RETRATO DEL CRÍTICO DESAPACIBLE
Acaba de morir Harold Bloom, a los ochenta y nueve años de su edad. Y como primer gesto que puede delinear las formas de un homenaje harto merecido habría que decir que su labor crítica, hermenéutica y textual se cimentó sobre uno de los conceptos fundantes de la cultura genuina (aquélla que incomoda con dentelladas de inconformismo, vale decir, la que, en términos abarcadores y generales, va del teatro griego a la mejor narrativa del siglo XX pasando por el Siglo de las Luces): lo políticamente incorrecto. Nacido, criado y educado en un país (era originario de New York, Estados Unidos) que es probable que en algún momento agonice bajo los estertores de la más mediocre y descolorida medianía, nunca declaró lo conveniente, jamás expuso lo correcto, nunca se adhirió a lo adecuado; o sea: un intelectual de otro siglo, un catedrático del destiempo, mucho más cerca del doctor Samuel Johnson que de las simpáticas picardías de Harry Potter. Una de sus obras mayores, El canon occidental, en la cual consigna a sus veintiséis autores imprescindibles, tiene en el prólogo a su primera edición una advertencia que, probablemente, debería estar grabada sobre mármol en la fachada de todos los talleres literarios: no es condición suficiente ser lesbiana, homosexual o mestizo para convertirse en un gran escritor; tales son rasgos contingentes, respetabilísimos y plausibles, pero no suficientes.
A semejanza del doctor Samuel Johnson, su centro gravitatorio y su paradigma fue William Shakespeare. Y su monumental –por extensión y contenido- libro Shakespeare. La invención de lo humano es, tal vez y hasta la fecha, el mejor ensayo que se ha escrito sobre Shakespeare y una obra imprescindible no sólo para un shakespeareano, sino para todo aquel que halle algún interés o acicate en ese ancho campo que se llama “literatura”. A despecho de ello, alguna vez declaró una verdad monolítica sobre una novela de la que cada vez se habla más y menos se lee: “Nunca se ha escrito –observó Bloom- nada más grande que el Quijote.”
La angustia de las influencias, publicado originalmente en 1973, despliega una teoría que hizo y sigue haciendo época en la órbita de la crítica literaria: no hay ni puede haber nada original bajo el sol de la literatura, la influencia es inevitable y cada autor debe sobreponerse a la angustia que le suscita la existencia de una tradición a sus espaldas, una angustia que se puede asimilar al complejo de Edipo, a la controvertida relación padre-hijo, en la que el autor joven presenta batalla a su precursor literario.
Bloom no recomendaba leer mucho, sino más bien abocarse a la tarea imposible (y, por ello, estimulante) de leerlo todo. Fue un crítico arbitrario, excesivo y desapacible; dialéctico perseverante y de naturaleza hedonista; poseedor de un estilo al que pulía y resguardaba tal y como un tenor sus cuerdas vocales; de un aspecto pantagruélico que seguramente traducía su índole más esencial. Constituyó el mejor antídoto para contrarrestar los efectos de estos aciagos tiempos descafeinados, homeopáticos y estreñidos; estos tiempos donde la abrumadora mayoría de los intelectuales no está a favor ni decididamente en contra de nada, y por lo tanto acaban naufragando en las aguas de la más tibia imbecilidad. Fue un lujo haber podido gozar a Bloom durante tantos años. No es de esperar que descanse en paz porque lo más íntima y constitutivamente suyo fue la batalla, pero sí es de desear que la eternidad, al menos para él, tenga las formas de un claustro o de una biblioteca.