En el año 1964, Luis Harss emprendió un viaje por Francia, Italia, México y por todo el continente americano con el fin de trazar el retrato literario y psicológico de quienes consideraba los diez autores latinoamericanos más representativos del momento. Borges, Asturias, Guimarães Rosa, Onetti, Cortázar, Rulfo, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa «posaron de buena gana». El resultado de esta aventura honesta y desinteresada fue que, sin proponérselo ni adivinar lo atinado de su predicción, Harss creó el canon y la carta de navegación de un fenómeno aún incipiente que más tarde se llamaría Boom.
«La década del sesenta puede muy bien ser un momento decisivo. Nuestra novela está todavía a prueba. Es demasiado pronto para saber si las pocas figuras realmente notables que asoman en las penumbras son una casualidad o una promesa. Pero si la diferencia entre un accidente y una tradición está en el encadenamiento del esfuerzo común, el futuro se ve propicio. Hoy por primera vez nuestros novelistas pueden aprender los unos de los otros. Cada cual hace su camino propio, pero forma parte de un mismo universo de la imaginación. Hay acumulación y el comienzo de una continuidad. En este sentido podemos hablar del verdadero nacimiento de una novela latinoamericana.» Decía Luis Harss en 1966, hoy, cuarenta y ocho años después editorial Alfaguara pone una vez más el mítico texto al alcance de los lectores argentinos.
Palabras a la nueva edición de Los Nuestros
Me da miedo mirar atrás. Los nuestros tiene casi medio siglo. Es mucho tiempo para un libro de modestas ambiciones: juntar unos retratos de autores basados en entrevistas. Me habría gustado cambiar muchas cosas para esta edición, pero me di cuenta que Los nuestros es una reliquia de época, venerable a pesar mío y de sus defectos, y exceptuando unos cortes y algunas correcciones de estilo he dejado todo como estaba.
Me pregunto por qué el libro se leyó tanto. En los quince años entre 1966 y 1981 hubo nueve tiradas, sin contar alguna edición pirata. (Después no sé qué pasó, cuando el libro ya no se conseguía en librerías, la gente lo robaba de las bibliotecas.) Es cierto, fue oportuno. Aunque la «nueva novela» ya tenía sus exégetas, a nadie se le había ocurrido reunir a estos personajes dispersos en una galería de retratos «en vivo» que les pusiera cara y cuerpo para el lector. Se hablaba de una mafia de autores jóvenes. En realidad, una diáspora. Y no todos jóvenes. Eran de todo el continente. Algunos, expatriados. Pero se habían descubierto y reconocido entre ellos. Faltaba presentarlos iluminados como para distinguirlos de la literatura tradicional. En cierto modo, inventarlos, porque toda selección es arbitraria. Yo tuve la suerte de poder hacerlo. Y con un aplomo que no tendría hoy. Pienso con remordimiento en cuántos quedaron afuera por mi ignorancia o por prejuicios del momento, o simplemente por limitaciones de espacio. Paco Porrúa, el editor, decía que las omisiones eran tan escandalosas que el libro tendría éxito. Pero los que están. Entonces parecían los únicos, o los mejores, o los que nos tocaban más de cerca. Y sin duda son representativos. Los nuestros, sin querer, por su iniciativa, estableció una pequeña constelación. Cortázar habría dicho: una figura.
Creo que lo que tenían en común todos estos autores, y que los hacía tan atractivos —aparte de su calidad literaria—, era la libertad interior con que manejaban las palabras para decir las cosas. Es el tema constante de Los nuestros: la realidad pensada y hablada de otro modo. Hacía falta en nuestra sociedad encorsetada: repensar y reinventar todo. Y no con polémicas como antes, sino moviendo las piezas por dentro. Era una postura vital con la que el lector podía identificarse. Gula uno a su manera, estos escritores —salidos del ambiente de represión y censura, del exilio y de la indiferencia, de las tiranías de izquierda y de derecha, destructoras de la cultura, y de la burocracia mental instalada por el aparato de la retórica oficial— decían: hay otra cosa, otras voces, hablemos como se piensa y se vive, o como hablamos en sueños, donde nos reconocemos distintos, o en la intimidad, cuando nos atrevemos a decir la verdad. Esa liberación interior fue, en sí, revolucionaria. Le cambió la vida a mucha gente. Y el escritor encarnaba esa posibilidad. El lector «cómplice» se buscó y se encontró en él, entendió que hablar distinto era imaginar y quizá alcanzar otra forma de ser y de vivir. En el año 66, los éxitos de venta de las librerías de Buenos Aires, por ejemplo, eran todos novelas de autores latinoamericanos. Los nuestros se benefició de esa coincidencia. El escritor, por un momento, fue un héroe cultural.
Enseguida vinieron los años negros, los setenta, cuando gran parte del continente sufría y moría bajo las dictaduras que «restablecieron el orden»: la historia oficial, o el silencio. Y allí, en algunos casos, «los nuestros» iluminaron todavía con una pequeña luz, como una vela en un calabozo. Un lector argentino que conoció el libro en esos años me contó que le había abierto una ventana de esperanza saber que existía ese otro mundo donde algunos seguían ejerciendo la soberana libertad de decir lo que querían, inventando las formas de hacerlo, sin respeto institucional ni la censura interna y la irrealidad que impone el miedo. «Afuera —me dijo este lector—, varios habían escrito en algún momento, en nuestras latitudes no era todo silencio de hospital o de cementerio».
Termino con una voz que no pude recoger en el libro. Cabrera Infante, un expatriado (de Cuba castrista) que vivía más que nadie metido en las palabras, pedía que si lo incluían en algo, que fuera entre los excluidos. Mirándose en su retrato un día, preguntándose quién era, se reconoció «solitario, vulnerable como ante el paredón y a la vez absolutamente libre». Lo tengo por escrito. Y es lo que no hay que olvidar.