La cité en la autopista, cerca de San Nicolás.
Nunca había combinado un encuentro tan lejos, pero necesitaba hacerlo de nuevo y, después de dos veces exitosas, repetirlo en un lugar cercano era un riesgo que no quería correr.
La vi entrar y no lo podía creer. Gorda, chueca, usaba sandalias y las uñas de los pies se veían descuidadas. Tenía facciones armoniosas, pero la tez era gruesa y grasosa. ¡Un verdadero bagarto! Todas las fotos que había subido a Facebook eran truchas. Puro fotoshop.
Me reconoció al entrar. Salvo el nombre y el celu robado, yo no la había engañado. ¡Que gil!
Se sentó y, haciendo una seña al mostrador para que le trajeran un café, empezó a hablarme. Tenía la voz más dulce que yo jamás había escuchado, y sabía usarla.
-Disculpame, sé que te engañé, pero si me ven antes de encontrarme…no pego una, y tengo la necesidad de estar con un hombre.
-¿Y justo me elegiste a mí?
-¿Por qué no? Tampoco sos un Brad Pitt. Yo vengo a ofrecer mi corazón-y haciéndose la mimosa, agregó-Y todo lo mío que quieras…
-¿Ah, sí?-le contesté, -Salgamos.
Nos levantamos, y el de la barra nos miró, entendiendo que el café no iba. Le mostré un billete, que dejé en la mesa por lo mío.
Cuando pisamos la vereda, la ruta estaba desierta. Caminamos por la banquina y de pronto reprimí el asco, la abracé y le dí un beso. Le metí la lengua hasta la garganta y ella hizo lo suyo, bastante bien debo reconocer.
Al separar los labios, recostó su cabeza en mi hombro y me miró, exhibiendo su cuello que provocaba al degüello.
Mi trincheta le cortó la carótida sin dificultad. Una catarata de sangre saltó, como desde una fuente, mientras me miraba incrédula. La dejé tirada en el barro rojizo y me fui.
No hay dos sin tres, pensé, y me dije ¡cuántos desengaños le ahorré!