A dos soldados les piden ir desde donde están hasta el frente de batalla para entregar una carta de vital importancia para el curso de los acontecimientos bélicos. En la oración que precede se acaban de resumir los 119 minutos de 1917, el esperpento pergeñado por Sam Mendes. No se trata de que sea un bodrio, sino algo mucho peor: un film de una mediocridad pavorosa.
Las dos horas de película están filmadas en larguísimos planos secuencia. Esto genera una casi unanimidad de voces elogiando la capacidad narrativa del director, pero en verdad habría que invertir la cuestión. ¿Por qué se elige narrar la película en larguísimos planos secuencia? ¿Qué es lo que se pretende decir que un recurso narrativo se transforma en no solo el elemento central sino el único? O, más importante aún: ¿qué es lo que se pretende ocultar con un artificio técnico? La respuesta es bastante simple: que no existe guión. No lo hay. No hay desarrollo psicológico de los personajes, no hay diálogos interesantes, no existe curva dramática. Pero el espectador, aturdido por seguir la cámara en dos horas que, justamente por ese recurso, parecen transformarse en eternas, no alcanza a percibirlo.
Al final, Mendes incluye cartelito señalando que le dedica la película a su abuelo, que participó de la Primera Guerra Mundial, “y nos contó las historias” (sic). Pareciera que Mendes, a su edad y con su bagaje profesional, aún no aprendió la diferencia entre “historia” y “anécdota”. Ambas poseen tres actos, protagonista y antagonista. Pero mientras la primera le puede interesar a un grupo de personas, la segunda le importa solo a quien la narra o eventualmente a quienes lo quieren. Mendes traslada a la pantalla una sucesión de anécdotas intrascendentes, configurándolas como una sucesión que se vuelve tediosa.
Hay un termómetro infalible para detectar bodrios. Se le pregunta a alguien qué le pareció una película. Si la primera o fundamental respuesta es “tiene un decorado/vestuario/fotografía espectacular”, lo más probable es que nos encontremos ante una porquería de película (aunque también podría ocurrir, no debe descartarse, que nos encontremos ante una porquería de espectador). El decorado, el vestuario, la fotografía y otros elementos similares son las cuestiones técnicas de un film. Si lo primero que resalta es lo técnico, significa que lo trascendente (si existe), es decir el sentido de que exista la expresión artística, ha quedado descuidado. Es como que a alguien se le pregunte qué le pareció una novela y responda “las descripciones son buenísimas” o “no sabés qué bien que pone las comas”. Una novela y una película son mucho más que eso, o deberían serlo para ser al menos buenas.
El problema con 1917 es que es solo técnica. El director se impone el desafío de contar algo con planos secuencia, como si Sergei Eisenstein no hubiese inventado a principios del siglo XX el montaje de atracciones o montaje dramático, justamente para enriquecer la narración. Pero también el director parece plantear ese recurso como novedoso, cuando pareciera olvidar que alguien lo hizo 70 años antes: en 1948, el genial Alfred Hitchcock filmó La soga en dos planos secuencia (tuvieron que ser dos porque en aquel entonces se utilizaban rollos de fílmico, y la cantidad de tiempo de la película hacía imposible contenerla en uno solo, por lo que en determinado momento la cámara se ubica detrás de la cabeza de un personaje para obtener el negro pleno que precisa el corte). Entonces, el mayor problema de 1917 es que es solo virtuosa en lo técnico con un recurso que carece de originalidad.
La pregunta es si puede haber grandes filmes que carezcan de guión. La respuesta, por supuesto, es sí. Con una temática similar a la de 1917, Christopher Nolan filma en 2017 Dunkerque. En esta película lo que importa es mostrar las dificultades físicas (y mentales, aunque en mucho menor grado) que se debieron enfrentar para que los soldados ingleses consiguieran escapar de esa playa francesa. La cuestión es que Nolan, con los conflictos físicos/prácticos, lograba plasmar en pantalla la épica con contundencia, y eso era lo que angustiaba y conmovía al espectador (incluso en Dunkerque hay un artificio de relevancia como las historias narradas en paralelo en tres tiempos diferentes, pero lo importante es que con eso conseguía un efecto dramático). Mendes no. Mendes elige quedar él en primer plano, en que el espectador en vez de mirar la película esté pensando “qué bien dirigida está la película”.
Podría afirmarse que lo que intentó el director con los planos secuencia y la cámara siguiendo a los protagonistas era que el espectador se sienta en ese campo de batalla (y deje de lado inverosimilitudes gigantescas como dónde cae un avión derribado), pero lo cierto es que eso mismo lo consiguieron los juegos de Playstation (o la consola que prefiera el lector) hace más de veinte años, no es novedoso. Y, por si fuera poco, en los juegos de consola hay guiones mucho más frondosos e interesantes que en 1917. Y, más importante aún, en los juegos de consola el jugador justamente juega, mientras en 1917 lo que ocurre es que el único que juega es Sam Mendes.
En ese sentido, 1917 es como ver a otra persona jugando en una consola: se estima que puede ser emocionante, pero uno se está comiendo un embole de novela.
1917
Dirección: Sam Mendes
Guión (es un decir): Sam Mendes y Krysty Wilson-Cairns
Elenco: George MacKay, Dean-Charles Chapman, Colin Firth, Mark Strong, Benedict Cumberbatch y otros
Origen: Reino Unido y Estados Unidos
Año: 2019
Se estrena en Argentina el 30 de enero