Hoy, 14 de enero, a punto de retirarme de la escuela, llegó breve carta de mi segundo hermano mayor. Rasgo el sobre y leo de un tirón:
“Querida Xiao Lan:
Al fin en Beijing, después de ese horrible viaje en tren de más de un día desde Anhui. Al llegar a la capital estaba nevando copiosamente. Durante todo el recorrido, “Negro” no hizo otra cosa que dormir dentro de la caja con agujeros. No quiso comer ni tomar agua. Cuando descendí del tren en la estación de Beijing, el andén estaba cubierto por una gruesa capa de nieve. “Negro” comenzó a agitarse y maullar y decidí sacarlo para que respirase un poco de aire fresco. Al tomarlo entre mis manos y alzarlo, se revolvió con fuerza y me arañó. Tuve que soltarlo y salió corriendo por el andén, en sentido contrario a la cabeza de la locomotora. Mientras le perseguía, le llamaba a gritos y él aceleró su huida hasta que en escasos minutos ya no vi más que una sombra oscura que avanzaba con insistencia a través de la blanca nieve. Sus huellas quedaron estampadas sobre la plataforma reluciente y fría y se grabaron para siempre en mi memoria. Creo –estoy convencido- que “Negro” regresó a buscarte, pero ignoro si llegará a tiempo antes de que tú, papá y mamá abandonen esa casa en el campo. Espero que “Negro” no se pierda en el camino y sobreviva.
Zhong Feng
Beijing, 1976. 01. 04”
“Negro” nunca volvió a casa. Nunca más volví a verlo, pero conociéndolo de modo tan profundo como lo conocí, sé que no murió en el trayecto de vuelta y que, con seguridad, consiguió un nuevo hogar y una nueva dueña… Ahora recuerdo la madrugada cuando “Negro” nació. Su madre (una gata con una pelambre que imitaba un uniforme de camuflaje y que recibimos como regalo de un campesino al segundo día de nuestra llegada) lo parió en la cocina, debajo del fogón, entre desgarradores maullidos de dolor, porque “Negro” era inmenso y único y pugnó y se debatió con inusitado vigor para salir del vientre de su madre y acabó por destrozarla y hacerla sucumbir. Jamás supimos quién era su padre, pero pronto comprendimos que “Negro” había llegado a nuestra vida para ayudarnos y protegernos, junto a las otras mascotas fuertes, leales y agresivas: un gallo, un perro pastor alemán y un sapo.
Desde el principio me encargué de alimentar al recién nacido gatito y fui yo quien decidió llamarlo “Negro”, debido a su brillante y oscura piel. Comía con voracidad. Tragaba todo el tazón de harina de arroz disuelta en leche de cabra que le daba dos veces al día, sirviéndome de un trozo de tela de algodón. En pocos meses se desarrolló y creció hasta convertirse en un extraordinario felino audaz, inteligente y receloso, pero conmigo se mostraba muy cariñoso y, cuando no estaba durmiendo, me seguía a todas partes. De las cuatro mascotas que tuvimos, él fue el primero en arribar a aquella casa de ladrillos y techo de tejas, ubicada en medio de un campo rodeado por una cerca con dos puertas (una delantera y otra trasera) y dos garitas con soldados centinelas. (En realidad, dentro del campo había cuatro casas similares para las cuatro familias de los militares que estaban pagando exilio allí. Nosotros éramos una de esas familias y aunque la mía estaba conformada por seis miembros, sólo vivíamos en la casa asignada mis padres, mi segundo hermano mayor y yo. Mis otros dos hermanos mayores habían sido enviados a una distinta y remota aldea montañosa. A poco de morir Lin Biao -Ministro de Defensa y designado sucesor de Mao-, al intentar escapar del país en un avión, todos sus subordinados fueron destituidos y puestos bajo arresto. Mi padre que era coronel de la aviación corrió la misma suerte y luego fue exiliado –y nosotros con él- a esa pobre y lejana zona rural de la central provincia de Anhui, donde pasaríamos más de cuatro años).
Aquel campo dentro del cual estaba localizada “nuestra” casa ya había sido utilizado en épocas recientes para enviar castigados allí a funcionarios de la capital acusados de “derechistas”, “capitalistas” u otros epítetos semejantes. El campo poseía unas condiciones un poco mejores que las que tenían las tierras de los campesinos. Había una laguna artificial de escasas dimensiones donde se podía mantener y reproducir peces y un buen lote de terreno para cultivar maíz y legumbres y criar algunas gallinas y un par de cerdos. Debíamos ganarnos la vida con nuestro propio trabajo cotidiano. A los adultos no se les permitía salir del campo y sólo los niños en edad escolar –mi mejor amiga y vecina Liu Fei, dos hermanos pertenecientes a una de las familias restantes y yo- estaban autorizados a abandonar el campo cada amanecer –de lunes a sábado- para asistir a la escuela primaria de la aldea más cercana, tras una hora de fatigante caminata. Las clases comenzaban a las siete y concluían a la una de la tarde.
Cuando “Negro” cumplió seis meses alcanzó su máxima altura y fortaleza y comenzó a enseñarle sus afilados dientes y garras a los maleducados e insolentes soldados que nos vigilaban permanentemente. “Negro” se percataba con precisión de nuestra situación de debilidad y humillación y en todo momento sacaba la cara por nosotros y se hacía respetar. Poco tiempo después, una noche calurosa, apareció “Mogui” (“Demonio”): un corpulento pastor alemán, venido quién sabe de dónde y al cual los uniformados no pudieron echar del campo y debieron resignarse a que viviera con nosotros. De inmediato, “Negro” y “Demonio” amistaron y compartieron responsabilidades de custodia y resguardo de nuestra casa y sus habitantes (incluida Liu Fei, quien más moraba en nuestra vivienda que en la suya). En el precoz verano se anunció y surgió un enorme sapo gris-verdoso con manchas amarillas, el que, croando, se instaló dentro de un agujero que encontró debajo de una piedra aneja a la puerta de entrada y desde allí bufaba cuando presentía algún peligro y engullía ingentes cantidades de insectos dañinos. Por último, alguien de un lugar aledaño le envió a mi padre un gallo muy notorio, por lo grande y vistoso, más púrpura que dorado y así tuvimos un reloj que anunciaba la aurora, el mediodía, el atardecer y la medianoche. Esta ave se acostumbró a dormir sobre una percha que le hizo especialmente mi segundo hermano mayor detrás de mi habitación.
Nosotros arribamos al campo de castigo a mediados de noviembre, tres meses después de la muerte de Lin Piao y ya el invierno había comenzado a manifestarse con sus bajas temperaturas y su fría humedad. Tuve una muy gratificante alegría al descubrir que Liu Fei y sus padres también habían sido recluidos ahí mismo. Ella y yo nos habíamos convertido en inseparables amigas, pues además de ser vecinas en Beijing, también éramos condiscípulas en la escuela primaria. De inmediato, al volver a encontrarnos, nos abrazamos y lloramos y reímos al unísono. Recordamos con tristeza y nostalgia nuestros perdidos confort y seguridad y nuestros juegos en el viejo callejón de Beijing, donde estaba nuestra residencia, en una zona militar del centro de la capital.
Desde el principio de nuestra estadía en el campo empezamos a alimentarnos con deficiencia, aunque a mi padre –por ser alto oficial de la aviación- le suministraban una vez al mes algo de aceite, sal, carne magra de cerdo, harina de trigo y huevos. El hambre empezó a agredirme con sus puntiagudos colmillos y me impedía dormir por las noches. Pronto los “pollos celestiales” (eufemismo popular para designar a las ranas) se manifestaron en la laguna y hasta la orilla acudía -acompañada por Liu Fei- con un improvisado anzuelo hecho con un alfiler y con unas bolitas de arroz como cebo me dedicaba a “pescar” a las ranas. Estos batracios nos proporcionaron sus deliciosas ancas en innumerables ocasiones y nos ayudaron a sobrellevar la persistente hambruna. Incluso “Negro”, al que no se le escapaba ningún detalle de nuestra difícil situación, en más de una oportunidad nos trajo a la cocina ranas cazadas por él mismo, amén de peces recién sacados del agua.
Al rayar el alba, el gallo se apresuraba a emitir su potente canto que me hacía saltar de la cama para alistarme y salir rumbo a la escuela. En la puerta delantera del campo ya estaban aguardándome Liu Fei, “Negro” y “Demonio”. Estos últimos se ofrecían todos los días como nuestros escoltas y nos acompañaban la mitad del camino, justamente hasta el promontorio donde estaba una antigua y deteriorada pagoda. De ahí no pasaban, quizá porque les temían a los horrendos guardianes de la edificación que todavía estaban adheridos –aunque de modo precario e inseguro- a las seis paredes de la torre de nueve pisos. (Nosotras sentíamos una terrible aprensión al cruzar frente a la pagoda, pero disimulábamos muy bien). Sólo cuando “Negro” y “Demonio” nos perdían de vista regresaban al campo.
Las clases en la escuela eran bastante aburridas. Las impartía una “joven instruida” que había sido enviada desde la ciudad. Nuestros compañeros de aula eran niños campesinos desnutridos, somnolientos, con los rostros sucios y las narices llenas de mocos. Nos veían –a mí y a Liu Fei- con una mezcla de curiosidad, envidia e indiferencia. La hora más feliz en esa escuela era cuando llegaba la señal del fin de la jornada con el consiguiente retorno a casa.
Durante una semana de primavera nos acontecieron a Liu Fei y a mí dos episodios que evocaríamos con frecuencia en nuestras veladas nocturnas. El primer incidente tuvo lugar en la pagoda, a media tarde de un día abundante en neblina, frialdad y lloviznas. Regresábamos al campo, un tanto retrasadas, y al alcanzar el promontorio donde se encontraba la derruida torre comenzó a lloviznar con cierta intensidad. No nos quedó más remedio que correr a refugiarnos dentro de la pagoda. Temblábamos más de terror que de frío. En el interior de la construcción había un inaudito silencio y la luz apenas ingresaba al recinto. Me apreté a Liu Fei y ella hizo otro tanto. Creo que ambas cerramos los ojos y empezamos a pedir clemencia al cielo. De pronto, desde lo alto de la pagoda, brotó una canción melancólica interpretada por una fina voz masculina. Abrimos los ojos con desmesura y nos miramos a la cara, atónitas y expectantes. La canción se fue haciendo más nítida a medida que su intérprete iba descendiendo la escalinata. Nosotras estábamos paralizadas. En un momento, el cantor llegó a la altura del primer piso y nosotras elevamos la vista. Su rostro quedó iluminado por un rayo de luz y pudimos ver –con horror- que estaba quemado y deformado. Lanzamos, de manera simultánea, un pavoroso grito y emprendimos la huida, sin mirar atrás y sin parar hasta llegar al campo, donde nos percatamos que estábamos empapadas y llenas de barro. No comentamos nada de lo sucedido con nadie, pero “Negro” y “Demonio” nos dirigían vistazos interrogadores.
La segunda aventura acaeció seis días después, pasadas las dos de la tarde. El sol brillaba con esplendidez y orgullo. Retornábamos de la escuela e íbamos a ingresar al campo por la puerta frontal. Atisbamos en la garita al soldado que más aborrecíamos y decidimos dar un rodeo y penetramos por la puerta trasera. Cuando estábamos a punto de atravesar la cancha de baloncesto, notamos un extraño olor y, de inmediato, divisamos a un descomunal animal peludo, durmiendo bocabajo, sobre el asfalto. Con seguridad nuestros semblantes se demudaron por la sorpresa y el pánico, aunque no gritamos, por miedo a despertar a la extraordinaria bestia. Atropellándonos, fuimos a llamar al soldado más cercano, quien, a regañadientes, vino a echar una ojeada. El centro de la cancha estaba desierto: ni sombra de la bárbara aparición. El soldado nos reprendió por haberlo molestado en vano y nosotras bajamos las cabezas, un poco avergonzadas, pero sin desprendernos de la credulidad por lo observado
“Negro” no cesaba de asombrarnos con sus acciones y su intuición. En una oportunidad, papá enfermó y mamá pidió permiso a las autoridades para contratar a una vieja campesina que la ayudara a cuidar al enfermo y prepararle la comida con las escasas provisiones. Estando la anciana en la cocina, “Negro” se apareció con un pedazo de tocino entre las fauces y lo depositó sobre el piso, ante la cocinera. Ella me llamó para consultarme qué hacer con lo traído por el gato. Le dije que guardase el tocino hasta averiguar su procedencia. Ocurrió que “Negro”, mostrando una vez más su aptitud, había trepado por la cuerda de donde colgaba una cesta contentiva del lardo y lo había robado para alimentar a mi padre enfermo. El tocino pertenecía a uno de los vecinos y yo tuve que ir a devolverlo y dar explicaciones que –me pareció- no creyeron. Luego amonesté a “Negro”, quien sólo se limitó a observarme, impávido.
Aquella vieja cocinera era también curandera, medio bruja y muy supersticiosa. En los días que estuvo con nosotros, nos contó a mí y a Liu Fei unas cuantas historias de fantasmas, espectros, resucitados y zorros con poderes mágicos. Tarde en la noche, nos convocaba a un rincón de la cocina e iniciaba sus relatos, con la aviesa intención de causarnos miedo. Reconozco que nos producía un atisbo de terror sus narraciones, mas pronto lo superábamos. Recuerdo que la narración fantástica que más me impresionó y perdura todavía en mi memoria fue la concerniente a una mujer de unos treinta años que muere y deja a su hija desvalida. Unos días después del entierro, la muchacha va a la tumba de su madre a llevarle flores y a llorar por su partida. Desde dentro de la tumba se escucha la voz de la madre, quien le notifica que en realidad no ha muerto y que debe sacarla de allí y conducirla a casa. Así procede la muchacha y poco tiempo después descubre que en realidad su madre se había convertido en un espectro que devoraba carne seca empapada en orine.
También esa anciana nos pedía que le mostrásemos las palmas de las manos para leer en ellas nuestro futuro. A Liu Fei le anunció que se casaría con un importante ingeniero militar (cosa que ocurrió diez años después). A mí me predijo inconvenientes cuando ya estuviera de nuevo viviendo en Beijing y mi abandono del país para radicarme en un país muy remoto, “cerca de donde se oculta el sol” (asuntos que así mismo acaecieron con posterioridad). Tanto para mí como para Liu Fei pronosticó larga vida.
A principios de diciembre de 1975, mi padre recibió la noticia de que pronto se le permitiría regresar a Beijing y a su antigua entidad militar. Todos sus hijos podían retornar a la capital cuando lo dispusiesen. Por eso, mi padre decidió que primero partiera Zhong Feng. Yo le rogué que llevara con él a “Negro”, pues el equipaje de mi hermano era mínimo y no le causaría problemas. Accedió y de esa manera me separé de “Negro” con la promesa de reencontrarnos en nuestra residencia de Beijing. La anciana cocinera no adivinó el porvenir de “Negro”, quizá porque no se lo pedí.
A fines de abril de 1976 le ordenaron a mi padre que abandonara el campo. (Unos días atrás las otras tres familias habían partido). Empaquetamos nuestras escasas pertenencias y dispusimos dejar en buenas manos a las mascotas que permanecían. Como hubo reemplazo de soldados y los nuevos asignados tenían un mejor comportamiento, les solicitamos que se quedasen con “Demonio”, a lo cual accedieron gustosos. El sapo desapareció sin dejar rastros. El gallo se lo regalamos a la anciana cocinera.
El 4 de mayo abandonamos el campo de castigo donde habíamos resistido durante más de cuatro años y donde, a pesar de haber sufrido tantas penalidades e infortunios, tuvimos la excepcional suerte de contar con las inigualables mascotas que en todo momento nos cuidaron y velaron por nosotros, por nuestro bienestar, por nuestra seguridad.
“Negro” nació en Anhui y yo renací con él y en mi alma su imagen creció y crece cada momento con su indeleble reminiscencia e impresión…