Muy poco tiempo después de su muerte, la fama había convertido a Franz Schubert en una especie de retrato gris del hombre típico del Biedermeier: doméstico, apolítico, algo sensible, pero simple (y hasta simplón), con inspiraciones que llegaban solamente en raptos, pero que luego lo dejaban en un estado de perplejidad y bonachonería más bien desprovisto de inteligencia.

Todos sus amigos lo querían. Al parecer, no se peleaban por quererlo, sino que se amigaban por quererlo. Organizaban, en su honor, unas veladas a las que llamaban Schubertíadas, en las que un pequeño círculo de burgueses y aristócratas tomaban Punsch y el mismo Schubert tocaba el piano y, en ocasiones, cantaba.

Los amigos describen a Schubert como un hombre más bien silencioso. Era feo o tan poco hermoso, que todos los bustos que hicieron de su rostro fueron enseguida calificados de irreconocibles. Uno de sus amigos, Leopold Sonnleithner, describe la expresión de la cara del músico como “similar a la de un moro: más bien abotagada que espiritual; más bien gruñona que alegre.”

 

Claro que Schubert no era ni remotamente solo su retrato gris y tenue. Para empezar, se sabe de él que era, en sus profundidades, esencialmente irónico. Pero no uno de esos irónicos titánicos e incontenibles que dejó como una estela el Romanticismo, sino un irónico amable y moderado. Dependiendo de quién estuviese a su alrededor, en muchísimos casos, directamente no hablaba. Por mucho tiempo, fue considerado la contracara (musical y moral) de Beethoven. No deberíamos prestar demasiada atención al asunto: basta con saber que Schubert lo amaba.

 

Sí fue irónico, reafirmo, porque un día escribió en una nota:

Man glaubt immer, zu einander zu gehen, und man geht immer nur neben einander.

Uno cree siempre ir al encuentro de alguien, pero solamente pasa junto a éste y sigue de largo.

 

En esa frase hay algo que se parece a su música, y creo que es la sensación, no del desencuentro en sí (ni del encuentro), sino la esperanza de ir (al encuentro) y luego de no encontrar, sin embargo: sentir una proximidad. Y un roce.

 

Mozart: en medio de cualquier otra cosa, abría una lejanía. Hacía que en el fin del mundo alguien despertara y bailara. Schubert es más cercano: como una corriente mental (casi incluso cerebral), con su música empieza para mí una proximidad y luego: el contacto con un pensamiento.

 

Bergson dice que la música tiene una existencia absolutamente interior. Schopenhauer, que la música es una sucesión de sosiegos y desasosiegos. Creo que ese interior musical, que Schubert obviamente no tenía modo de hacer visible en sus retratos (porque el interior es aquello que, por definición, escapa), ese interior musical, digo, es lo único que se puede pedir y esperar de un artista. De un escritor: música. De un pintor: música. De un músico: música… quizá incluso de un filósofo.

 

Opino entonces que la música es el último rastro de ese interior que es fuga, y que la fuga es el verdadero y único movimiento interno. Lo demás es social, cultural, aprendido (la técnica, el tema, el sentido, incluso: el lenguaje). Pero la música (no solamente la de los instrumentos, sino cualquier música, es decir: cualquier combinación de armonía y ritmo) me parece lo humano-de-por-sí-indomesticable.

 

Para no seguir desperezándome en elucubraciones teóricas, vuelvo a Schubert y quiero comenzar hablando de sus famosos Lieder (poemas-canciones, acompañados por piano). Franz Schubert no era un cantante especialmente dotado, sin embargo, solía componer sin el piano, rápido y murmurando. Por mucho tiempo se sostuvo que no corregía sus composiciones, pero estamos hablando, obviamente, de ese Schubert tan legendario como inverosímil. Quiero hablar en particular del Winterreise, un ciclo de canciones compuestas a partir de los poemas de Wilhelm Müller, que, se supone, fue cantado en su totalidad por Schubert, en su lecho de muerte, ante su amigo Franz Schober.

 

Winterreise es una tortura para piano. Una combinación de placer y dolor, que se parece demasiado a una sutilísima trampa. Nieve, paisajes nocturnos, sombras de luna, desolaciones heladas. Una huida, un umbral en el que un fugitivo escribe, antes de irse: Gute Nacht!

 

Die Liebe liebt das Wandern…

El amor ama andar.

(Quisiera traducir: el amor ama marcharse).

 

Nieve, agua, lágrimas. Es cierto que el mundo ya no nos programa para disfrutar de este tipo de tormentos. Pero esta discapacidad moderna para sentarse a sufrir y llorar tampoco me parece demasiado loable. En varios Lieder de Schubert, pareciera, al contrario, que el mundo llorara tanto que incluso – dejara de pedir soluciones.

 

En este sentido, todo el Winterreise provoca un largo deseo de quedarnos sentados. De dejar que el tiempo avance, mientras permanecemos en él (encerrados dentro de él), inmóviles y esperando.

 

La última canción, Der Leiermann, es una experiencia inolvidable para aquel que desee vivir, cómodamente sentado en el sillón de su casa, un minuto de tristeza extrema. Insisto y repito: un minuto absolutamente desesperanzado. Un mendigo toca una lira con los dedos helados. La parálisis de los dedos es la imagen opuesta a las lágrimas del protagonista, que surgen en los demás poemas como un agua móvil y caliente. El hombre de la lira, al final del Winterreise, tiene una amargura y una gravedad casi incomprensibles para nuestra época. Nos devuelve un estado de angustia que probablemente ya ni siquiera hubiera estado a nuestro alcance.

 

 

Pero emerjamos ya de estas profundidades heladas, y dirijámonos hacia las no menos profundas alegrías schubertianas. Quiero referirme ahora, brevemente, a los Cuartetos para violín y piano.

 

Todo ritmo es un vértigo. Un malestar hecho de aleteos. Entre el vértigo y el aleteo, encuentro eso a lo que llamo una “alegría schubertiana”. Un ritmo ante el que yo, al menos, experimento una gran necesidad interior (un vértigo) de hacer: algo melodramático.

Como ser, para solo decir un ejemplo (y por si ya nadie sabe hacer cosas melodramáticas): en el sonido del violín, yo quisiera expresar mi alegría cortándome (solo digo por ejemplo) el corazón en tajos. Repito que el dolor no deja de parecerme un elemento schubertianamente alegre.

 

O todavía otra cosa:

 

El principio de la Fantasía para piano y violín no es exactamente alegre. Suena como si uno tuviese adentro suyo una gotera. El piano salpica. El violín inunda. Las notas agudas pinchan. Uno se queda temblando, como tiene que suceder en toda verdadera música. Pero también, en la verdadera música, uno preferiría permanecer inmóvil. El mejor lugar en el que colocar el cuerpo –durante la música– es el suelo. Como si la música fuese un incendio de cuyo humo tóxico solo pudiésemos escaparnos… tendiéndonos.

 

Entonces: yo quisiera, melodramáticamente, a medida que la melodía (la Fantasía para piano y violín) avanza, ir por entre las patas de las sillas y los muebles hasta – llegar – hacia el explosivo minuto 19,  al piano y la butaca y entonces – empezar a maullar y – restregarme contra las piernas del pianista como un gato enfermo.

 

Oh, todo esto, juro: poseída de una profunda ¡alegría schubertiana!

 

Y, quizá, en un último intento de hacer algo: todavía, como un gato, temblando, temblando, me pondría de pie sobre una silla y… ¡empezaría a bailar! En medio de esa música en la que uno realmente ya desapareció. Bailando: sin pensar de dónde viene, para qué, por cuánto tiempo más. Qué cosa.

Schubert escribió en una carta que, durante una Schubertíada, uno de sus oyentes le dijo que “debajo de sus manos, el piano parecía tener voces”.

 

Esa humanidad es lo que yo encuentro en la música de Schubert y que yo llamo: una proximidad y un roce. Un interior líquido y resplandeciente, por más grisáceo que antes haya resultado el retrato. Como si el piano y el violín se nos hicieran cada vez más próximos y uno pudiera, aún sin tocarlos, sentirlos rumiar, restregar contra nosotros sus pensamientos humanos.

 

En fin. Toda descripción suena más bien injusta. Me quedo: mordiéndome los dedos y comiéndome las uñas, con el corazón completamente en la música. Con la voz apretada adentro de la garganta, y con el corazón apretado adentro de la música. Místicamente cerrado y a la vez – perforado.

Sobre El Autor

Marina Closs nació en 1990, en la provincia de Misiones. Cursa estudios de en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Publicó los libros La doncella aguja, El pequeño sudario y El violín a vapor.

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