacho y yo nos vamos a buscar las flores de oro.

La viuda así lo hizo y partieron muy de mañana.

Después de haber caminado muchas millas, el joven, agotado, propuso a su tío descansar un rato. Pero éste se negó y le obligó a seguir andando. De nuevo el mancebo le pidió descanso, pero el tío, por toda contestación, le golpeó duramente y prosiguieron su camino.

Cuando hubieron llegado a un montecillo, el tío ordenó al muchacho que hiciese un buen montón de leña. Luego que lo hubo preparado, le obligó a que soplara con todas sus fuerzas para encenderla. Aunque no tenían fuego, el sobrino obedeció, y, naturalmente, no consiguió encender una sola rama. Cansado, preguntó a su tío:

–          ¿Qué sentido tiene que intente encender la leña sin fuego?

–          Sopla, o te daré una buena paliza – le contestó.

El muchacho siguió soplando y al fin la leña se encendió. Luego que se hubo encendido, bajo las cenizas apareció una abertura de tierra cubierta por una plancha de hierro. En seguida, el joven fue obligado a levantarla. A pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió nada. Se daba ya por vencido, cuando recibió un golpe de su tío que le obligó a seguir en su intento. Después de mucho forcejeo, logró levantar la pesada plancha y apareció ante sus ojos una maravillosa cueva subterránea iluminada por una lámpara y llena de flores de oro. El hombre obligó a su sobrino a que bajara a la cueva y se dirigiera primeramente, sin tocar ninguna flor, por la lámpara. Luego de habérsela entregado, podría dedicarse a coger flores de oro hasta llenar un gran plato. Cuando estuviera bien cargado de ellas, debería subir. El chico cumplió todo como se lo había mandado; pero al ascender, como tenía las manos ocupadas, no pudo hacerlo. El tío, furioso, le gritaba desde arriba:

–          ¡Sube como puedas!

El muchacho rogó a su tío que cogiera las flores de oro, para dejarle libres las manos y poder subir. Al trepar, como iba cargado, tenía mucha dificultad para subir. El tío, furioso porque subía despacio, le amenazó con dejarlo encerrado en la cueva si no se daba prisa.

–          ¿Cómo voy a trepar – repuso -, si tengo las manos llenas de flores de oro?

Entonces el mercader cerró de un golpe la entrada de la cueva y se fue, dejando al chiquillo encerrado.

Varios días pasó desesperado, llorando, sin probar alimento. Un día que estaba con la lámpara entre sus manos, meditando sobre su desgraciada suerte, al sentir el contacto de ésta con un anillo que acostumbraba llevar siempre en su mano derecha, se le apareció un hada, preguntándole qué deseaba.

–          Quisiera salir de aquí – le dijo el mancebo.

El hada levantó la plancha de la entrada y pronto pudo encontrarse fuera.

Se dirigió a casa de su madre, llevando la lámpara consigo. En cuanto llegó, le pidió de comer, pues hacía ya varios días que no probaba bocado. La pobre madre no tenía nada que darle; pero el muchacho se acordó de su lámpara y, al frotar su anillo contra ella, de nuevo apareció el hada preguntándole qué deseaba.

Pronto la madre y el hijo se hartaron de comer, pues les llevó toda clase de alimentos en gran cantidad.

Desde entonces el chico era feliz: bastaba frotar la lámpara con su anillo para poseer todo lo que quería. El hada aparecía en seguida y le complacía en todo lo que se le apeteciera.

Un día vio a la princesa cuando se dirigía a los baños.

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Como era muy bella, el joven se enamoró apasionadamente de ella y suplicó a su madre que visitara al rajá y le pidiera la mano de su hija. La mujer trató de disuadirle, pues pensaba que no accedería; pero para dar gusto a su hijo pidió audiencia y solicitó del rajá la mano de su bellísima hija. El rajá respondió que consentiría si su futuro yerno le llevaba más dinero del que él mismo poseía. Cuando el muchacho supo las condiciones, le pidió al hada de la lámpara que le diera el dinero que precisaba. Pronto lo tuvo y lo envió al rajá para que cumpliera su promesa. Éste, tratando de esquivarla, contestó que necesitaba un magnífico palacio en el que se pudiera albergar a su hija según su rango y categoría lo exigían.

El joven frotó su anillo contra la lámpara, y el hada, en una noche, le construyó un magnífico palacio.

El rajá no pudo rehusarle la mano de su hija. La princesa se enamoró de él en cuanto lo vio y se celebró la boda con gran regocijo.

Algún tiempo después de la unión, el rajá y el joven se fueron de caza. Mientras tanto, el malvado tío del muchacho llamó a la puerta del palacio pidiendo se le concediera ver a la princesa. Él llevaba una lámpara nueva, que ofreció a la princesa a cambio de alguna otra vieja que ella tuviera. No sabiendo las cualidades maravillosas de la vieja lámpara de su marido, se la entregó al extranjero a cambio de la nueva que él traía. En cuanto éste la tuvo en su poder, frotó contra ella su anillo y le pidió al hada:

–          Transporta este palacio y moradores a mi país.

Cuando el rajá y el joven volvieron de caza, quedaron pasmado al darse cuenta de que el palacio y la princesa habían desaparecido. El rajá, apesadumbrado y colérico, dio trece días al joven para devolverle a su hija; si al cabo de este tiempo no lo hacía, moriría ahorcado. El último día del plazo llegó, y estando tumbado sobre unas rocas pensando en su desgraciada suerte, al rozar, por casualidad, su anillo contra la roca, se le apareció un hada, diciéndole.

–          ¿Qué deseas de mí?

–          He perdido a mi mujer y mi palacio – contestó el joven -. Si supierais dónde están, llévame allí.

Inmediatamente el hada le llevó a la puerta de su palacio, situado en el país de su ingrato tío. Tomando la forma de perro, el muchacho entró en él. La princesa le reconoció en seguida, le abrazó y le dijo que su tío no estaba en casa.

–          Lleva la lámpara siempre colgada al cuello y no la deja un momento – dijo la princesa.

Después de pensar detenidamente qué harían, ella se comprometió a envenenarlo. Cuando llegó, por la noche, su tío y pidió la cena, la princesa le puso el veneno en el arroz. Él lo comió ávidamente y pronto murió. Entonces el joven le quitó la lámpara y la frotó con su anillo.

–          Transporta al palacio, a mi esposa y a mí al país del rajá – le pidió al hada.

E inmediatamente el palacio y sus moradores volvieron al lugar primitivo.

El rajá se llenó de alegría al ver a su hija. Dividió el reino con su yerno y gobernó pacífica y felizmente durante muchos años.

 

La versión filipina de “Aladino y la lámpara encantada” ha sido extraída de http://www.fullbooks.com/Philippine-Folk-Tales1.html [19/07/2006]

La traducción del inglés al español corresponde a Darío Seb Durban.

La versión india de “Aladino y la lámpara encantada” ha sido extraída de GARCÍA DE DIEGO, V., Antología de leyendas de la literatura universal, Tomo II, Labor, Madrid, 1953.

Sobre El Autor

Darío Seb Durban nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, un año maldito de la era de plomo. Cursó varios estudios, ninguno digno de mención, y se empeñó en no terminar ninguno. Entre los años 1995 y 2006 estudió música informalmente y compuso canciones y poesía jamás oídas. Entre los años 2001 y 2007 se desempeñó como dramaturgo en la compañía teatral Crisol Teatro, estrenando cinco obras entre las que se contaban Las noctámbulas, Factoría y Zozobra. A partir del año 2012 participó talleres literarios, donde se avocó a explorar la voz de distintos narradores, nunca encontrando la suya propia. Hoy trabaja de forma inconsecuente en industrias no literarias, y ocasionalmente escribe textos que reproducimos en Evaristo Cultural.

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