Zenda Liendivit analiza en El cine: Experiencia y percepción, el fenómeno por el cual el cine es, de alguna forma, la falla de un sistema al que alimenta y disuelve al mismo tiempo. Hay algo que pasa entre la butaca y la pantalla, en medio de la sala oscura, que lo remite a la magia, al sueño, a la pesadilla, a la infancia, a un ritual que difícilmente resulta atrapable en críticas o comentarios. Al fin y al cabo, lo que hace el cine es garantizar que ese acto, como toda liturgia, no cese jamás. Y se reactualice en cada nueva función.

El cuerpo de una mujer cuelga suspendido de una cuerda en el centro de la sala. Otra mujer yace en el suelo a unos pocos metros de distancia. Un perfil de hierro se le incrusta en el estómago y en el pecho; un trozo de vidrio, en el medio del rostro. La profusión de figuras geométricas y el rojo intenso de paredes y pisos parecen confabular­se con la sangre que brota a borbotones de los dos cuerpos destrozados. Tan fragmentados como el techo de vidrio que la primera víctima arrastró en su caída. En esta escena de Suspiria está, quizás, resumida la filmografía de Darío Argento: el caos de la violencia y de la muerte que irrumpe en for­ma grandilocuente en un espacio del que a la vez forma parte, cargado con los símbolos de nuestra cultura. Y lo hace trizas.

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LOS NUEVOS RELATOS

Ante la sorpresiva reaparición de Freddy Krueger en La Nueva Pesadilla[1], el mismo Wes Graven le dice a la renuente Heather Langenkamp (la histórica «Nancy» de las Pesadillas), que el monstruo de uñas acuchilladas retornó porque él había dejado de filmar la popular saga. Mientras que el mal, que es anterior al hombre, que no tiene historia y que tampoco tiene fin, estuviera inserto en una ficción, habría posibilidades de controlarlo. Pero al haberse interrumpido el relato, volvía para reinar indiscriminadamente sobre el mundo. En conclusión: es preciso seguir filmando. Esta es básicamente la idea de la última película de la serie Pesadilla, un cruce entre realidad y ficción que el personaje-director Craven lo resuelve más o menos a manera de En busca del tiempo perdido: la pelí­cula termina siendo la búsqueda de ella misma.

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El problema, sin embargo, persiste. Hay que seguir contando historias de horror y de muerte. Pero ¿cómo hacer cine de terror en pleno siglo XXI? En el ensayo de Carlos Losilla Un terror pos­modernista, queda claro que para varios directores contemporáneos (John Carpenter, Sam Raimi, Wes Craven, Brian De Palma, entre otros) los códigos que funcionaron en épocas anteriores ya están ca­ducos; que el género clásico de terror ha encontra­do sus límites y que, ante la imposibilidad de ir más allá, cada uno ha elaborado diversas estrate­gias. Como resultado, surge un cine de terror que se piensa a sí mismo, que se torna autoreferencial, que incluye al espectador y que, a través de los mecanismos de destrucción, vaciamiento y parodia del género, ha abierto un espacio de reflexión acer­ca de la realidad del hombre moderno. Es induda­ble que las clásicas arquitecturas del terror han envejecido. Los grandes castillos ubicados en la re­mota Transilvania están listos para el remate; las casas encantadas enfrentan la dura tarea de sobre­vivir a poderosos y menos trillados adversarios. Y en los viejos cementerios ahora se divierten alegres jóvenes, frescas carnadas para el cuchillo impiado­so de algún engendro que no muere nunca, ya sea un viernes 13 o durante las ya interminables no­ches de brujas. Sin olvidar a los asesinos psicópa­tas que brotaron como hongos envenenados en ésta última época y que, en algunos casos, se dan el lujo de rotar tras graciosas máscaras, como acontece en la excelente saga de Scream.

LA ARQUITECTURA DEL TERROR

Así como en las Pesadillas de Craven la substancia del mal está ligada a los sueños, en Darío Argento cada espacio construido participa y es­tructura, a fuerza de excesos, el horror en el que sucumbirán los personajes. Hay algo de mítico en esta concepción espacial. Las arquitecturas viven, respiran, y, sobre todo, se hallan poseídas de un vitalismo semejante al que los pueblos arcaicos conferían a sus espacios. Las culturas primitivas estaban estructuradas por un cosmos (cielo, tierra, ríos, valles, montañas) que, a través de caprichos, maldades y cambios de humor, narraba el origen y la historia del pueblo. En Argento, los movimien­tos espaciales relatan también, de alguna manera, la historia de una cultura que habiéndose fundado en el horror ahora sufre la rebelión de sus cimien­tos y las consecuencias posteriores. Con frecuencia en sus filmes hay planos de ubicación; hay también construcciones con intrincados recorridos secretos. Siempre anida en ellos algo diabólico, esperando ver la luz del sol. Precisamente, un plano trazado con los sentidos lleva a Susy Banyon, la alumna del Instituto de danzas de Suspiria, hasta el recinto secreto de la corte de hechiceras comandada por Helena Markos. Y son los suspiros que irradian las paredes y que la chica escucha por las noches los que anticipan esta unión indisoluble entre arquitec­tura y horror (así también, las cloacas infestadas de maternales ratas que constituyen los cimientos de La Opera de París; los subsuelos de la ampulosa catedral en £7 engendro del diablo, que albergan las tumbas de herejes poseídos por el demonio; y el profundo y diabólico pozo de la tranquila casa de campo de La Secta, participan de esta comunión). Pero si nos alejamos un poco del concepto de espa­cio como sitio construido arquitectónicamente y lo llevamos a uno más general, también encontrare­mos el mismo esquema. En El Síndrome de Stend­hal, las pinturas del Palacio Vecchio, nada menos que en la cultísima Florencia, introducen a la agen­te de policía Auna Manni en un horror cuyas ondas expansivas terminarán por apoderarse de su mente, convirtiéndola, como su presa, en una asesina se­rial. Y es en Tenebrae donde el mal se asienta, esta vez, en el espacio de la escritura, dejando un tendal de cuerpos acuchillados según el mandato del best seller «Tinieblas» (algo de esto también está en En la boca del miedo, de John Carpenter, aunque en un registro sobrenatural)

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Esta limitación física del nacimiento del horror, esta consustanciación fundamental con el medio construido se presenta como un elemento que contrapesa el carácter hegemónico del mal. Lo maldito, aunque irrefrenable, está acotado, se gene­ra en algún punto de coordenadas específicas. A la vez, marca su unión indestructible con aquellas construcciones a las que sirve de fundamento y que son valoradas por la cultura: la catedral, la Opera, el cine, el instituto de enseñanza, la casa de depar­tamentos, las obras de arte, el libro. Las condicio­nes de salvación estarían entonces supeditadas a la destrucción de dichos lugares. Supeditada, aunque no garantizada. La sonrisa de Susy Banyon sobre el final de Suspiria plantea serias dudas sobre la efectividad del incendio destructor que arrasa con la cueva de las brujas. La mirada que lanza la en­tonces niña Asia Argento sobre los escombros de la catedral, en El engendro del diablo, tampoco resulta muy tranquilizadora.

LA CONTRACONSTRUCCIÓN

En el cine de Argento el guión ocupa un lu­gar secundario, predominan lo onírico y lo sobre­natural en lo mejor de su filmografía. La debilidad, hasta la incoherencia en algunos casos, de los diá­logos no estaría haciendo otra cosa que empujar al espectador a abandonar el amparo de la lógica y a ingresar dentro de esa trama arquitectónica, cuyos ejes desconocidos se nos irán develando a fuerza de mutilaciones y muerte. Pero la destrucción final con la que suelen quedar sepultados los edificios empieza, en realidad, cuando los personajes inician la deconstrucción del mal que yace en sus entrañas. La alumna de Suspiria, el antropólogo de El en­gendro, la maestra de La secta, no se detendrán hasta dar con las fundaciones de esa esencia maldi­ta, aún a costa de repartirla por el resto del mundo. Ya no se trata tan sólo de una salvación personal, como ocurre en Demonios. Se trata de demoler esa estructura que está, al fin y al cabo, podrida en sus entrañas. Y como estos personajes son partes inse­parables de los escenarios donde se mueven, se trataría de un caso de autodestrucción. A! ingresar en la trama, ingresan en su arquitectura, y pasan a formar parte de ella de manera irreversible. Es por ello que la atmósfera que los rodea está siempre enrarecida, como si el peligro estuviera siempre al acecho y los acompañara a sol y a sombra: temi­bles resultan esas alcantarillas desbordadas por el agua de lluvia, en los primeros minutos de Suspi­ria; fatal es la plaza seca y desierta donde el pianis­ta ciego es asesinado por su perro, en la misma película; inquietante es esa otra plaza donde el pe­riodista habla con su joven amigo y desde la que presencia el asesinato de la médium, en Rojo pro­fundo; mortal es la caminata de la camarera por las calles arboladas, donde un perro violento la condu­ce a la muerte, en Tenebrae.

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Con su accionar —el genero policial apoita el mecanismo: huellas, pistas, rastros— estos per­sonajes van dibujando los planos de una contra construcción. Contra construcción, porque no habrá ejes ni unidad, sólo fragmentos. Cada cuello degollado, cada cuerpo apuñalado, cada cabeza que rueda en primer plano, cada miembro mutilado, está anticipando la explosión definitiva. Y si las imágenes participan de este «festival de visceras y sangre», como afirma Mosilla, si las muertes son por demás escabrosas, algunas rozando la parodia, es justamente para acentuar por exceso esta idea de la imposible restauración del orden demolido. Pre­cisamente este exceso, de sangre, de visceras, de colores fuertes, de ornamentos, y el énfasis de la cámara por captar el detalle macabro, generan en el cine de Argento un movimiento espacial que insin­úa un más allá de lo mostrado y que con frecuencia es leído como un gesto barroco. Pero si el claroscu­ro, el tratamiento de la luz, la obsesión por el deta­lle imperceptible, los pliegues, las ondulaciones y las líneas fugadas al infinito prefiguraban en las obras del siglo XVII la presencia divina, aquí en cambio sugieren exactamente lo opuesto. Si el género de terror no puede ir más allá, si la cultura occidental se ha encontrado con sus monstruos, si los edificios se están viniendo abajo, pareciera que Darío Argento nos instala en esos fragmentos que se mueven hacia el próximo crimen, hacia la próxi­ma víctima, sin trascendencia ni redención posible. Nos instala en el horror probablemente para evitar toparnos con la nada.

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Zenda Liendivit

 

[1] Wes Craven´s New Nightmare, 1994