Cuando hace décadas, el brillante antropólogo francés Marc Augé acuñó el ya célebre concepto del “no lugar” (Los no lugares, 1993), el término era altamente significativo, pero los ejemplos que lo encarnaban resultaban relativamente escasos: los locales de comidas rápidas (invariablemente idénticos a sí mismos unos a otros), los enormes centros comerciales (la estética y disposición de un shopping se repite en otro, y en otro, y en otro), algunas muestras de la novísima arquitectura (edificios cuadrados, impersonales y desasistidos de gracia). Con el transcurso del tiempo, el concepto de Augé ha permanecido incólume y se puede sospechar que su vigencia se halla en íntima contigüidad con la proliferación de ejemplos: gran parte del mundo se ha convertido en un no lugar merced a la hegemonía de las multinacionales, el dramático achicamiento del espacio, la cada vez más voraz vocación expulsiva de los países centrales; o para decirlo de otro modo, a las fronteras se le han sumado los muros (el flamante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, es pasible de ser definido, entre otras tantísimas cosas, como un laborioso arquitecto de no lugares). Como a los integrantes de cualquier exilio, a los refugiados del siglo XXI se los podría dividir en dos grandes grupos: aquellos que buscan refugio en otros países (que no están dispuestos, precisamente, a recibirlos) y aquellos que se repliegan en un rincón de su propio país, puesto que allí tampoco son tolerados. El mundo sigue siendo ajeno, pero ha dejado de ser ancho; es cada vez más angosto. El denuedo, la lucha y el afán de la protagonista de Aquarius (una interpretación de Sonia Braga a la que sólo le cabe un calificativo: excepcional) están abocados precisamente a eso: tratar de que su lugar (su departamento) siga siendo un lugar, preservarlo de una inmobiliaria multinacional que se aboca a construir no lugares.
El guionista y director Kleber Mendonça Filho divide el filme en tres amplios capítulos. Al comienzo, se muestra a Clara (Sonia Braga) joven, integrante de una familia numerosa, festejando los setenta años de una tía que reivindica el recuerdo de un compañero con el cual nunca estuvo casada y que encarna un arquetipo de mujer que se niega a someterse a los dictados de la época que le tocó vivir. En ese festejo, Clara es una joven mujer de aproximadamente veinticinco años, con tres hijos pequeños y recién operada de un cáncer de mama del cual su marido, con marcada emoción, informa que se está curando.
En el presente del filme, Clara es una hermosa mujer de sesenta y cinco años, viuda, con una brillante carrera como crítica musical y habita un hermoso departamento antiguo muy cerca del mar al que ama y al que va a nadar todas las mañanas. En efecto, ha sobrevivido al cáncer y ha padecido la amputación de su pecho. En una escena memorable, descubrirá sus pechos y se pondrá de manifiesto, sin necesidad de decir una palabra, su decisión, no exenta de valor, de no apelar a la reparación estética.
Sobre el fondo de este paisaje de aparente placidez, algo irrumpe en la vida de Clara y la empujará nuevamente a luchar. Primero fue la irrupción del cáncer, a partir de la cual batalló por su propia vida y que le costó la pérdida de un pecho. Ahora será la amenaza de perder su departamento, ya que le ofrecen comprárselo para construir en su lugar un complejo turístico moderno. A partir de su rotunda y obstinada negativa sufrirá todo tipo de presiones y amenazas. El ingeniero que la presiona, un hombre joven e inescrupuloso, utilizará todo tipo de recursos, hasta llegar a hechos delictivos, para obligarla a ceder. Y hasta sus hijos intentarán convencerla, sin comprender lo importante que es para ella conservar ese lugar.
Clara echará mano de todo su temple para sostener su decisión y la notable escena del enfrentamiento con sus hijos, especialmente con su hija mujer, es una de las cumbres interpretativas de Sonia Braga.
Párrafo aparte merecen las escenas que retratan a Clara en toda la dimensión de su sexualidad. En una reunión con amigas, tomando tragos en un boliche, seducirá y será seducida por un hombre que huirá apenas se entere que fue operada de un pecho. Más adelante, protagonizará un ardiente encuentro con un taxi boy. Ambas escenas muestran a Clara como un cuerpo pleno en sí mismo, pero subvalorado por la mirada masculina, un cuerpo para ser usado y no aquilatado en su real valor femenino, como si en ambos casos se apuntara a desnudar un rasgo de la cultura actual, donde el culto al cuerpo, a la belleza física, arrasa con valores mucho más genuinos como la sensualidad y el placer de los sentidos, más allá de lo linda o perfecta que puedan mostrarse las formas físicas; parecería que solo esto vale y no quiénes somos, qué sentimos, qué pensamos y qué podemos intercambiar de valioso en una relación genuina de pareja.
La escena final de la película resulta memorable a partir de una sola frase de su protagonista: “Ya tuve un cáncer y como no quiero volver a tenerlo…”, y ahí esgrimirá su defensa y justificará su reacción. Ya es bien sabido que, desde el aspecto psicológico, el cáncer tiene que ver con las pérdidas reales o simbólicas y con no poder decir y hacer lo que sentimos, con sufrir y padecer injusticias sin poder rebelarnos. Esto es lo que Clara aprendió y que no está dispuesta a olvidar. Maravilloso personaje, magistralmente interpretado por Sonia Braga, a quien se la ve como una espléndida mujer madura e íntegra en todo el sentido de la palabra. Una película memorable, que más allá de su factura más o menos perfecta no puede dejar de verse.
Aquarius, Brasil, 2016
Guión y Dirección: Kleber Mendonca Filho
Intérpretes: Sonia Braga, Julio Bernat, Humberto Carrao, Barbara Colen, Paula De Renor