Poeta, narrador, traductor, crítico literario, ensayista y periodista, Antonio Colinas es dueño de una voz singular que descansa en un particular equilibrio entre distintas tradiciones poéticas y filosóficas. Nacido en La Bañeza, León, en el año 1946, es una de las figuras más sobresalientes de la poesía española de los últimos tiempos. Su poética señala un tándem indescifrable entre las raíces de su tierra natal y lo universal, entre lo sagrado y lo profano, entre la tradición y la vanguardia, lo clásico y lo romántico… En él, vida y escritura son fusión que no es posible desentrañar.

Dentro de su extensa obra, pueden encontrarse títulos como Preludios a una noche total (1969), Truenos y flautas en un templo (1972), Sepulcro en Tarquinia (1975), Astrolabio (1979), En lo oscuro (1981), Noche más allá de la noche (1983), La viña salvaje (1985), Jardín de Orfeo (1988), Los silencios de fuego (1992), el Libro de la mansedumbre (1997), y Desiertos de la luz (2008), entre tantos otros.

Ha recibido numerosos premios, entre los que cabe destacar el Premio de la Crítica de poesía castellana (1976), el Premio Nacional de Literatura (1982), el Premio de las Letras de Castilla y León (1999) y el Premio Internacional Carlo Betocchi, concedido a su labor como traductor y estudioso de la cultura italiana (1999). En 2005, recibió también el Premio Nacional de Traducción, otorgado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia, por su traducción de la Poesía Completa del Premio Nobel Salvatore Quasimodo. En el año 2007, recibió la «Alubia de Oro», galardón que reconoce su título de «Personaje Bañezano del Año 2006”. En 2008, fue nombrado Pregonero Vitalicio de la Feria del Libro de Salamanca.

Gracias a las delicias de la red, y a la candidez de Antonio, este intercambio transatlántico.

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Cuando hablás de tu poética (en Una poética), decís que para vos la poesía es una vía de conocimiento, y referís en esto a una realidad trascendente o trascendida. ¿Podrías desarrollar esta idea? ¿Está en relación con la capacidad que la poesía tiene de confrontarnos con la verdad?

En parte sí, pero me refiero sobre todo a que la poesía debe ser palabra nueva. Su función en el poema no es la misma que en la narración o en el ensayo. Debe ser palabra con intensidad, que brille, que vaya más allá. Por eso, también yo he hablado de “segunda realidad” al referirme a la poesía. El poeta no es un mero “fotógrafo” como pretende demostrarnos cierta poesía simplista y plana de nuestros días.

Decís, en efecto, también allí que “En el poema, la palabra se caracteriza porque es y debe ser, ante todo y sobre todo, palabra nueva”, ¿de qué manera la poesía convierte a la palabra en “palabra nueva”? ¿O es en realidad la “palabra nueva” quien convierte a la poesía en poesía?

La poesía es, ante todo, un don, aunque luego lecturas y formación aporten al poema otros valores. En el poema verdadero la forma brota del contenido y, a su vez, el contenido brota de la forma. Es el “milagro” de la poesía: con muy pocas palabras el poeta da con ese misterio o gema de la palabra nueva.

En “La casa de los veranos de oro”, le escribías a aquella pequeña casa de la infancia, “en la que lo más negro de ti siempre será / para mí lo más blanco:”. “Negra como más tarde / (tras infancia feliz) / suelen serlo la vida de los hombres; / negra como lo es el corazón / que siente y que sueña mucho más / de cuanto debe y puede”. ¿Qué podés contarnos acerca de tu infancia? ¿Cómo se prefiguraba allí el poeta en que has devenido? ¿En qué sentido una infancia feliz puede condenar al hombre a la oscuridad?

A mi entender, la infancia es clave para el poeta. En ella es donde se dan las primeras “contemplaciones”; en el sentido que Fray Luis de León concedía a este termino: contemplar, templarse-con. Sobre todo si la infancia fue feliz, e inmersa en el medio de la naturaleza, la experiencia es muy viva. Así fue en mi caso. Yo pasaba en esa casa, muy modesta, de mis abuelos todos los veranos de mi infancia y de mi adolescencia y allí contemplé esos signos y señales, esos símbolos, que luego tanto nos ayudan a vivir. De esas contemplaciones nacen las raíces que luego nos nutren.

En tu obra, España aparece con una fuerza visceral. A su vez, tu poética pareciera construirse en un vaivén que es viaje entre ese país natal y lo universal, y que traza también puentes hacia otras culturas… ¿Cómo definirías al ser español? ¿Y a ese del Noroeste en el que anclan tus raíces?

Mis raíces vivenciales están en este noroeste de León, pero he hecho siempre lo posible por universalizar esas raíces, por proyectarlas. Ello lo he hecho a través de mis vivencias y del diálogo con otras culturas. Soy de la España interior, pero he vivido casi la mitad de mi vida en contacto con el mundo Mediterráneo, primero durante los años en que viví en Italia; luego, en la isla de Ibiza. Por eso, ese sentido de universalidad se ha dado, por ejemplo, en mi diálogo con el mundo mediterráneo, con sus poetas y filósofos (de donde venimos), con Extremo Oriente, con las diversas místicas, con el romanticismo esencial, que es el centroeuropeo… Son muy importantes esas raíces telúricas de la infancia, pero habitamos un planeta y nos debemos a todos.

¿Cómo has vivido el paso del tiempo en relación a tu escritura? Dice un fragmento de “La noche transfigurada”: “Con los años el cuerpo pesa más, / pero a la vez no cesa de ascender”. ¿Pasa lo mismo con las palabras?

Así es en efecto. La marcha del poeta suele ir, en general, del sentimiento al pensamiento, de la emoción a la reflexión. Por eso, a medida que avanzamos en años el lenguaje tiende a hacerse más sencillo, más sintético. Es como si las palabras buscaran el lenguaje del silencio.

Dicen los versos que abren Desiertos de la luz: “Ponen a Dios al lado de la guerra / y a la guerra la amparan bajo el nombre de Dios / mas Dios no es la guerra / y la guerra es, sin duda, un contradiós”. El amor y el odio, la paz y la guerra, ocupan un lugar muy importante en tu poética: “Acaso lo más duro y lo más cruel / no sea abrir violentamente / lo negro en lo blanco: / en la armonía el caos (…) Acaso lo más duro sea el odio:”. ¿Dónde encontrás vos el origen del odio y de la guerra? ¿Por qué y en qué sentido te parece que “… el amor no siempre ama la Historia” (en “Jorge Manrique interroga a la madrugada antes de su última batalla”)?

Todo en la vida es dualidad, a veces muy extrema. Eso nos lo dijeron muy pronto los orientales, pero también algunos filósofos presocráticos, como Heráclito. De lo que se trata es de deshacer esos extremos para que, como nos dijo Juan de la Cruz “nunca más luchen en el mundo contrarios contra contrarios”. Esa fusión de extremos se lleva a cabo en la idea de armonía, que es un concepto con el que yo he trabajado mucho. (En febrero de 2010 la editorial Tusquets editará mis Tres tratados de armonía, esos tres libros de aforismos en los que yo siento y pienso ese concepto.) Armonía es sinónimo de plenitud. Sabemos, sí, que no suele ser un estado muy duradero entre los humanos, pero debemos insistir en deshacer los extremos, en armonizar el mundo Y el poeta lo hace a través de la plenitud de la palabra nueva; una palabra que, a la vez, informa, sana y salva. La psicología profunda ya ha hablado de este poder sanador, no sólo de la palabra, sino del Arte en general.

Quisiera detenerme ahora en un fragmento de “Quédate aquí, no partas en la noche”: “Todo lo que buscaste inútilmente / a lo largo del día por este laberinto / de signos y de símbolos de la ciudad antigua / lo encontrarás seguro si te quedas / a oír en el silencio una música / que no se oye, la marea silente / que se lleva a los cuerpos, / que los va extraviando en su ebriedad, / y luego los retorna a su centro.” Es una idea (no sé si se trata exactamente de una “idea”) que aparece en varios lugares de tu obra. Dice el yo poético en “Junto al muro”: “Vuelve tu rostro hacia el muro, cierra / los ojos y los labios: sólo escucha. / ¿Es que no oyes la música que sana? / Se trata de una música que está / dormida en tu interior, mas que despierta / con el silencio y arde muy adentro”. Algo de todo esto me recuerda a aquellas líneas del gran Federico García Lorca que sentencian: “Cuando las cosas llegan a su centro no hay quien las arranque”. Pero para que allí lleguen, tu voz pareciera indicar que es necesaria una quietud, algo contrario a la acción, o incluso a la propia voluntad. ¿Es así? ¿Qué podés agregar al respecto? Y en relación a ese “centro” -que también es figura recurrente en tu poética-, ¿en qué términos lo definirías?

Ese centro es aquel en el que se halla la plenitud de ser de que antes le hablaba. Yo digo últimamente que ser poeta es “una manera de ser y de estar en el mundo”. Me refiero a que la poesía también nos ayuda a realizarnos, a conocernos y a conocer a los demás. Por eso, es un fenómeno que tiene mucho que ver con lo que Jung reconoció como “proceso de individuación”; aquel que lleva a cada ser humano a ser el que tiene que ser en la vida, a la propia realización personal y, otra vez, a la plenitud. Ese centro tiene mucho que ver con el “vacío lleno” o “nada plena” de que yo he hablado en mis poemas, o con las “nadas” del místico. Acaso ya lo tengamos todo en nuestro interior, en ese centro y nosotros lo ignoramos, lo buscamos fuera. Y esto no quiere decir que nos quedemos encerrados en nosotros mismos, en la “torre del marfil”; pero, como la libertad, la plenitud va de dentro a fuera, las debemos crear en nuestro interior para proyectarlas luego. Por eso la necesidad para el ser humano de tener o dar con ese centro del que irradien plenitud y libertad por medio de las palabras del poeta.

 

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Gran parte de tu poesía se articula a partir de la figura de la luz, y también figuras como la de la salvación, la ofrenda y el Mar muerto, entre otras, se hacen eco allí. La figura del Padre, en “La lámpara del barro”, es destinataria del poema: “Para los que seguimos buscando tus huellas (…) ábrenos a otra vida, siléncianos, remánsanos”. ¿Sos un ser religioso? ¿Cómo concebís la religión?

Creo en la presencia de lo sagrado; esa presencia que ha acompañado al ser humano desde los orígenes. Lo que sucede es que, a lo largo del tiempo (y particularmente en España, a través de una idea muy decimonónica) se ha confundido lo sagrado con lo clerical, lo eclesial o, más bien, con la ideología religiosa. Ello nos ha llevado a enfrentamientos, a guerras. ¿Cómo ignorar esa presencia o necesidad de lo sagrado en el mundo? Todo el arte, la música, la poesía, que han girado en torno a este sentido han dado frutos maravillosos. Concibo, pues, la religión con expresión de ese sentido sagrado de la realidad, que exige piedad y armonía en la mirada.

El mismo poema, “La lámpara de barro”, dice: “Por esta fidelidad a la palabra, / por este reino pobre que es la palabra / que tenemos entre los labios, / deberías acrecentarnos un día la otra vida / con tus tesoros”. ¿En qué radica la pobreza del reino de la palabra?

La palabra es un recurso, aparentemente, elemental, sencillo, “pobre”, y sin embargo la palabra posee un poder inmenso. Cuando el ser humano habla acierta o se confunde, se enriquece o extravía. La palabra entre los labios es un don, pero también puede ser una condena. Por eso tiene sentido ese “Quien habla no sabe, quien sabe no habla” del Tao. La palabra aspira hacia el silencio; pero a la vez el ser humano espera una recompensa por ese cantar o testimoniar de su palabra, de sus obras.

Tu poema “Fe en vida” pide: “Dejadme con la libertad que se pierde / en los labios de una mujer”. ¿Cuál es tu concepción acerca de la libertad? ¿En qué sentido esta se opone a la del amor?

Esos son unos versos que, a veces, en mis actos públicos han sido motivo de debate o de controversia. Hay varias formas de amor y hay varias formas de libertad: una de éstas puede ser la de anularse en el amor, sea éste pasional, solidario, fraterno, etc. Es el sentido que poseen esos versos. La mujer en esos versos representa a todos los seres, al amor.

Leemos en “Nuestra sangre es la luz”: “Aquí no queda ya ni una gota / de sangre, pues la sangre / ya es la luz. / Nuestra sangre / será la luz mientras la luz no muera.” Y en “Morada de la luz”: “… la sangre de los nuestros ya / no está para dolernos. / (La sangre de los nuestros ahora es sólo / la luz de cobre que está ardiendo lenta / en torno de la copa del ciprés).” ¿Cómo es que la sangre puede devenir luz? ¿Cómo es que “la sangre de los nuestros” puede dejar de doler?

La sangre es un gran símbolo en mi poesía, como la luz. La sangre y la luz no sólo remiten a lo físico, sino también a lo trascendente. Hay una luz física, pero también hay una luz del conocimiento, interior. Hay una sangre que discurre por nuestras venas, pero también esa sangre implica la vida, la plenitud de ser. Por eso, en esos instantes de plenitud, la sangre que nos da vida es también luz que nos da conocimiento. “Los nuestros” son los seres queridos que se han ido, que han muerto. La luz es lo que queda de ellos, el símbolo de lo que está “más allá”. Volvemos otra vez al valor de la contemplación: ¿Ante la muerte, qué otra cosa podría hacer el ser humano que posar los ojos en el ciprés y en su luz, contemplar, templarse-con?

“Y que sea la muerte / solamente una ofrenda / solamente una ofrenda”, dicen los versos finales de “En el Mar Muerto”. ¿Cómo convivís con la idea de la muerte?

La muerte es quizá, –con lo que hay o puede haber (o no hay) detrás de ella–el misterio más profundo del ser humano. Es por ello también expresión terrible de dualidad. El otro extremo de esta dualidad es la vida, la plenitud de ser. ¿Cómo unificar entonces estos extremos terribles? Acaso esté para eso la poesía, el don del arte: para ir un poco más allá con las palabras de la vida y de la muerte.

Tu obra dispara hacia la búsqueda de una luz que llegue a ser desierto y alcance allí su pureza, incluso -o quizás sobre todo- cuando habita en la oscuridad… Si es así, ¿podrías hablarnos de esa búsqueda? ¿Es medio o fin en sí mismo?

Ya he dicho que, en buena medida, poesía es sobre todo una “vía de conocimiento”. Escribir es por ello una forma profunda de conocer. Pero a su vez, nos damos cuenta de que saber implica (aquí otra vez la lección de orientales y místicos) un no-saber. El “desierto” puede ser uno de los símbolos de ese no-saber. Otro de mis versos habla de “un saber que no sabe”. Esa búsqueda es, en efecto, un medio y un fin en sí mismo. Vivimos para conocer, pero ese conocer implica un vaciamiento, una interioridad que sea contrapeso de la dispersión de ideas, pasiones, sentimientos, vivencias. (Espero no haber estado demasiado “filosófico” en mis respuestas, pero ya sabe que hay quien dice que allá donde no sirve el pensamiento, la filosofía, aparece el poeta. Por eso, tras estas respuestas mías, el lector debe regresar a mis versos, leer mi poesía para mejor comprender lo que yo he pretendido con mi escritura).

 

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Cinco poemas de Antonio Colinas

Fe de vida

Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas).
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de orquídeas
en las calas olvidadas.

Sólo permanecer viendo el ave que pasa
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie de relámpagos
que llegarán saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como un remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.

Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
o con la luz de todos los azules.

Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano como a un puñado de sal.
O de luz.

Cerrar los ojos en el silencio del aroma
para que el corazón ?al fin? pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.

(De Libro de la mansedumbre)

 

La casa de los veranos de oro

Debo escribirte para no perderte

pequeña casa de la infancia de los veranos de oro,

en la que lo más negro de ti siempre será

para mí lo más blanco:

el muro del corral de piedras negras,

el suelo de éste, con el manto oscuro,

crujiente de las hojas de la encina

y el horno con su fuego y sus cenizas,

pero siempre al amparo del hollín de su cúpula.

 

O aquel otro negror de la amplia campana,

la de la chimenea, por la que ascendían

el humo y el calor de nuestra sangre.

Te imagino negra, negra como las losas

que arrastraron nuestros antepasados

desde las ruinas de los castros celtas,

para fundar el lar

donde se adormecían las llamas de las jaras.

 

Y la escalera que ascendía brusca

al cuarto en penumbra, en el que se guardaban

en secreto mis sueños:

una espada, una lira, una lechuza.

Hasta la cuna azul en que dormí

– la cuna más humilde,

la que tallaron con ternura y calma

las manos de un herrero –

hoy me parece negra.

 

La casa, negra y mansa como eran las noches

en los estíos de la Vía Láctea;

Negra como más tarde

(tras infancia feliz)

suelen serlo la vida de los hombres

negra como lo es el corazón

que siente y que sueña mucho más

de cuanto debe y puede.

 

Pequeña casa de la infancia pura,

refugio de los veranos de oro,

hoy eres negra y mansa en mi memoria,

negra y hermosa como el firmamento

pues en ti parecía estallar

la luz de cada estrella.

Eres negra y profunda como tiempo sin fin.

 

Y sin embargo, como la noche,

también eras finita, presagiabas el alba,

la luz primera, pálida y suave

que siempre hubo y habrá en mí

mientras aún tiemble

cual pabilo de vela

mi vida.

(De Tiempo y abismo)

 

¿Conocéis el lugar?

¿Conocéis el lugar donde van a morir

las arias de Händel?

Creo que es aquí, en este espacio

donde se inventa la infinitud de los amarillos;

un espacio en el centro del centro de Castilla

en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre

si tus ojos y mis ojos

mirasen estos páramos

con piedad absoluta

y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse

para hacernos su ofrenda

en rosales de sangre.

En este espacio hay un fuego blanco

en el que viene a expirar esa música

que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!

 

¿Conocéis el lugar donde van a morir

las arias de Händel?

Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,

donde los ruiseñores serenan la alameda

y la alameda serena a los ruiseñores,

y con la emanación

húmeda del tomillo más nocturno,

acude un enjambre de estrellas

a venerar la última espina de Cristo.

Es el lugar donde la luz

llora luz,

y la catedral de los cardos

alza su grito de silencio,

y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,

y el pueblo amurallado y muerto

asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,

no sé si como un salmo

o como una corona de piedras inciertas.

 

¿Conocéis el lugar donde van a morir

las arias de Händel?

Está aquí, en el centro del centro de Castilla,

donde por los linderos morados

se tensa, como un arco, la luz;

es un espacio en que la nada es todo

y el todo es la nada,

y en el que junio joven viene por los montes

vertiendo de su copa oro líquido.

Es un lugar en el que el espacio y el tiempo

sólo son una hoguera

que arde y que mantiene su combustión

gracias a nuestras vidas (quiero decir:

gracias a nuestras muertes).

La música que más amáis

aquí tiene su tumba.

Es la música que, a través de la respiración de las espigas,

viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.

(De Desiertos de la luz)

 

La prueba

Mira: a punto estás de penetrar en el bosque.

Vas a dejar la casa blanca de la cima,

tan plácida, tan llena de música y sosiego,

y ahí te espera el bosque impenetrable.

 

Irremediablemente deberás cruzarlo:

el bosque que desciende por ladera escabrosa,

el bosque en que no hay nadie

y el bosque en el que puede haber de todo,

el bosque de humedades venenosas,

morada de lo negro,

y de una luz que enturbia la mirada.

 

Entra en él con cuidado y sal sin prisas,

mas nunca se te ocurra abandonar la senda

que desciende y desciende y desciende.

Mira mucho hacia arriba y no te olvides

de que este tiempo nuestro va pasando

como la hoz por el trigo.

Allá arriba, en las ramas,

no hay luces que te ciegan, si es de día.

Y si fuese de noche,

la negrura más honda la siembran faros ciertos.

Todo lo que está arriba guía siempre.

 

Mira: te espera el bosque impenetrable.

Recuerda que la senda que lo cruza

–la senda como río que te lleva–,

debe ser dulce cauce y no boa untuosa

que repta y extravía en la maraña.

Que te guíe la música que dejas

–la música que es número y medida–

y que más alta música te saque

al fin, tras dura prueba, a mar de luz.

(De Los silencios de fuego)

 

Junto al muro

Vuelve tu rostro hacia el muro, cierra

los ojos y los labios: sólo escucha.

¿Es que no oyes la música que sana?

¿Está dentro de ti y no la sientes?

¿No sientes cómo arrastra y te deshace

ideas y pasiones: tus heridas?

No es ella un palpitar de sangre, no es

la música que tiembla por tus nervios,

la música que suena por las venas,

el son del corazón bajo una mano.

 

Se trata de una música que arde

sin consumirse y que por siempre embriaga;

se trata de una música que suena

para aquel que no escucha, que el habla

a quien no habla y que muy dulcemente

le abre los ojos para siempre a aquel

que los tiene cerrados a la luz

porque se abisma en busca de otra luz.

Recógete, respira, pon tus manos

y tu frente encima de la piedra

y escucha el silencio, y escúchate.

¿No vas sintiendo suavemente cómo

es música secreta la que suena

fuera de ti ¡estando tan en ti!?

 

Tu música y la música del mundo

son una sola música, pero hay

que arder para encenderla en tu interior,

que ser llama que escucha el vendaval.

Es música que enciende en plenitud

por siempre al que en su noche preserva.

está dentro de ti: si das con ella

misteriosa resuena, ignota salva,

oscura te ilumina y te transforma

mientras que tú persigues cada día

músicas que jamás serán la música,

que al seguirlas te pierdes, no las oyes

aunque creas que oyes, y no saben,

aunque crean que saben, tus palabras.

 

Vuelve tu rostro hacia el muro, cierra

los ojos y los labios: sólo escucha.

¿Es que no oyes la música que sana?

Se trata de una música que está

dormida en tu interior, mas que despierta

con el silencio y arde muy adentro.

Si la oyeras, al fin conocerías

la alegría: el goce de ser llama.

 

Oirías el sonido de la luz.

(De La ofrenda silenciosa)

Sobre El Autor

Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Escribe poesía, literatura infanto juvenil, y se dedica también a la dramaturgia. Se formó como actriz con Carlos Gandolfo, Augusto Fernándes y Pompeyo Audivert, entre otros maestros. Da clases de literatura, talleres de escritura y de teatro. Co-fundadora y Jefa de Redacción del portal Evaristo cultural, es editora del sello Evaristo Editorial. Como periodista cultural, colaboró a su vez en diversas publicaciones (Revista Crítica de la Universidad Autónoma de Puebla -México-; Agulha Revista de Cultura -Brasil-; Hablar de Poesía -Argentina-, entre otras). Se dedica también al trabajo social. En 2019 recibió la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes para su proyecto Poéticas de la percepción / Entrevistas sobre poesía. Es parte del equipo de Gestión y políticas culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.

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