Afirma el maestro Antonio Machado por boca de su heterónimo Juan de Mairena: “Estamos abocados a una catástrofe moral de proporciones gigantescas, en la cual sólo quedan en pie las virtudes cínicas.” Es por ello, y fundamentalmente por ello, que la reposición, en este preciso momento, de Tute cabrero, una de las cumbres de la dramaturgia de Roberto Cossa, es un acierto indiscutible.
La obra data de 1968 (el año de estreno de la versión cinematográfica dirigida por Juan José Jusid con una interpretación descollante de Pepe Soriano y actuaciones no menos ponderables de Juan Carlos Gené, Luis Brandoni y Flora Steinberg), ese punto de inflexión temporal en el que, al menos en Argentina, proliferan las agencias publicitarias y los artesanos de Plaza Francia, el surgimiento del capitalismo salvaje en paralelo con los movimientos artísticos de vanguardia, la emergencia del hippismo enarbolando las consignas de paz, amor y libertad frente a una vieja guardia que intenta preservar los valores tradicionales.
El argumento de la obra es tan sencillo como demoledor: tres dibujantes de distintas edades de una agencia de publicidad reciben una orden emanada de la gerencia: por razones de orden presupuestario, la empresa debe prescindir de uno de ellos. Pero (y he aquí el núcleo exquisito de la trama), para no verse obligada a tomar medida tan desagradable, la agencia decide que sean los tres dibujantes quienes resuelvan por consenso el nombre del compañero que va a quedar cesante. La metáfora del título, pues, se encarna a la perfección en el plano de la más crasa realidad: el tute cabrero es un juego en el que uno tiene que quedar afuera.
De modo tal que los tres se erigen como víctimas y victimarios a un tiempo ignorando, como se suele ignorar, que no son más que guiñoles que se mueven al compás de un titiritero perverso que experimenta el goce oscuro de quien contempla el espectáculo sentado en el sillón del poder. Si separamos los rasgos particulares de cada uno de los caracteres que suben a escena, la trama permite entrar a fondo en una problemática generacional conmovedora y vigente para todas las épocas y que tiene un despliegue que torna evidente los conflictos en el espacio laboral, donde la lucha por la subsistencia conduce irremediablemente a la deshumanización. Por ejemplo, el mayor de los tres dibujantes esgrimirá sus años de servicio, su sapiencia, fidelidad y cumplimiento, aunque todo ello no lo exima del desgaste que el trabajo y los años transcurridos le han ocasionado: su cuasi ceguera. Este personaje conmueve en la medida en que la vejez se presenta con sus logros y sus pérdidas, y así también se mostrará al dibujante de mediana edad y al joven que, en este caso puntual, es desagradecido, narcisista y desconsiderado.
Alguna vez, ese narrador de excepción que fue Osvaldo Soriano dijo que Roberto Cossa era el escritor que “mejor oído tenía de la Argentina”. Basta ver cualquier obra de teatro de Cossa, y en especial Tute cabrero, para respaldar en toda la línea del aserto de Soriano: nadie, o casi nadie, ha trabajado tanto el diálogo como para que el mismo se escuche coloquial, fluido y, fundamentalmente, para que el espectador tenga la sensación de que así, exactamente así, es como habla un argentino.
La dirección de Jorge Graciosi –el “director de cabecera” de Cossa- es impecable, y las interpretaciones están a la altura del texto, lo cual es mucho decir tratándose de una obra de Roberto Cossa.
TUTE CABRERO, de Roberto Cossa
Dirección: Jorge Graciosi
Intérpretes: Jorge Graciosi, Élida Schinocca, Juan Manuel Romero, Patricia Durán, Fernando Ricco, Rosario Albornoz
Teatro: Andamio ’90, Paraná 660