Más temprano esa semana la pileta de la cocina había comenzado a eructar burbujas oscuras y, cada tanto, a regurgitar los restos babosos y deshilachados de alguna comida ya olvidada. Al parecer, el sifón se encontraba saturado de basura y esto impedía el paso normal del agua. Al menos eso era lo que él creía, y por eso estaba ahora tirado bajo la mesada con una llave inglesa en la mano. Ni bien aflojó la tuerca inferior, unas gotas negras y aceitosas comenzaron a llover sobre su cara.
–…ta que te parió.
Quiso volver a ajustar la rosca, pero la llave se le zafó de las manos y se le cayó en la cabeza. Él ahogó un grito y se levantó mordiéndose el labio. Cuando el dolor cedió y pudo abrir los ojos, la vio. La nena estaba parada a un par de metros, mirándolo. Vio que tenía puesta una remera que le llegaba hasta los tobillos y los zapatos de su madre. Él le sonrió con los ojos aún llorosos y volvió a meterse bajo el fregadero.
–Papi, ¿qué es genocidio?
El padre, que había vuelto a tratar de ajustar la tuerca, soltó la llave de nuevo y se incorporó como poseído. Esta vez se golpeó la cabeza contra el marco del mueble.
–Pero la con… ferencia –dijo mientras se frotaba la frente. –¿Qué? Mi amor, ¿de dónde sacaste esa palabra?
–La están diciendo en la tele –respondió la nena haciéndose rulitos en el pelo.
–¿Cómo? ¿Quién en la tele? ¿Un dibujito? –se indignó él.
–No, la señora esa que grita.
–Ay, Dios mío. ¿Dónde está mamá? ¡Cómo te deja ver esas cosas!
La nena levantó los hombros. Él refunfuñó algo entre dientes mientras deambulaba la mirada por sus herramientas y el piso mojado.
–¿Y, papi? ¿No sabés?
Un suspiro largo y pesado precedió la respuesta del padre.
–Claro que sé. Claro que sé. ¿Cómo no voy a saberlo? Es cuando… es cuando se mata mucha gente.
–Ah –y la nena estiró esta exclamación. –¿Cuánta?
–Y, mucha. Un montón.
–¿Cinco?
–No, no cinco. No sé. Treinta mil.
–¿Treinta mil? –exageró ella su sorpresa. Luego preguntó –¿Eso es muchísimo?
–Sí, es un montonazo –respondió el padre.
La nena salió corriendo y gritando treinta mil como si fuera la sirena de una ambulancia. Él volvió a meterse bajo la mesada para terminar el trabajo. Seguía escuchando los gritos de su hija que se alejaban y se acercaban. La escuchaba taconeando y adivinaba su paso a través de todas las habitaciones. Ella volvió a la cocina y corrió dos vueltas alrededor de la mesa.
–¿Es mucho como cien?
Él había logrado enganchar la llave y sentía que por fin el chorro de agua había menguado. Por eso le respondió desde el fondo del mueble, mirándola por sobre la panza y entre sus piernas abiertas.
–No, cien no es tanto.
–¿Y cien no es un… un… cómo era? –ella volvió a hacerse rulitos con el dedo.
–¿Genocidio? No, sí. Sí, la verdad que sí. También –respondió el padre alzando la voz sobre el ruido que había comenzado a hacer toda la cañería.
–¿Y treinta y ocho, como vos?
–Sí, sí, supongo que también –le contestó él más preocupado porque el sifón no le estalle en la cara.
–¿Y cinco, como yo?
Por fín el padre perdió la paciencia.
–Este… eh, no. No sé. ¿Querés que te diga la verdad? La verdad es que no tengo ni la más puta idea. ¿Conforme? Ahora andate a mirar la tele y dejame de joder, por el amor de Dios y la concha de la puta virgen que lo re mil parió.
La nena pareció decepcionada, y tal vez comprendió que molestaba, pero probablemente no supo bien por qué.