Hay un morbo relacionado al fallecimiento de los artistas que, entre otras variantes incluye la edición de las obras inconclusas a la hora de la muerte, objetos inacabados en los que estaba trabajando el involucrado al momento de su deceso, muchas veces sólo esbozadas. No suelo participar de ese furor, pero lo cierto es que Taniguchi ejerció durante las últimas décadas una fascinación íntima y profunda relacionada con mi forma de entender la novela gráfica, el manga y la cultura japonesa en su conjunto.
Ponent Mon nos trae El bosque milenario, último trabajo del maestro. El primer volumen de una obra que comenzaba a plantearse como pentalogía. Realizada para el mercado europeo con el horizonte de la BD en su concepción de formato y en el público infantojuvenil como grupo etario al que estaba particularmente dirigida. La obra excede ampliamente todos estos parámetros, tal y como era costumbre en el autor.
A sus nueve años Wataru Yamanobe, un niño de ciudad sufre el divorcio de sus padres, su padre sale de escena y el niño se instala con su madre, que no tarda en ser ingresada en un hospital psiquiátrico. Sus abuelos se hacen cargo entonces y Wataru es trasladado al pueblo de Kaminobe, un valle entre montañas. Zona rural en cuyas cercanías, poco antes, un potente movimiento sísmico hace reaparecer un desaparecido.
̶ ¡La montaña curará tu pena!- Afirma el abuelo de Wataru
̶ ¡El bosque te dará la bienvenida!
El arte del álbum hace hincapié en el mundo de la naturaleza. Taniguchi parece esforzarse en marcar la necesidad de reestablecer ese lazo roto que, en el caso de los japoneses no sólo tiene que ver con la ecología sino con el núcleo íntimo de sus valores tradicionales, con el mundo sensible de su religiosidad más íntima.
Efectivamente el mundo de la naturaleza establece un diálogo con el pequeño, que iría acrecentándose en las futuras entregas. Al final del álbum hay un dossier en el que se cuenta en líneas generales el proyecto de la obra y los avances que Taniguchi había preparado para la misma.
No se trataría sólo de una historia de recomposición con una sensibilidad perdida sino un llamado a la acción, a establecer un imperativo ético ecológico para las nuevas generaciones. Cercana a las narraciones del maestro Miyazaki, la narración abordaría el problema de la minería y serían los niños, en colaboración con un fantástico mundo animal, los encargados de hacer retroceder las apetencias económicas de fuerzas transnacionales en defensa de un ecosistema que ya no sabe cómo demostrarnos la urgente necesidad de revinculación.
De la misma forma que el ya mencionado Miyazaki, hace en cada entrevista dada tras el estreno de una de sus películas, Motoyuki Oda, editor de Taniguchi, se esmera en comentar que la propuesta del mangaka era definida por el propio creador como apolítica. Es menester recordar entonces la tradición japonesa de no desnudar las verdades polémicas más que al círculo social más íntimo. Es imposible establecer un modelo ético, aunque sea en una narración de ficción, sin establecer una posición política, en este sentido tanto Miyazaki como Taniguchi, sobretodo en sus últimas obras, han demostrado una preocupación que va más allá del discurso ecológico y que habla de una necesidad incluso más intima, la de recuperar una sensibilidad perdida, un camino ético y comunitario, la posibilidad de abandonar el desasosiego frívolo, estéril y superfluo de la búsqueda de éxito y abrirnos a la posibilidad de una realización más profunda.
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