Debo haber tenido siete años cuando me mandaron a la escuela Pirulí. Este nombre le venía por los chupetines que vendían en la caramelería vecina. También le llamaban escuela Pirulí porque todos éramos pequeños. En ese establecimiento solamente se cursaba hasta el segundo año y concurríamos alumnos de ambos sexos. Pero niños y niñas ya nos mirábamos con recíproca desconfianza y desdén. Formábamos dos grupos en la clase y en el recreo. Justamente ese año las maestras tuvieron la ocurrencia de sentarnos juntos a varones y mujeres. Solamente quedaron sin parejas algunos niños, los más crecidos, en su mayoría pobladores de los profundos conventillos y de los inmensos corralones de Almagro. Yo sentía hacia esos compañeros tanta admiración como respeto. Eran ocurrentes y socarrones, sentenciosos y desafiantes. Conocían el rotundo idioma de la calle y otras cosas que nosotros desconocíamos.
Uno de ellos se llamaba Emilio y le decían “el lecherito”. Parecía un hombre en miniatura y lo dejaron atrás y solo. A mi lado sentaron a una niña robusta, parlanchina, lista. Tres detalles que contribuían a aumentar mi turbación. Me corrí al extremo del asiento, sentándome en una sola nalga. Mi compañera ocupaba casi todo el asiento doble con el plisado del delantal, con su enorme moño almidonado. Me echaba este moño en las narices cuando se incorporaba a medias para contestarle a la maestra, cosa que hacía a cada momento porque sabía una enormidad. Aprovechando ese movimiento que nos cubría de la mirada de la maestra, Emilio me dijo al oído:
—¡Sos otario! ¡Te corrés tanto que vas a caerte de culo!
Me ardieron las mejillas al sentirme descubierto en mi timidez. Gané espacio en el asiento, pero el otro volvió a soplarme:
—Si yo estuviera en tu lugar ya le había tocado el pan dulce a la gorda.
La sorpresiva asociación del trasero con el pan dulce me produjo vértigo. La poesía entraba en la rutina como una cuña de fuego, el dicho popular se imponía en el entendimiento como un rotundo gesto procaz. Me abismó la sola idea de que ese culo con plisados y un enorme moño fuese algo comestible y oloroso, un pan dulce lleno de pasas y piñones.
Temí la mirada de la maestra y el contacto de mi compañera. Quise esconderme, desaparecer.
En el recreo busqué la compañía de Emilio. No lo encontré orgulloso, pese a que vestía con todos los atributos de los muchachones del barrio: alpargatas y medias largas que a cada rato tironeaba por las ligas, debiéndose subir los pantalones que le cubrían las rodillas. Cuidaba estos detalles que lo diferenciaban de los que usábamos pantalones cortos y medias tres cuartos.
—A vos te conozco —me dijo Emilio—. Te he visto corriendo en la calle con el aro.
—¿Vos no jugás?
Le admiré la sonrisa: ladeaba la boca como los carreros.
—No tengo tiempo. Por la tarde lavo los tarros de leche.
Levantó la mano, como si se limpiara la boca, para que yo pudiera ver una ancha y doble muñequera de cuero.
—No es lo mismo lavar tarros que correr con el aro, ¿sabés? Lavar tarros es trabajo de hombre. Los tachos son pesados, y hay que meter el brazo dentro y raspar y raspar. Por eso uso muñequeras y bien apretadas, ¿ves?
Claro que veía su superioridad. Emilio bajó la mano pero no dejó de ladear la boca.
—Mientras lavo los tarros miro la calle por el portón. A veces te veo pasar corriendo con el aro.
Hizo una pausa y agregó:
—Lo manejás bien.
Impulsándolo con un alambre doblado en el extremo, manejaba el aro de hierro a mi gusto. Le hacía saltar pozos, subir cordones. Pero más que el elogio me halagó que Emilio aceptara mi amistad.
Nos juntamos en la salida de la escuela. Vimos salir a Andresito. Siempre lo esperaba una sirvienta, o el chofer uniformado, y solamente para cruzar la calle, pues vivía al frente, en el palacete del barrio, con dos columnas de mármol en la fachada. A veces el padre de Andresito lo acompañaba hasta la escuela, y cuando ya era tarde no lo dejaba en la puerta, sino que entraba para disculparse. La directora y las maestras saltaban a charlar con el distinguido del barrio, muy elegante con sus polainas grises, y seguramente muy joven. Recuerdo a mi maestra empolvándose con frenética velocidad para precipitarse con el rostro blanco como un payaso y el corazón pintado en la boca. Conversaba con el hombre elegante y después entraba en la clase con Andresito de la mano, muy paliducho éste, y demasiado cortos los pantalones de mariquita con ganas de mostrar el culo, según la opinión de Emilio, que me lo dijo torciendo la boca y tironeándose las medias largas. Las piernas de los niños eran femeninas. Un machito del barrio no las mostraba jamás.
—Ahí va —Emilio señaló a Andresito con gesto malévolo—. ¿Vistes cómo lo trata la maestra? ¿Sabés por qué?
Conocía la causa: el palacete, el chofer uniformado, la elegancia del padre. No respondí: también eso me daba vergüenza.
Echamos a andar por Pringles hacia Cangallo.
—Seguro que esos ricos no hacen como nosotros —afirmó Emilio—. Ayer mi viejo compró media bolsa de maíz para las palomas. ¿Vos creés que esa gente es capaz de comprar maíz para las palomas?
—¿Tienen palomas en tu casa? —le pregunté.
—En mi casa no. Pero vienen siempre al corralón.
—También a mi casa vienen las palomas —le repliqué.
—¿Les dan de comer?
—No —vacilé—. Pero igual se comen el maíz de las gallinas.
—No es lo mismo —dijo Emilio con gesto triunfal—. Nosotros juntamos toda la miga de pan y la guardamos para las palomas. Y ahora el viejo les compró media bolsa de maíz.
Yo adoraba a todas las aves. Las gallinas, los pollos, las palomas, los pájaros. De los pollitos ni hablar. Verlos me anonadaba de ternura, y al tocarlos me temblaban las manos. Pero nunca correspondieron a mi amor. Día a día vi crecer a los pollos. Mi amor los martirizaba. Deseaba acariciarlos y escapaban de mis manos como de las garras de un león. Yo me enternecía al levantar cualquier ave hasta mi pecho, pero sólo logré que me clavaran miradas aterrorizadas, los ojos inmóviles de puro espanto. De las bellas palomas me impresionaban sus ojos estriados y llenos de sangre: seguramente todo lo veían color sangre y para ellas yo era un monstruo asesino.
Las palomas venían del parque del Hospital Italiano a picotear la comida de las gallinas. Algunas fueron apresadas. Se les cortaban las plumas de las alas y vivían en el fondo de la casa. Yo las corría para acariciarlas, pero ellas escapaban como del diablo. Nunca encontré palabras capaces de hacerles entender mi cariño. La única ave que pareció comprender mis sentimientos fue un pato de plumaje tornasolado. No era tan bello como una paloma, ni misteriosamente activo como una gallina, pero en cambio parecía corresponder mejor. El pato duró bastante tiempo en el gallinero, y mi amor se convirtió en amistad. Pero también al pato lo mataron un domingo, y tampoco yo dije nada. Simplemente me encerré en la piecita del fondo, y me tapé los oídos para no escuchar el siniestro alboroto en el gallinero. Mis hermanos ayudaban a atrapar al ave, mi padre la sacrificaba. La verdad es que nunca dejé de comerlas después, y creo que con más apetito que mis hermanos, puesto que yo era el más gordo.
Además jamás relacioné cabalmente mi amor a los animales con los olorosos pollos que mi madre sacaba del horno de leña.
¡Media bolsa de maíz para las palomas! Nunca imaginé que el padre de Emilio, ese lechero musculoso, de blusa bordada o saco pijama siempre arremangado, compartía mi amor por las palomas. Resolví acompañar a Emilio hasta el corralón.
—¿Van muchas palomas a tu casa? —le pregunté.
—Sí.
—¿Y dejan que te acerqués?
—Claro. Me acerco y las agarro.
—¿Y siempre van a tu casa?
—Siempre. Para eso les damos maíz.
Esas palabras me sonaron como un reproche. En mi casa había maíz para las gallinas, pero no para las palomas de afuera. Quise justificarme, pero ya habíamos llegado al corralón. Contemplé ese amplio espacio empedrado, duro y húmedo.
—¿Vivís aquí? —pregunté.
Señaló las habitaciones laterales:
—Ahí.
Vi algunas macetas con geranios, pero ninguna paloma. Se lo hice notar.
—Vienen por la mañana cuando hay sol —me aclaró.
Apareció el padre de Emilio y avanzó hacia nosotros. Nos gritó:
—¿Qué hacen allí parados como babiecas?
Emilio corrió hacia la vivienda. En su carrera trazó una curva para pasar lejos de su padre, como si el protector de palomas fuese un animal dañino.
Al día siguiente reanudamos la charla en los recreos, la proseguimos en la calle. Ahora me resulta imposible recuperar un solo tema de esa conversación. Pero la ansiedad de proseguirla hizo que en la tarde pasara una y otra vez por el portón del corralón. No vi palomas ni nada parecido. Siempre el empedrado húmedo, las pozas de orines y aguas servidas. Emilio me vio y vino del fondo.
—Estoy lavando los tarros. En seguida termino y salgo.
Nos contamos miles de cosas. Recuerdo que eran mentiras y más mentiras. Ejercitábamos la capacidad de inventar historias. Nos excitaba el descubrimiento de que podíamos vivir otra vida, e inclusive muchas vidas más atractivas que la nuestra, al solo costo de inventarlas y contarlas, siempre que alguien las escuchase y las aprobara. Nunca pues nos desmentimos en nuestros cuentos. De tal modo Emilio y su familia vivían en el corralón por pura casualidad. No tardarían en mudarse a una casa con jardín y balcones.
En otra oportunidad ya conté que un día nos perdimos con Emilio por seguir al muñeco Pedroso, el gigantesco cabezudo que con redobles de tambores recorría el barrio haciendo propaganda a una marca de galletitas. Un hombre nos recogió cuando vagábamos extraviados por la barriada que se extendía del otro lado del Parque Centenario. Al conducirnos a casa le expliqué a nuestro salvador que yo vivía en la calle Potosí, al lado de los fondos del Hospital Italiano. Después señalé a Emilio:
—Éste vive en el corralón de Pringles.
Emilio bajó la vista y no dijo nada. Nos siguió atrás un buen trecho. De pronto se acercó y me dijo al oído:
—¿Por qué le contaste que vivo en el corralón?
Esa noche no pude dormir. Me dominaba la angustia de trotar extraviado por calles desconocidas. Escondí la cabeza bajo la frazada y allí me persiguió la mirada apenada y rencorosa de Emilio. “¿Por qué le contaste que vivo en el corralón?”
Al día siguiente fue domingo. Resolví visitar a Emilio en su casa. Descubrí que en la mañana el sol inundaba el patio del corralón. Ahí estaba Emilio, misteriosamente echado en el suelo.
—¿Qué te pasa?
Con el dedo en la boca me indicó que me callara. En la mano derecha mantenía una larga cuerda.
—¿No te hicieron nada en tu casa por llegar tan tarde? —me preguntó en voz baja.
—Nada. ¿Y a vos?
Con la mano izquierda se bajó las medias.
—Mirá.
Le vi unas líneas coloradas en las piernas.
—El viejo estaba rabioso. Me pegó con el látigo.
Con la mirada seguí el piolín que Emilio tenía en la mano. Terminaba amarrado en un trozo de palo de escoba, que mantenía en alto un bastidor de enrejado de alambre. Reconocí el artefacto: una trampa para palomas.
—Ayudame —me pidió Emilio—. Una gallina anduvo dando vueltas por ahí y seguro que se comió todo.
Cerca vi la media bolsa de maíz que su padre compraba para las palomas. Hundí las manos en ese oro rojizo, recogí un puñado y fui a esparcirlo debajo de la trampa. Al volver alcancé a ver en el corredor de las habitaciones un par de palomas colgando de las patas, aireándose con las alas abiertas.
Me senté al lado de Emilio y pacientemente esperamos que las palomas del cielo bajaran a la tierra.
De Un día menos, Sudamericana, Buenos Aires, 1966