Una tarde de fines de septiembre, almorzamos en un bar del barrio de San Telmo con Carlos María Domínguez Mondadori para hablar del relanzamiento en Argentina de La casa de papel, su novela más famosa, premiada y traducida, su condición de eterna extranjería y su visión del país desde su partida a principios de los ´90.
Pensé en empezar preguntándote desde cuándo te dedicábas al esoterísmo, con el Sai Baba y todo eso… Pero es un chiste que te deben de haber hecho un montón de veces
Es un problema ese. Yo esperaba que el tipo se apagara pero parece que sigue activo nomás y siempre nos confunden. Lo que pasa es que cuando él apareció yo ya tenía mi obra iniciada y mi firma, y bueno, ¡no iba a renunciar a ella!
¿Fue una sorpresa La casa de papel?
Sí claro, fue una sorpresa mayor para mí. La novela la escribí hace muchos años, inmediatamente después de Tres muescas en mi carabina, una novela publicada por Alfaguara y que ganó un premio que había organizado Uruguay en la Embajada de España en honor a Onetti. Yo estaba sin laburo, mal, me acababan de echar de un trabajo, no conseguía. Me concentré en terminar Tres muescas… y después escribí La casa de papel. Y de pronto todo eso cambió.
Estaba hundiéndome en un abismo y de pronto me encontré una maderita que flotaba, un poco a lo Buster Keaton.
La escribí sin sospechar que iba a ser uno de mis libros más exitosos, que iba a ser traducida a tantas lenguas, que iba a recorrer tantas partes del mundo. Ésta es como la quinta o sexta edición, estuvo publicada antes por Alfaguara, ganó el premio Lolita Rubial, allá en Uruguay, el Premio Especial del Jurado de los Jóvenes de Viena, Austria, y fue finalista del Athens Prize for Literature, Grecia.
Es una novela que sigue viva y se sigue reeditando acá y en muchos países del mundo, se ve que pegó en el núcleo de los lectores de una manera fuerte.
¿Sos lector compulsivo?
Ya no tanto, estoy siendo más selectivo. Sobre todo porque llega un momento en el que empezás a contar el tiempo que te falta para morir y te volvés más selectivo por naturaleza.
¿Qué te lleva a escribir La casa de papel?
Dos cosas. La frecuentación de bibliófilos allá en Montevideo, libreros, conocedores del oficio –una raza ya casi en extinción-. La experiencia de amigos y personas de cargar los libros de un lado a otro, en sucesivas mudanzas, por sucesivos países, por sucesivos gobiernos y dictaduras… El peso concreto de los libros, ese cargar con el ser amado como una seña de identidad que uno no quiere abandonar bajo ninguna circunstancia.
Pero también, yo estaba construyendo una cabaña en un bosque allá en La Paloma, cerca de donde va a parar Brauer, y tenía levantados sobre palos de eucaliptos el quincho y un entrepiso, lo estaba cerrando por la planta alta con una escalera, como si fuera un palomar, y me faltaban las paredes de abajo. Y una noche en el fogón, bromeando con mi hijo, me pongo a decir: -¡Y yo, que tengo tantos libros, podría convertirlos en ladrillos y cerrar las paredes del rancho! ¡Total, con cemento y durlock deben resistir!” Pero mi hijo me respondió: “¿Y si alguna vez necesitás alguno de los libros que quedan dentro de la pared?” “¿Por qué motivo?”, le respondí, y ahí nos pusimos a especular, y fue saliendo la historia. Tendría que ser por amor, o por algún desafío, tendría que responder a algún reclamo… Así surgió el argumento, en una conversación, en un fogón, en el medio de la nada, mientras construía una cabaña.
¡Desde luego no me atreví a semejante herejía! Pero Brauer, que debía terminar con su estilo de vida, sí se animó.
¿Cómo se imbrican vida y literatura como lector y como autor?
Como se imbrican también la sofisticación y la brutalidad en la novela, en la historia de Brauer.
El lector y el autor comparten en mi vida la misma sed, la misma curiosidad por experiencias nuevas. Yo creo que un buen libro siempre te da una buena experiencia como lector, pero esto sólo se logra si antes fue una buena experiencia para el autor. Una buena experiencia nunca sabe a dónde va a llegar de antemano, siempre es riesgosa, peligrosa, acechada por el fracaso.
Esas dos cosas se complementan en el autor y en el lector, correr una aventura nueva sin red.
¿Por qué te fuiste?
Yo me fui en el ’89, había pasado la dictadura acá, mal. Yo me había iniciado en el periodismo en la revista Crisis, en los ’70, cuando la dirigía Galeano. Para cuando llegó la dictadura me había pasado a La Opinión Cultural, pero llegó un momento en que ya no se pudo hacer periodismo en este país, me convertí en dactilógrafo, en oficinista, y durante toda la dictadura estudié en un grupo particular. Fue muy feo pasar esos años acá. Alfonsín fracasó vergonzosamente, llegó el menemismo y nosotros estábamos haciendo, con Jorge Boccanera y Vicente Muleiro, la tercera etapa de Crisis. Nos peleamos con el dueño, yo no conseguía trabajo salvo como corresponsal del semanario Brecha de Montevideo, desde Buenos Aires, y entonces me ofrecieron trabajo allá. Se venía el indulto a los militares y canté el “basta para mí”. Me fui a Montevideo, que es una ciudad que me fascinaba y me fascina, y en estos veinte años me he ido convirtiendo en un uruguayo.
Es muy buena la descripción que hacés de Montevideo en “La casa de papel”.
En Uruguay se conservan esa discreción, ese sentido del pudor, que acá se perdió y que le dan a Montevideo ciertos rasgos encantadores, que también se pagan por otro lado, con cierto atraso, con un mercado chico. Pero yo encontré un destino ahí, una manera de entender el Río de la Plata que antes no tenía, que desde Buenos Aires no se ve ni se quiere ver. Un dato curioso es que en las distintas historiografías del Río de la Plata el eje está corrido al gaucho y a la pampa. Al irme descubrí un Río de la Plata que nosotros desconocemos.
¿Por qué pensás que hay tantos autores uruguayos interesantes que no cruzan el charco?
Hay problemas de mercadeo llanos y precisos. Al convertirse las editoriales en grupos internacionales con sede en cada país como si fuesen editoriales independientes, publicando cada una en cada país a sus propios autores, pero interrumpiendo a su vez la circulación de éstos por el continente, a diferencia de lo que sucedía en la década del ’60 con editoriales como Losada, Siglo XXI, etc. La mercadotecnia del producto dictada por las grandes empresas interrumpe hoy los diálogos culturales, es como una nueva estructura colonial que han ido estableciendo. Aunque por suerte en los últimos años han comenzado a rescatar aquí la obra de algunos autores como ser Marosa Di Giorgio, Armonía Soemmers o Mario Levrero. También es cierto que en todo el continente trascienden los autores que además de escribir ficción forman parte de algún medio masivo de comunicación, es como si la presencia mediática les diese un respaldo que los otros intelectuales no tienen a pesar de la cantidad de libros que hayan publicado, en definitiva es un problema de mercadotecnia. Parece que el libro por sí mismo no pudiera abrirse camino, cuando en realidad son razones comerciales restrictivas y penosas.
En tu literatura nunca dejaste de ser profundamente argentino a pesar de ser hoy profundamente montevideano.
Nunca me hice ciudadano uruguayo aunque podría haberlo hecho. Hay una condición de extranjería allá que arrastro desde que me fui, que asumo como mi destino. Es un lugar impreciso que me permite un diálogo interior en mi obra que transcurre entre dos fronteras. La mayoría de mis libros finalmente se han construido en Uruguay, pero siempre en diálogo con la historia argentina. Me interesa ese ver desde afuera, aunque acá ya se olviden y me digan “el uruguayo” y allá me digan “el porteño”.
En tu primera novela Pozo de Vargas aparece un alto mando del ejército santiagueño que, en algún momento, sostiene que en Argentina estamos en guerra por dos ideas desde que empezamos. ¿Cambiamos o seguimos debatiéndonos entre esas dos ideas?
Yo creo que el cambio fue reactualizar esas dos ideas que se arrastran desde el nacimiento de nuestra nación hasta hoy. Han ido tomando distintas formas pero reactualizándose. A mí me parece que no hay modo de comprender el peronismo sino es en relación a esa conflictividad de un país que constitucionalmente se erige como federación pero que en los hechos ejerce un centralismo fuerte. Si uno compara la realidad de la clase media porteña con la de los campesinos jujeños o tucumanos o salteños, ve mundos completamente divorciados pero que confluyen económicamente en una integración más fuerte que entonces, pero que no obstante arrastra esa conflictividad muchas veces en deterioro de la legitimidad de las instituciones. Estamos pendientes siempre de liderazgos fuertes, siempre dependemos de personalidades y no de instituciones.
¿Cómo ves esta reiteración de un peronismo fragmentado en gobiernos y oposiciones?
Parece eterno. El peronismo es de una complejidad casi inentendible. A esta altura el peronismo es constitutivo de nuestra idea de nación, de nuestra idea de país, en desmedro de una ideología integradora. Mirá la diferencia entre el ejercicio del poder de la era menemista y desde el kirchnerismo.
¿Cuál es tu visión de los gobiernos de Néstor y Cristina?
Me parece que han dado pasos importantísimos y que son innegables. Tanto en el área de derechos humanos como el freno que pusieron a la voracidad depredadora de los poderosos de turno. Es un impulso democratizador que de alguna manera sacó al peronismo de esa farandulización en que lo había sumergido el menemismo aunque todavía arrastra en la oposición una herencia lamentable. Todo eso complejiza mucho el panorama.
¿Cómo fue retomar tu narrativa desde Uruguay?
Fue interesante porque cuando yo me fui para allá empecé a recuperar ciertos espacios mentales que, en Argentina, sentía que estaban obturados. Como que en Buenos Aires me sentía obligado a contestarle a la Argentina sobre determinados temas, y de hacerlo de una manera exaltada porque la Argentina es particularmente sorda a ciertos registros, pero cuando me fui, esa condición de extranjería de la que ya hablamos, me permitió comenzar a recuperar lentamente la imaginación y el humor que acá parecían negárseme. Yo creo que la distancia me enriqueció y además, la posibilidad de comprobar aquello que decía Borges sobre Montevideo, que es una falsa puerta en el tiempo. La posibilidad de ir, con ojos de extranjero, a una ciudad que tiene el pasado tan cerca que te pareciera poder tocarlo con la mano, una ciudad en la que comencé a encontrar una cantidad de historias y de personajes muy vivos y muy interesantes, reavivó mi ser literario. Personajes como Ramón Báez, un vecino del cerro de Montevideo que cría orquídeas y le cambia genéticamente la información a las plantas creando árboles de enredaderas, etc. Luthiers, guardaespaldas del Che Guevara, un obrero portuario que nadó con Tarzán en las aguas del Paraná (cuando Perón trajo a Johnny Weissmuller a entrenar nadadores en un club pituco de Rosario en los años ’50). Uruguay me llenó de personajes y de lugares que son literatura pura.
Carlos María Domínguez (1955) es argentino, y desde 1989 reside en Montevideo, Uruguay. Escritor y periodista, ha publicado las novelas Pozo de Vargas, Bicicletas negras, La mujer hablada (premio Bartolomé Hidalgo), Tres muescas en mi carabina (premio Juan Carlos Onetti) y La costa ciega (Mondadori, 2009). Es autor del libro de cuentos Mares baldíos, y de las biografías Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti, El bastardo. La vida de Roberto de las Carreras, y Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura, así como de varios libros de investigación y viajes, entre los que se destacan El norte profundo, Las puertas de la tierra y Escritos en el agua (Premio Nacional del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay). La Casa de Papel mereció el premio de la Fundación Lolita Rubial, el Premio Especial del Jurado de los Jóvenes Lectores de Viena, Austria, y fue finalista del Athens Prize for Literature, Grecia. Ha sido traducida a más de veinte idiomas y lleva vendidos más de 150 mil ejemplares.