No son fábulas pero dejan buenas lecciones. Historias verdaderamente disparatadas, con elementos incoherentes, pero sentidos amables, ingenuos, próximos para los chicos, simpáticos para el adulto que se los lea. Las metáforas e imágenes que evocan los libros de Fabián Sevilla son bellas, divertidas y nos permiten vivir fantasías infantiles, de gran vuelo. Un autor que nos invita a soñar con realidades maravillosas, macanas poéticas que lejos de subestimar a los niños, los estimula a soñar y viajar con la imaginación. Caníbales, astronautas, monstruos fabulosos y magos con Alzheimer. Personajes disparatados desde sus nombres, pero cargados de una creatividad indómita.

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¿Cómo fue que empezaste a escribir cuentos para chicos?

Originalmente soy un bicho teatral. Estrené mi primera obra, una versión de El Mago de Oz, en coautoría con mi hermano gemelo Ariel cuando teníamos 17 años y ya no pude escapar del mundo del teatro. Eso definió mi carrera, pues buscando una profesión asociada a la escritura estudié Comunicación Social en la UNCuyo, donde aprendí cualquier cantidad de teoría menos a escribir. Cuando me dediqué al periodismo para niños, comencé a leer a los referentes argentinos de eso que llaman LIJ y me dije “yo quiero hacer lo que hacen ellos”. Así arranqué con cuentos que se publicaron en revistas y luego salté a la novela. Tanto mis cuentos, obras breves y novelas se publicaron como libros a partir de 2007 en editoriales de Capital Federal y luego, de otros países.

¿Cuál es tu formación?

Como lector, la rebeldía. En casa, mis viejos trabajaban de sol a sol y no había tiempo para que me leyeran, por ende empecé a leer solo lo que pescaba. Igualmente a ellos les agradezco el que, aun siendo chico en plena época de la dictadura, jamás me dijeran “esto no lo podés leer”. Como escritor, mi escuela fue el periodismo, que me dio herramientas para narrar con síntesis y sin dispersarme; y también la lectura: creo que es Iris Rivera quien dice que “uno siempre escribe con una biblioteca sobre la espalda” y estoy totalmente de acuerdo con eso. Pero también tuve la suerte de encontrarme con editores, más bien editoras, que me fueron enseñando mucho, y hasta hoy lo hacen, a medida que trabajábamos en un original para publicar.

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¿De dónde sacás las historias? ¿Cómo te inspirás?

En todos lados hay un hilacha que te lleva a una historia: un chiste que te cuentan, una noticia que leés en el diario, algo que te pasa cuando vas al súper… Pero como herramienta creativa, parto de preguntas simples como “que pasaría si…” y me voy dando las respuestas. A veces esas respuestas terminan siendo cuentos, obras de teatro o novelas; otras veces, quedan en el basurero. Lo que más me inspira es leer, en especial ciertos autores consagrados me dejan la cabeza bailando un malambo de ideas. Aunque cuando un libro me gusta, así sea de alguien desconocido, me despierta la chispa para crear. Es como que me contagia a seguir creando… En ese sentido, estoy convencido de que los libros muerden como cocodrilos o pican como arañas.

¿Cómo Imaginás a tu público lector?

Me imagino a un chico o chica, o un grandulón, a quien le pasa “algo” cuando lee lo que para mí puede interesarle, entretenerlo, hacerlo imaginar. Ese “algo” es impredecible y está fuera del dominio del autor, porque creo que hay tantas lecturas de un mismo relato como lectores existen, y tantas lecturas como un lector puede hacer de un mismo relato a lo largo de su vida.

Buena parte de tu producción pertenece al género fantástico, ámbito destacado en nuestra literatura. ¿Cómo ves el devenir del género, tanto para chicos como para adultos, en el panorama narrativo argentino contemporáneo?

Pienso que este subgénero tiene un puesto de honor en nuestra literatura, pero últimamente al relato fantástico maravilloso se ha sumado con mucha fuerza el de terror que, por suerte, se lee en las escuelas donde hasta hace poco estaba prohibido leer ese tipo de narraciones. A la vez, noto que está ganando lectores más expertos: hoy los adolescentes y adultos leen lo que se llama “alta fantasía”. Eso incluye al llamado “fantasy” y las “diptopías o eutopías”, que tiene muchos y muy buenos exponentes en la literatura argentina. Pero también hay ejemplos foráneos, como lo es Neil Gaiman, que escribe historias densas en mundos maravillosos habitados por personajes que parecen escapados de los cuentos tradicionales pero buscan lectores adultos.

¿Cómo abordás el terror para los más pequeños? ¿Hasta dónde te sentís libre de llegar y cuáles son los recortes recurrentes que tenés que hacer?

¡Me encanta imaginar que un chico o una chica se va a asustar por “culpa” de una historia que escribí! No soy cínico, eh, porque ese susto tiene que divertirlos. Creo que todos compartimos los mismos miedos, pero según la edad se corporizan en diferentes situaciones o personajes. Me imagino qué puede asustar y entretener a un chico o una chica, y ese es mi límite: generar miedos de “mentira”, no traumar a nadie. Por eso recurro mucho al humor negro, para hacer más digerible lo que causa miedo en los lectores. A propósito, me encanta la literatura de terror pero no porque me asusta sino porque me divierte un montonazo…

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¿Cómo se maneja el clima y la atmósfera en las narraciones infantiles? ¿Qué importancia le das estos elementos en tu narrativa?

Cada relato te demanda un clima o atmósfera diferente. Si es humorístico, apuesto al disparate o nonsense, lo exagerado, lo imposible, los personajes inesperados como recursos para que se cree el pacto ficcional. En cambio en los cuentos de terror, para mi es clave la descripción del ambiente, lo que el hecho sobrenatural genera en los personajes, el modo de entramar una historia, saber qué callarme y cuando revelarlo…. En general, un escritor busca generar una micropoética que atraiga al lector y también una historia sin fisuras para que se vuelva verosímil, aunque esté contando el romance entre una bruja y un ogro o las peripecias de una familia que cambia la mesa del comedor por una de pingpong.

Como narrador, ¿cómo abordás en tu obra el trinomio “lenguaje, trama, argumento”?

Ya sea como escritor o como lector considero que el mejor relato, sea cuento o novela, es aquel que tiene un buen argumento y personajes que logran empatía con el lector porque les gusten o porque les parezcan repelentes (¿Quién no adora a Agatha Trunchbull de “Matilda” o al Gollum de “El señor de los anillos”?). Yo siempre comienzo a laburar creando una historia que, a mi criterio, pueda gustar y que no tenga fisuras y resulte creíble. Entonces me meto a pensar cómo la voy a narrar: para mi es fundamental encontrarle la forma. Eso me ha permitido experimentar de modo que haya un narrador colectivo, como hice en “El viernes que llovió un circo” y renarrar historias clásicas desde una primera persona o refocalizadas para que el narrador sea un personaje que inicialmente era el antagonista. En ese sentido, Albatros publicó una colección llamada Cuentos clásicos indiscretos con novelas en las que me di el gusto de que el Lobo Feroz, Pulgarcito o el Gato con Botas nos contaran su versión del cuento que nos vienen contando.

Se considera que en los cuentos de hadas tradicionales, la fantasía estaba al servicio de un entrenamiento práctico para enfrentar ciertas crueldades del mundo adulto. ¿Cómo se transformaron estas estructuras en el panorama infantojuvenil contemporáneo siendo que habitamos un imaginario civilizado de “seguridad”.

Considero que si un libro no jode o molesta, se queda a mitad de camino; y con orgullo digo que la LIJ argentina siempre buscó sacudir estructuras o cuestionar categorías. Para mi cada lector “absorbe” lo que lee de un modo único y particular, por eso me dan repelús las moralejas o los llamados “cuentos con mensajes”. Cada lector es responsable de lo que quiere o cree leer más allá de las palabras y muchas veces, en ese proceso tramita muchos aspectos de emocionales o psicológicos que quizás tenía sin resolver. Por ejemplo, los cuentos o novelas de terror hacen que los chicos reflexionen sobre qué les causa miedo y puedan enfrentarlo o planteárselos a los adultos para que los ayuden en ese proceso. Pero ojo al piojo, si un autor se sienta a escribir pensando en cumplir ese objetivo creo que se equivoca… La literatura no sirve para nada, pero sirve para muchas cosas y cada lector es quien elige para qué le sirve o no.

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¿Qué te gustaba leer de pequeño? ¿Tomás algo de esos materiales -estilos, imágenes- a la hora de escribir?

Tuve la suerte de leer las versiones pre Disney o pre masticadas de los cuentos clásicos porque en casa estaba la célebre colección “Tesoro de la Juventud” en su edición de 1938. (¡Todavía la tengo!) Eso me formó como lector y hasta hoy releo cuentos como Rapunzel, Piel de Asno o Caperucita Roja y me fascinan. Muchas veces en esos relatos uno encuentra soluciones a problemas que se plantean al momento de definir situaciones o crear personajes. Cortázar decía algo como que el cuento era la puerta de entrada a la Literatura, yo humildemente le afano algo de esa sentencia y digo que el cuento clásico es la escuela del escritor… y por supuesto, la del lector.

¿Quienes son tus referentes?

Ufff, tendría que llenar mil páginas: todos los autores que he leído me han dejado algo. Pero si tengo que nombrar algunos, en eso que denominan LIJ me la juego por nuestros Javier Villafañe (capo entre los capos), Ema Wolf (genia total) y Adela Basch (una usina de humor desafiante, además del ser más generoso sobre la faz de la tierra); el italiano Gianni Rodari; el inglés Doald Dahl; la alemana Cornelia Funke. En cuanto a eso que llaman literatura adulta, Jorge Amado y Gabriel García Márquez me volaron la cabeza cuando era más joven.

¿Qué te gusta leer?

Principalmente me encanta la narrativa fantástica maravillosa (¡No hay nada como una historia con brujas o dragones!) y la humorística (los invito a leer “Hay que enseñarle a tejer al gato”, de Ema Wolf). Me gusta el policial clásico (el cordobés Raúl Aguirre y Andrea Ferraris son maestros en esos terrenos) y dejo para lo último la novela realista (cuando leo este tipo de relatos busco más una trama atractiva que una buena historia, como por ejemplo “Zoom”, de Ferraris). Pero también disfruto mucho de los libros álbumes y los llamados “libro objeto”. ¡Hay cosas admirables! y siempre me pregunto “¿Cómo puede ocurrírseles esto?” o digo “¡Gracias a quien sea porque se les ocurrió esto!”. Eso es lo bueno de eso que llaman LIJ: cada vez el límite se corre más lejos y la vara se eleva, eleva, eleva… para fortuna de los lectores, ¿no?

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