Novelista, cuentista, cronista, crítico literario y periodista mexicano, Juan Villoro supo ubicarse en ese hueco que dejó Cortázar en el corazón de los latinoamericanos, el de alguien a quien uno siente como un amigo cercano. Sorprendentemente alto, futbolero y melómano, ha escrito, entre otros textos, novelas como El disparo de argón, donde plasmó su fascinación por los hospitales y su profundo deseo de haber sido médico; Llamadas de Ámsterdam, una historia de la melancolía del deseo, donde se plantea la posibilidad de retomar un amor, la posibilidad de realizar un amor desde la ausencia; y El testigo, novela de retornos y reconsideraciones personales y políticas en el México moderno, ganadora del Premio Herralde.

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Hace ya unas cuantas semanas Juan estuvo en nuestro país para presentar, en la Boutique del libro, junto a Enrique Fogwill y Juan Becerra, su libro de cuentos Los culpables, un libro de traiciones y lealtades en el que conviven siete historias muy parecidas y a la vez muy distintas, narradas todas en primera persona por narradores disímiles que resultan más bien torpes o desesperados pero gozan de una capacidad de observación que da cuenta de sus maneras precisas de mirar el mundo. Todos parecieran hilvanados por un principio de confesión en el que se vuelven culpables tratando de contarnos una historia que el lector, testigo, comprenderá mejor que los propios protagonistas. De este modo, los textos van proponiendo, cada uno a su manera, un juego de máscaras y representaciones que lindan con el absurdo, ese en el que todos estamos inmersos ya sin poder escaparnos. El libro es una hemorragia de chistes, un texto que un argentino, como bien señaló Enrique Fogwill, no puede leer sin pensar en el mejor cuentista argentino contemporáneo que es Fontanarrosa. Justamente, durante la presentación pudimos calzar justo en el marco de nuestra lente la imagen en la que la figura de Juan aparece escoltada por la de “Boggie, el aceitoso”… siempre el azar hace lo suyo.

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Es también Fogwill quien señaló acertadamente que en su prosa hay una especie de despiadada crítica a la cultura americana, pero vista desde una perspectiva europea y no desde el resentimiento mexicano. Respecto a esto, Villoro dice que la literatura mexicana le debe muchísimo al resentimiento, que es lo que articula todo Pedro Páramo. Así entonces, Juan nos cuenta sobre su relación “muy culpable” con su pasión por los Estados Unidos. Hijo de un filósofo nacionalista que se dedicó a estudiar la grandeza del mexicano, que escribió un libro titulado Los grandes momentos del indigenismo en Méjico y que durante mucho tiempo tuvo prohibida la entrada a los Estados Unidos por haberse involucrado en actividades anti-norteamericanas, lo que lo llevó a estar en el famoso libro negro; Villoro confiesa que le intrigaba mucho de niño que su padre estuviera en ese libro negro y pensaba que su actividad de filósofo nacionalista en realidad se trataba de un nombre en clave para alguna actividad de Interpol o algo mucho más interesante que la realidad, algo que lo convirtiera en un espía soviético o alguna cosa conspiratoria. Por lo tanto, y puesto que a él le encantaba la televisión norteamericana tanto como el rock, se sentía un poco traidor de la situación de su padre con los Estados Unidos. En fin, su relación con Norteamérica no es una relación rencorosa sino de reconocimiento de los abusos y, al mismo tiempo, del aporte que su generación recibió del país vecino.

Luego de la presentación, concientes de lo breve de su estadía y lo apretado de su agenda, aprovechamos para acercarnos a Juan, presentarle Evaristo cultural y quedar en contacto para realizar una entrevista vía e-mail. El diálogo que aquí ofrecemos es el fruto de ese cálido intercambio de correos. Que lo disfruten.

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En la presentación de Los culpables, Rodolfo Fogwill sugirió que tu prosa mexicana tiene algo de “for export”; y lo cierto es que en algunas de tus obras hay algo así como una sensación de regreso, una cadencia muy europea con un trasfondo mexicano. ¿Es un recurso que utilizás concientemente? ¿Estuviste alguna vez alejado de tu país por un tiempo prolongado? ¿Creés que de alguna manera el proceso de globalización en curso está normalizando nuestro español latinoamericano?

Lo de ser “for export” se puede entender en distintas claves. Fogwill hablaba de la legibilidad de la prosa y en esa medida me interesa que lo local adquiera un rango compartible: la universalización de la experiencia individual. Es lo que encuentro en Kobo Abe, Juan Rulfo, Juan José Saer o William Faulkner. Todos ellos están muy marcados por su entorno pero podemos leerlos sin conocer sus claves regionales. No pasa lo mismo con otros autores. En muchos de mis textos hay búsquedas y críticas de la identidad. No me interesa escribir una literatura deslocalizada, que se ubique en la geografía de ninguna parte, pero tampoco me interesa explotar el color local. Uno de los asuntos que más me intrigan es el sentido de pertenencia. ¿Por qué sentimos que somos de un sitio y no de otro? Más allá de las obviedades nacionales, ¿cuáles son las claves íntimas que nos vinculan a la noción de lugar? Todo esto me interesa mucho. Al mismo tiempo, está la posibilidad de ser deliberadamente –es decir, artificialmente- de un sitio. Es lo que discuto en el último episodio de Los culpables (“Amigos mexicanos”). He vivido en dos ocasiones fuera de México, las dos por tres años (en Berlín del 81 al 84 y en Barcelona del 2001 al 2004). En esas estancias, la idea del exilio, poco común entre los mexicanos, estuvo muy presente. Escribí buena parte de El testigo durante mis años de Barcelona. Me interesaba imaginar el “síndrome de Ulises”, la oportunidad de un regreso para un expatriado, construir un país en la nostalgia que se superpone al país real. Todo regreso entraña un desencuentro y por eso mi novela lleva el título de El testigo. El protagonista se acerca al México que en teoría cambió con la caída del PRI, pero más que un actor es un testigo de los hechos; está desfasado, con un pie en el país real y otro en el país de su evocación, acaso es más genuino que el primero.

Pertenecés a una generación de escritores a la que en reiteradas oportunidades se ha catalogado como frívola o no comprometida. ¿A qué lo atribuís? ¿Te hicieron alguna vez un reproche semejante? ¿Cuál es, a tu criterio, el compromiso social del escritor? ¿Existe tal compromiso?

No sé si por fortuna o por desagracia nadie ha puesto el acento en mi posible frivolidad. Me molestaría caer en pecado de superficialidad tanto como me molestaría caer en pecado de solemnidad. La ligereza y el sentido del humor son virtudes que en contextos de pompa y circunstancia se vuelven sospechosos de ser frívolos. En todo caso, no veo el problema como un asunto específico de mi generación. No creo que Rodrigo Rey Rosa en Guatemala, Javier Marías en España, Horacio Castellanos Moya en El Salvador, Héctor Abad Faciolince en Colombia o Fabio Morábito en México califiquen como frívolos. Murakami es muy irregular; en su vertiente de El pájaro que da la cuerda al mundo, The Elephant vanishes y Hardboiled Wonderland me parece estupendo; Norwegian Wood, South of the Border, North of the Sun y Spuntik Baby me parecen cursis, facilonas y frívolas. Una división semejante se puede hacer con Paul Auster. En cambio, Philip Roth, Alice Munro, Ricardo Piglia, Peter Handke, Claudio Magris o J. M Coetzee siguen adelante sin pasar por la frivolidad. No son consagrados reblandecidos. No creo que haya épocas o generaciones frívolas. La literatura es individual y cada quien lidia con ese tema como puede. En Argentina puedo mencionar a jóvenes con notable fibra narrativa: Oliverio Coelho, Patricio Pron, Hernán Ronsino. La frivolidad siempre flotará sobre la literatura y sobre autores fashion como Jay McInerney, pero nunca encontrará ahí su residencia permanente, para eso tiene a Hollywood y la televisión.

 

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¿Y en cuanto al compromiso social del escritor? ¿Cuál es tu enfoque acerca de este punto siendo que en tu literatura podemos observar que la inquietud social está presente en textos como El testigo, El disparo de Argón, en ciertos pasajes de Llamadas de Ámsterdam y en tu relato “Amigos mexicanos”?

Bueno, habría que distinguir entre interés por la realidad y participación política. No creo que la sociedad se cambie desde un libro; en este sentido, pienso que el compromiso corresponde a la zona del individuo, no al oficio de escritor. Es obvio que la literatura tiene una dimensión política y ofrece claves para entender el poder y sus excesos (baste pensar en Kafka o en la novela Pedro Páramo, entendida como metáfora del despojo: gente tan pobre que ni siquiera les puede suceder algo), pero eso no incide de manera directa en la realidad; pertenece a los procesos simbólicos que influyen de manera más lenta. México es un país desigual, lleno de discriminaciones raciales, sociales, económicas, religiosas y de género. Me resulta difícil ser indiferente y por eso suelo participar en discusiones donde es necesario que la crónica arroje algo de claridad y traté de prever el sentido común del futuro, ajeno a los prejuicios, los arrebatos y los dogmatismos del momento. En la crónica y en el periodismo hay mayor inmediatez política, más posibilidades de acercarse a una denuncia necesaria, a una búsqueda de la verdad que no se ha hecho por otra vía (ahí está Operación masacre como gran ejemplo). Sin embargo, me preocupa la posición del escritor como gurú de los cambios o profeta iluminado. Walsh fue todo lo contrario y pagó su congruencia con su vida. Lo que quiero decir es que la contribución al cambio hecha desde la literatura siempre es modesta, indirecta, vacilante.

En la narrativa moderna, Truman Capote abrió la puerta a ese mestizaje que hay entre el periodismo y la literatura, lo cual empezó siendo una fuerza liberadora para toda una generación de escritores pero a largo plazo (desde nuestro parecer) terminó insolventando la literatura. Vos sos escritor pero también periodista; en tu caso, periodismo y literatura, ¿interactúan?, ¿se retroalimentan?

Hay muchos casos anteriores a Capote: José Martí o Martín Luis Guzmán, por citar sólo a dos latinoamericanos, y antes que ellos Daniel Defoe. Es muy común que un escritor de ficción combine la no ficción, muchas veces por razones económicas, pero también para encontrar otros estímulos. Yo necesito la adrenalina de la crónica o de los artículos, con sus agobiantes plazos de entrega, para cambiar el ritmo de la ficción. Después de pasar por esa dosis de anfetaminas, la novela me parece el ansiolítico que requiero. También desde el punto de vista formal, me interesa enfrentar desafíos distintos, escribir con otras reglas de juego. Las restricciones externas te obligan a llegar a soluciones impensadas. Este es el principio que rige la métrica. Cambiar de género me ayuda en ese sentido.

 

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El “Premio Herralde”, como bien señaló Fogwill en la presentación de Los culpables, es el más anhelado por los escritores latinoamericanos. En tu caso, de alguna manera, el haberlo ganado hizo que trascendieras definitivamente las fronteras de tu país (como sucedió con otros autores de Latinoamérica). Esta especie de “aval” que otorga España respecto de lo lingüístico y lo literario, ¿no podría leerse como una metáfora de la continuación de un colonialismo?

Por desgracia, el colonialismo no se cambia desde la literatura. México celebrará sus doscientos años de independencia dependiendo en buena medida de los bancos y las compañías españolas. Esto también pasa por la industria del libro y por el reparto de prestigios. No se trata de algo privativo de nuestra cultura (un dramaturgo de Finlandia se deja influir más fácilmente por un autor norteamericano que por uno latinoamericano, del mismo modo en que un latinoamericano se deja influir más fácilmente por un norteamericano que por un finlandés). Las lenguas tienen distinto peso político. En el caso del español, los latinoamericanos no necesitamos un aval para la calidad del idioma que hablamos o escribimos; sin embargo, la mayoría de los premios y la posibilidad de circular a nivel internacional dependen casi siempre de España. Esto se debe a que su industria cultural es mucho más poderosa que la nuestra. Dicho esto, me parece irresponsable culpar a España de todas nuestras incapacidades. En los años sesenta, México tuvo una situación editorial privilegiada; todos los acervos prohibidos en España se publicaban entre nosotros. Siglo XXI, Joaquín Mortiz y el Fondo de Cultura tenían una distribución muy amplia. Hoy en día, nuestras editoriales, si acaso sobreviven, son simbólicas comparadas con las de España. Esto no sólo se debe a que allá hay más capital sino a que se perdieron batallas decisivas en los catálogos, los diseños, la distribución, etc. Las editoriales mexicanas no estaban hechas para competir.

A pesar de que los españoles dominan los megaconsorcios, creo que hay espacios alternos que debemos aprovechar. Por eso he publicado en Interzona y en otras editoriales independientes, que hasta ahora tienen vocación local pero donde el editor tiene mayor compromiso con su autor (en los últimos años he sacado libros en Etiqueta Negra en Perú, Almadía en México, Universidad Diego Portales en Chile). La circulación comercial ha sido sustituida en estos casos por una circulación cultural, más lenta pero a mi modo de ver más duradera.

En El disparo de argón hay una presencia constante, invisibilizada o invisibilizadora, del poder; como un secreto que sólo hacia el final asoma. Es posible leer allí una metáfora del funcionamiento de la política mexicana. ¿Está pensado en ese sentido? ¿Podrías comentar algo al respecto?

Así es. Lo que pasa es que sólo me di cuenta al terminar la novela. La clínica de ojos donde ocurre la trama tiene un líder ausente. El fundador mítico de ese hospital ha desaparecido pero controla todo a la distancia (sus discípulos son una extensión de sus ojos). En la medida en que está ausente, sus disposiciones no pueden ser cuestionadas. La impunidad mexicana usó, entre otras estrategias, la invisibilidad del poder, el hecho de que las decisiones surgieran de una fuente inescrutable, ilocalizable. No había manera de oponerse a directrices que llegaban como un rumor incontrovertible e incomprobable. Esta dinámica del poder, ajena a toda idea de visibilidad o transparencia, funcionó con éxito durante 71 años. El disparo de argón lo refleja, pero sólo lo advertí una vez publicado el libro. Lo mismo pasó con el tema del tráfico de córneas. La trama tiene un sesgo de thriller; la clínica se ve invadida por una operación criminal: su banco de ojos es saqueado para mandar córneas a Estados Unidos. Escribí la trama sin saber si podía ser verdad y luego la vi avalada por un reportaje de la prensa. Para algunos críticos la novela fue una metáfora de lo que vivíamos entonces en México. Se estaba discutiendo el tratado de libre comercio con Estados Unidos y había una sensación de que acabaríamos vendiendo partes de nuestro cuerpo. Sólo después de publicada la novela advertí que también este aspecto de la trama reflejaba la realidad en la que fue escrita.

Cortázar solía decir que la novela gana por puntos y el cuento por knock out. ¿En qué términos definirías vos esa relación?

Para escribir un buen cuento debes ser un enamorado del control; para escribir una buena novela debes ser un enamorado del extravío. Un cuento se escribe de atrás para adelante: sabes adónde vas. Una novela se descubre a medida que avanzas: debes perderte para encontrar el camino que buscabas en secreto.

Has sido docente en talleres de creación, ¿es posible enseñar a crear?

Es obvio que se puede aprender a escribir, pero es imposible enseñar a crear. El taller brinda atajos, evita errores garrafales, ofrece algunos trucos, pone en contacto con gente que está en la misma sintonía. Eso ya es mucho. Se trata de un botiquín de primeros auxilios, algo útil en caso de guerra, pero que no define la batalla.

 

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¿Cuáles han sido tus lecturas? ¿Cuáles son las actuales?

Soy un lector muy disperso, como mi admirado Lichtenberg, a quien traduje para el Fondo de Cultura. Mis libros de ensayos (Efectos personales y De esos se trata) dan cuenta de mis lecturas más asiduas. Mis lecturas de los últimos días son: la correspondencia de Puig con su familia, Antropología del cerebro de Roger Bartra; la biografía de la fotógrafa Gerda Taro, que murió en la guerra civil española, escrita por Irme Schaber; El Estado laico y sus malquerientes de Carlos Monsiváis, La descomposición de Hernán Ronsino, La ciudad de Mario Levrero. También releí la poesía de Eugenio Montejo para una nota sobre su muerte, que me dolió mucho.

¿Borges o Cortázar?

Hasta los 18 años prefería a Cortázar. Luego me quedé con Borges.

En la presentación de Los culpables, Juan Becerra comparó el registro humorístico de algunos de tus textos con el de nuestro querido “Negro” Fontanarrosa. ¿Estás familiarizado con la obra de Fontanarrosa? ¿Notás esta coincidencia estilística?

Es un autor que admiro muchísimo. Lo conocí primero como autor de comics. Inodoro Pereira y Boggie el Aceitoso fueron referencias de cabecera. Luego me interesó su faceta de comentarista y cuentista de fútbol. Por último, me adentré en sus cuentos, que me parecen extraordinarios. Admiro su humor y la fluidez de su lenguaje coloquial. Quizá fue demasiado buen caricaturista para ser tomado en serio como lo que también es: un escritor de primera. Además, me encantaba su desenfado para asumir la cultura como algo ajeno a la solemnidad. Era muy saludable que hubiera alguien como él. Escribí un cuento que se llama “Yo soy Fontanarrosa” en el que trato de rendirle homenaje desde su pasión por la escritura y el fútbol. En Argentina apareció en el suplemento ADN, de La Nación, y en la antología La hinchada te saluda jubilosa, que se publicó en Rosario, en recuerdo del Negro.

 

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