Isidoro Blaistein fue uno de los más grandes escritores argentinos; detrás de un barniz de humor exquisito e irónico, en cada uno de sus textos se manifiesta una penetración psicológica que, cuanto menos, resulta infrecuente. Uno de sus cuentos más celebrados, memorables y antologizados se titula “El tío Facundo”. Su protagonista es un bon vivant voluntariamente exiliado que retorna a su país y al seno de su familia, una familia tipo, inclinada al tedio y a la repetición del lugar común, conformada por su hermana, su cuñado y los dos hijos de ambos. Aquello que precipita el tío Facundo en la familia, al modo de un catalizador corrosivo, es una hecatombe: aficiona a su cuñado al póker y a la vida nocturna, empuja a su hermana al adulterio jocundo y exento de culpas, estimula en su sobrino una vida de audacia y aventura. El tío Facundo acaba por resultar intolerable: allí donde se comía el cotidiano plato del hastío los obligó a saborear el riesgo, en el lugar de la languidez sentó las bases del estremecimiento; el final del tío Facundo es, parafraseando al tango, “un pálido final”. Una analogía fílmica del cuento de Blaistein es Teorema, del malogrado y brillante Pasolini; allí también se intenta responder a una pregunta inquietante: ¿qué ocurre cuando llega alguien para, deliberada o involuntariamente, cambiar todo? Sin intención de adelantar el núcleo de la trama –uno de los más penosos errores en los que puede recaer una crítica-, es difícil no rememorar el cuento de Blaistein y la película de Pasolini después de ver El ciudadano ilustre.
Un escritor exiliado voluntariamente desde hace décadas, Daniel Mantovani –más cómodo en el apartamiento que en la compañía y haciendo gala de una humildad que tiene más de pátina que de genuino sentimiento-, gana el Premio Nobel de Literatura y decide –al contrario del ejemplo histórico de Sartre, que lo rechazó de plano- recibirlo en rebeldía echando mano de un discurso que parangona el premio con la muerte o, lo que es aproximadamente lo mismo, la aceptación masiva y sin fisuras: si una de las funciones naturales de un artista es incomodar, la concesión de un premio semejante lo convierte en un depredador al que le han limado las garras, vale decir, un animal doméstico e inofensivo. A partir del premio, Mantovani recibe y rechaza una catarata de invitaciones que tienden a convertirlo en una estatua en vida; curiosamente, hace una excepción, la más inesperada: acepta el convite de su pueblo natal, Salas, que le propone concederle un reconocimiento a todas luces pedestre y menor: ser ciudadano ilustre. Salas es la encarnación de un pueblo chico, igual a tantos pueblos que se extienden a lo largo de la llanura bonaerense: un sitio donde todo pequeño odio tiene su asiento y cada malevolencia hace su habitación. Un resignado reconocimiento de Mantovani resulta central para entender el derrotero de su itinerario: ha elegido el exilio sin término para huir de Salas, pero su universo narrativo y sus personajes jamás han podido escapar de ese confinamiento; todos sus cuentos y novelas transcurren en Salas, que más que un espacio geográfico, pues, se erige como un destino existencial. Aquello que Mantovani encuentra en Salas, después de tantos años de ausencia, es envidia, memorias adulteradas, fastos vacíos, pinceladas de inequívoco grotesco, pintoresquismo tan burdo como inofensivo; pero fundamentalmente encuentra lo mismo que encuentra don Francisco Narciso de Laprida en el inolvidable “Poema conjetural”, de Borges: su destino sudamericano. Este Mantovani de más de sesenta años que regresa a Salas, consagrado y en plena sequía productiva (reconoce que hace largos cinco años que no escribe), se revelará como un hombre de compleja personalidad que, desde el punto de vista psicoanalítico, es un ejemplo de manual que encarna a la perfección el célebre dictum freudiano: “Los que fracasan al triunfar.” Freud, precisamente, va a atribuir este tipo de dificultad psíquica a una trama edípica donde el triunfo, inconscientemente, es vencer al Padre, cuestión que deja al presunto triunfador insatisfecho y lleno de culpa, por lo cual el triunfo se convierte en una derrota. De ese modo se puede entender a cabalidad el modo de Mantovani de recibir el premio consagratorio del Nobel: es un castigo por una culpa, y este castigo consiste en anularse como escritor, en dejar de hacer aquello que lo condujo a un ilusorio triunfo.
Las actuaciones de Dady Brieva (perfectamente logrado su personaje de psicópata simpático y harto peligroso), Andrea Frigerio y, en especial, Manuel Vicente (notable en su rol de intendente de pueblo) resultan más que ponderables; la de Oscar Martínez no les va en zaga, aunque, probablemente y después del premio al mejor actor obtenido en Venecia, se espere una interpretación cercana al capolavoro. No lo es. Sin embargo, hay algo que no puede dejar de señalarse: en pequeños gestos, en la mirada, en ciertas entonaciones, Martínez logra transmitir a la perfección un rasgo que le es inherente y sustancial a Mantovani: la avidez por el halago, la pequeña miseria enmascarada, el íntimo orgullo del narcisista.
A partir del regreso de Mantovani a Salas, el filme desnudará las pasiones que se liberan en torno a este “hijo pródigo” que regresa al terruño natal luego de cuarenta años. Una serie de sucesos que comienzan con grandes halagos, pero que, en el transcurrir de los días, mostrará las más oscuras pasiones de los personajes del pueblo. La contracara del halago aparece rápidamente convertida en envidia, resentimiento, demandas excesivas y la condena al triunfador. Complementariamente, Mantovani no tendrá más remedio que reconocer que toda su literatura está arraigada en Salas, ese lugar indeseado y mezquino, pero del que nunca pudo salir..
Vale la pena interrogarse, a este respecto, si se puede pensar en una exogamia fallida. Mantovani es un hombre que no ha logrado realizarse en lo afectivo, está solo, no ha formado una familia, no tiene una pareja estable. Resulta en extremo elocuente una escena central de la película: solos en el interior de un auto, Mantovani besa a la que fuera su novia de pueblo (Andrea Frigerio) y no es capaz de articular una sola palabra que dé cuenta de sus antiguos o renovados sentimientos; queda palmariamente demostrada allí la inmadurez afectiva de un narcisista que no puede compartir sus sentimientos con nadie, lo que deriva en una radical soledad.
Parece evidente que, al menos, en su imaginario nunca logró irse de Salas, solo se alejó de allí para satisfacer aquello que proyectaba la madre sobre su único hijo: el yo ideal de un triunfador, alguien destinado a ser el mejor, el más brillante, pero solo para ella y triunfando sobre su Padre. Son conjeturas acerca de la rica y compleja personalidad de este neurótico y brillante escritor.
Además del ya señalado y soberbio nivel interpretativo, el filme no deja de plantear una muy interesante propuesta que muestra descarnadamente las miserias humanas que se estereotipan en un pueblo chico, con lo cual no deja de ser otra muestra de buen cine argentino que vale la pena ver.
El ciudadano ilustre
Dirección: Mariano Cohn-Gastón Duprat
Año: 2016
Reparto: Oscar Martínez, Dady Brieva, Andrea Frigerio, Manuel Vicente
Duración: 118 minutos