Cuando en 1998 vio la luz la película Ringu, de Hideo Nakata, basada en la novela de Kôji Suzuki, el género de horror en su conjunto recibió el impacto. Nakata había logrado dar forma a un nuevo estilo que condensaba las angustias del mundo contemporáneo y las nuevas tecnologías con el relato de fantasmas tradicional de la cultura japonesa, ampliamente explorado también por su cine -tanto por directores considerados menores o de género, como en las versiones for export de los grandes realizadores-.
A esta cinta le siguieron un abanico de creaciones que configuraron el panorama general de lo que se llamó J-Horror. Takashi Shimizu abrió la franquicia Ju-On (2000) y nos trajo también la oscura Marebito(2004). Hideo Nakata continuó con la historia de Sadako al tiempo que basaba en otro relato de Suzuki el film Honogurai mizu no soko kara (Dark Water- 2002). Kiyoshi Kurasawa nos asfixiaba con Kairo(2001) mientras que Takashi Miike se pasaba de sórdido en Audition (1999) basada en la novela homónima de Ryu, el Murakami oscuro.
El temperamento reposado y siniestro de estas películas renovaron el hálito, por ese entonces desfalleciente, del cine de terror internacional y dieron lugar a una apropiación por parte de Hollywood y como suele suceder, luego de un tiempo, encontró su agotamiento y el terror buscó sus nuevos horizontes en el “extremismo francés”…
No obstante esto (siempre hay un pero), cada tanto el particular sabor nippón reaparece en el imaginario occidental. El año pasado, el llamado bosque de los suicidios de Aokigahara inspiró dos producciones:The Forest, un film de terror dirigido por Jason Zada que supo encontrar decorosamente el equilibrio entre la mirada orientalista y el J-horror, y The sea of trees, un drama dirigido por Gus Van Sant.
Pero la suerte no siempre está de parte del espectador y este año, de los productores de The Ring (la remake yankie de Ringu) nos llega Temple, escrita por Simon Barrett y dirigida por Michael Barrett. Un dislate de terror que, con una estética y una fotografía bastante cuidadas, demuestra que no hay manera de remontar “el asunto” si lo que falla miserablemente es el guión.
“Tres son multitud”, es el grito de director y guionista en las primeras tomas y se tratará de la primera de muchas sobre explicaciones acumuladas en los escasos 87 minutos de rodaje.
La hermosa Kate (Natalia Warner), llega a Japón con James (Brandon Sklenar), su pareja -un ultra bobo que oficia de macho alfa encefaloplano- y su mejor amigo, Christopher (Logan Huffman), una especie de eunuco sufriente que pasa los días sin confesarle a la chica sus sentimientos y alguna que otra noche filmándola en secreto.
Los hermosos paisajes japoneses se suceden, lubricando el relato, y prontamente los tres extranjeros recibirán cientos de advertencias conscientes, inconscientes, naturales y sobrenaturales, para NO visitar un templo carente de historia y de atractivo. ¿Adivinen qué destino priorizan?
Más allá del “lugar común” fallido (no siempre funciona), el problema está en la construcción imaginaria de lo siniestro. En este caso podríamos apostar que el paisaje japonés fue elegido para aprovechar el coletazo del J-horror, pero sin una investigación preliminar del mapa religioso/mitológico del país. El aspecto ominoso del templo, que podría estar supeditado a algunas desapariciones y a la ausencia del culto a los antepasados, aparece difuso y mancillado por la descabellada decisión de incluir una entidad monstruosa que, a falta de algo mejor, pareciera tratarse de una versión de Inari (la deidad japonesa de la fertilidad, el arroz, la agricultura, los zorros, la industria y el éxito en general), pero transmutada en un humanoide con garras a lo Wolverine y cabeza de zorro o de perro rabioso…