—No jodas. La orden es que cada uno haga su trabajo-, oíste vociferar desde la pieza.
No te bastó, querías ver. Apoyaste las manos en el piso y te incorporaste con dificultad. No te animaste a juntar las piernas. La última picaneada allí abajo aún dolía.
Te acercaste a la puerta y, a través de la cerradura, espiaste al pasillo. Una espalda color verde oliva te hizo imaginar que era él. El Otro lo llamaba «el lungo», pero siempre sería Elvis para vos.
Aquel jueves era noche de bailanta. Cuando lo ví me gustaron sus ojos verdes. Tocaron un chamamé. Me le paseé, siguiendo el ritmo con mis caderas.
Él se acercó y me tomó de la cintura. -Me dicen Elvis-, dijo, y me llevó al centro de la pista, debajo del globo con reflejos.
Nuestros ojos se encontraron, bailamos, hablamos y el tiempo se evaporó. Cuando las luces se apagaban, eramos novios. Dijo que no quería que me fuera sin él. Esa noche supe que Elvis era mi primer amor.
Los días siguientes me desentendí del compromiso con la célula. Las pulsiones que se encendieron con Elvis consiguieron relegar a mi tarea de “chasqui” de la Orga.
Elvis resultaba un refugio mucho más seguro que los compañeros y, sin duda, que el propio Movimiento ¡Que completa me sentía cuando él me poseía! Elvis era sólo mío.
Paró un Falcon verde en la puerta de casa. Elvis se bajó y me…
-¡Basta, Elvis! ¿Por qué no te vas de mi cabeza?
Volviste a mirar por la cerradura. Viste como aquella espalda verde oliva daba media vuelta y caminaba, resuelta, hacia tu calabozo. Retrocediste hasta el catre al oír el rechinar de la cerradura y abrirse la puerta. Entró una camisa de fajina, pero no llevaba la cara de Elvis.
El Otro cerró la puerta tras de sí.
Su mirada transmitía un amargo reproche al prójimo y la insatisfacción de reconocerse miserable, sin redención posible.
Inundó al calabozo con un hedor que se correspondía con su calaña. Se acercó y te voló una cachetada que te sentó. Luego, tras abrirse la bragueta, exhibió su miembro y lo refregó en tu boca. Te ahogaron las arcadas.
—¿Así que fuiste la mina del Lungo? —te dijo —No es pavo el Lungo. Te hicimos mierda y, sin embargo, me calentás como el dia que te trajo. ¡Chupalo, turra! ¡Te voy a bautizar con leche, carajo!
Le escupiste en la cara, y en ese instante escuchaste el tiro.
El cuerpo del hombre cayó sobre el tuyo, desparramando sangre y una materia viscosa. No podían ser otra cosa que sus sesos. Elvis, en la puerta, empuñaba un revólver humeante.
Se te acercó, dejó el arma sobre el camastro, e intentó abrazarte.
—Vámonos —te dijo.
Logró incorporarte, desplazando hacia el piso el cuerpo del hombre que acababa de balear a quemarropa.
En tu cabeza, antagónicas, se mezclaban dos imágenes: Elvis, tu amante en las noches de pasión, y Elvis milico y buchón, picaneándote cuando te interrogaba.
—Sos bueno en las dos cosas —pensaste.
El sonido del segundo disparo te estremeció.
Herido o muerto, Elvis caía a tus pies en cámara lenta. Entre asombrados e incrédulos, aquellos ojos verdes te miraban. No pudo.