I

¿Dónde queda la China?

Cuando yo era chica, la palabra que mis padres usaban para designar un absoluto de lejanía, algo que de tan remoto estaba a punto de caerse del mapa, era “la Cochinchina”. En mi etimología privada, eso significaba “más allá de la China”, pero nadie habría podido convencerme de que existiera tal lugar. ¿Cómo iba a existir algo todavía más allá de la China?

Cuando me asomé a la adolescencia, las cosas no cambiaron: la China siguió apareciéndome como el paradigma de lo inaccesible. Puede entenderse esa sensación de ajenidad en quien nació (y vivió, hasta largarse por el mundo) en Jesús María, un pueblo de la provincia de Córdoba, en Argentina, que tenía por horizonte, de un lado, las vías del tren (un tren que no pasa más) y del otro, un río seco que lo separaba de las ruinas de una misión jesuítica, San Isidro, allá por donde terminaba el Camino Real de los incas: la periferia de Occidente.

No, no había nada más lejos de mi casa que la China, un mundo apenas imaginable a través de la literatura o los paisajes brumosos de las estampas. Empecé a comprar antologías de poesía, libros de arte. Uno de esos libros, dedicado a la obra de un pintor del siglo XX, Ts’i Pai-Che, estaba en alemán, pero un amigo de mis padres lo tradujo generosamente para mí. En una de sus páginas resplandecía el dibujo de un ave majestuosa, con las plumas irisadas de verde. El texto que lo acompañaba era el siguiente: “Los pájaros saben de su belleza, sólo al darles nombre se transforman en gallinas”.

wp72c81ab6_05_06

Fue una especie de deslumbramiento metafísico que nunca me abandonó, enseñándome a mirar la realidad sin etiquetas previas. En aquella etapa de mi vida, me empujó a explorar, armada de tinta y pincel, la apariencia de una canasta de higos, una rama con algunos duraznos, una caña, un insecto: a través de la imitación de esas pinturas (actitud que ahora no sé si interpretar como humilde o como presuntuosa) intentaba desentrañar la belleza que está más allá de los nombres.

Esa certidumbre se desmoronaría al descubrir que en China, de todos modos, dar nombre −  tanto en la antigüedad como en nuestros días −  es una indispensable ratificación de sentido. En la Ciudad Prohibida se pasa de la Puerta de la Armonía Suprema al Salón de las Elegancias Acumuladas o al Pabellón de la Lluvia y las Flores; en el Palacio de Verano nos esperan el Salón de la Benevolencia y la Longevidad, de las Olas de Jade, de las Nubes Ordenadas. Y es que el gesto de nombrar, más allá de lo meramente descriptivo, apunta a la revelación de algo más íntimo e huidizo: por eso el nombre se elige tras mucha reflexión, y está sujeto a cambios si se demuestra inadecuado.

Mapas

Cuando, muchos años después, aquel espacio remoto apareció inesperadamente como la meta de un viaje posible, me puse a buscar los libros que había comprado cuando era joven y omnívora. Entonces leía poemas chinos de todos los tiempos, y me fascinaban, mientras explorando las páginas ahora amarillentas de la Segunda antología de la poesía china de Marcela de Juan, encuentro monótona la descripción de un paisaje de otoño, de un jardín bajo la lluvia. Para consolarme, me digo que sin duda hay en cada palabra demasiadas cosas implícitas a las que entonces era sensible y ahora se me escapan, como probablemente escapan a cualquier lector de esta esquina del mundo. El efecto es el de un cuadro con pocos trazos que sugieren algo no representado: quizá pintura y poesía compartan esa misma calidad de alusión a una realidad que está más allá de lo dicho.

Vuelvo a leer cuentos escritos en el período de esplendor entre los siglos VII y X, Contes de la dynastie des Tangs, que compré ya más grande, cuando estudiaba en París. En París había comprado también el librito rojo de Mao, pero no se me ocurrió releerlo ahora. Ya en aquella época me resultaba de una obviedad consternante. ¿Se deberá a las mismas razones por las que la poesía elude su secreto?

9787119032689

Recorro otra antología igualmente amarillenta: Cuentos chinos de tradición antigua. Son relatos de amor donde el amor es poco y mucha la violencia: historias de fantasmas, de espíritus-zorros que bajo la apariencia de damas seductoras hacen perder la cabeza (a veces literalmente) a los hombres que las codician, de sueños en los que se cumplen ambiciones y desquites sangrientos. No menos sangrienta, al fin de cuentas, me parece la famosa novela del siglo XVI Chin P’ing Mei, que los manuales de historia literaria definen como obra maestra del erotismo chino. Llego a la conclusión que, si de obra maestra se trata, no lo es tanto del erotismo cuanto de la corrupción y la impunidad, de la vida ociosa y desenfrenada de los poderosos, superiores a toda justicia.

Artículos sobre la China que leo hoy en diarios italianos muestran la persistencia de esas desviaciones: pagar para entrar en la Universidad aunque se figure entre los primeros en los exámenes de admisión, pagar para ser atendido en el hospital, para presentarse a una licitación, para ablandar a un juez. Esos artículos, es cierto, ponen de relieve la condena de los funcionarios implicados, pero algunos de los periodistas hacen notar que el castigo a la corrupción se ejerce sólo sobre personajes de segundo plano.

Persistencias irresolubles, quizá. A pesar de los cambios, las revueltas, las invasiones, las guerras, la voluntad de reformas de emperadores iluminados, la revolución comunista. Me lo hace pensar una novela escrita en nuestros días, Le complexe de Di, de Dai Sijie, en la que el protagonista enfrenta aventuras a la vez desopilantes y trágicas con tal de conseguir una muchacha virgen: es lo que el juez Di, ahíto ya de riquezas, pretende para resolver su caso.

Dejo de lado las novelas y paso al libro del sinólogo Piero Corradini, Cina. Popoli e società in cinque millenni di storia. La lectura me provoca la sensación de un enredo kafkiano en el que a través de guerras, invasiones, revueltas, crisis económicas, surgimiento de nuevas dinastías, de nuevas filosofías y religiones, lo único importante en esos cinco milenios es llevar la burocracia al más alto grado de perfección. Hasta lo que en nuestras culturas corresponde al cielo y al infierno está allí codificado, con minuciosidad pesadillesca, según las reglas burocráticas del imperio…

Y compruebo de todos modos que la ficción – tal vez sea una regla general – me resulta más esclarecedora que los ensayos.

De  la colección de  postales

El Palacio de Verano

palacio-de-verano_438620

El palacio de verano

 

Lagos y jardines, pabellones desde donde descubrir perspectivas inusitadas. La Emperatriz Cixi, a fines del siglo XIX, con el dinero que debía servir para proveer de armas a la Marina Imperial, satisfizo en cambio un capricho: construir una gigantesca embarcación ornamental de mármol. A la salida del lago, un buey de bronce asegura protección contra las crecientes. Tal vez Cixi pensaba que sería eficaz también en caso de guerra.

¿La Cina è vicina?

Al fin de cuentas la China no queda tan lejos, me digo después, ya tranquilamente sentada en el avión que me llevará a Beijing − que por una especie de tozudez de la memoria sigo llamando Pekín. Desde Roma son apenas nueve horas de viaje: aproximadamente lo mismo que New York, y cinco horas menos que Buenos Aires. Descubro que tenía razón ese eslogan que dio título a una película de Marco Bellocchio de 1967, La Cina è vicina − La China está cerca. Eran los años en que el maoísmo relucía en Europa (y también en Argentina, como compruebo leyendo los artículos de Bernardo Kordon, Juan José Sebreli, Carlos Astrada, etc. recogidos en 1968 en Testigos de China) con los fulgores de una utopía deseable para todos. ¿Será que la distancia, como la pintura, es “cosa mental”?

Sin embargo, la conciencia de una lejanía irreductible vuelve a asaltarme mientras voy ascendiendo hacia el corazón mismo de la meta de mi viaje. Entro a la rotonda de mármol del Templo del Cielo en Pekín. La expresión “Zhongguo”, con que la China se nombra a sí misma, quiere decir “País del Centro”: el centro del mundo. Y el punto central de la China era ese altar. Aquí es donde el emperador venía en los solsticios y los equinoccios a reverenciar a los dioses, agradecer y pedir. Y es aquí donde estoy, de pie en el más interno de sus nueve círculos concéntricos. Pero la China sigue quedando “más allá”.

Tal vez se deba a que soy refractaria a la magia de los números, al poder benéfico del nueve.  Un poder que, más allá de elucubraciones numerológicas, deriva de particulares semejanzas fonéticas, me explica Marco Cerini, experto y apasionado de la cultura china. El caso del 4, por ejemplo: la palabra para nombrarlo es “sì”; si cambiamos el tono, obtenemos “sĭ”, que quiere decir “muerte”. La irradiación negativa es tal que si en una tarjeta telefónica abundan los 4 se la vende con rebaja, pues nadie la quiere… La palabra para decir 9, “jiŭ”, por el contrario, es homófona con “jiŭ”, largo tiempo, equiparable a “eternidad”: se trata, pues, de un número bienaventurado, y su simbologia puede rastrearse dondequiera – ya sea en los círculos del Templo del Cielo o en la Ciudad Purpúrea, el complejo de edificios del palacio imperial. Allí se suceden patios inmensos en los que el número de los arcos de los puentes sobre los fosos, el tallado de nubes y dragones en los bloques de mármol por donde pasaba el palanquín del emperador, el color amarillo de las tejas vidriadas, los leones de bronce que preceden los salones son símbolo, palabra de un texto que desconozco.

China Lunar New Year

Templo del cielo

 

En este palacio vivía el llamado Hijo del Cielo, el emperador, con sus mujeres (una emperatriz, 3 consortes principales, 9 de segundo rango, 27 de tercero, 81 concubinas), sus descendientes, los criados, los funcionarios, los eunucos. Miles de personas, y 9999 habitaciones. Ni una más, ya que el cielo tiene 10.000, y ni siquiera un Hijo del Cielo puede poseer el mismo número, imagen del infinito.

Mi primer encuentro con el pasado es éste. Aunque es difícil saber de qué pasado se trata, ya que los rayos, sin duda más frecuentes en otros tiempos, incendiaban los palacios (por eso hay en cada patio gigantescos recipientes de bronce para el agua, y debajo de ellos espacio para el brasero que impediría su congelamiento en los rígidos inviernos de Pekín). El fuego y otros agentes obligaron a reconstrucciones incesantes. Un monumento del siglo XV en realidad es del XVII, cuando no del XIX. O del XX, como el templo de estilo tibetano del Palacio de Verano, originariamente de 1700, destruido por las tropas anglofrancesas en 1860, y rehecho en 1984: el concepto de “autenticidad” en China es muy resbaladizo, lo que crea serias dificultades, me dicen, cuando se trata de obtener de la Unesco el galardón de “Patrimonio de la Humanidad”. Otra clase de dificultad: identificar la elegante simplicidad de las estructuras que sustentan estos edificios bajo la proliferación obsesiva de motivos a la vez decorativos y simbólicos − nubes, dragones, leones, bambúes, aves fénix, lotos − que se entrelazan en volutas de colores nítidos, brillantes hasta rozar la agresividad.

De  la colección de  postales

Templo de los lamas en Pekín

P1100170

Templo de los lamas

 

Jóvenes monjes acuclillados que mezclan en sus baldes las pinturas para renovar la decoración, más preocupados por la maravilla de los fieles que por una restauración filológicamente correcta. Plegarias e incienso que ascienden ante imágenes adornadas con collares de cráneos, como las de los dioses aztecas. Expresiones de fe y guiños al visitante extranjero (de un gigantesco Buda de pie, tallado en un único tronco de árbol y dorado, la placa a la entrada de la capilla declara con orgullo que a causa de sus dimensiones está en el libro del Guiness). Exquisitas pinturas antiguas sobre espejo y estatuillas de cópulas entre un dios de brazos innumerables y una mujer montada a horcajadas en su cintura. De la expresión del dios los carteles explicativos aseguran que es una mezcla de rabia y de éxtasis.

Variaciones en rojo

Las tejas vidriadas del Templo del Cielo en Pekín son de un azul absoluto, profundo como un cielo de tormenta. Pero las paredes rojas parecen restauradas con pintura acrílica: chata, triste, vacía.

El mismo rojo sin esplendor de la sangre seca tienen las murallas que encierran el complejo de los palacios imperiales, vasto como una ciudad. “Rojo”, de todos modos, no es el término adecuado. Se puede probar con todas las palabras de la gama, bermellón, carmín, escarlata, colorado, punzó, pero no despiertan ningún eco. Eco que se advierte en cambio apenas se pronuncia el nombre tradicional: la Ciudad Purpúrea. Su aislamiento – su soledad, a pesar de la multitud vociferante de turistas – no deriva únicamente de la mole infranqueable de las murallas. Ese nombre la instaura en una lejanía esencial, que sólo en parte tiene que ver con el espacio (también del mar, en la Odisea, se dice que es purpúreo).

Para quien camine al atardecer por esos corredores al ras de los muros de púrpura el cielo está en otra parte. Cuando se ha ido el último visitante, por aquí sólo han de pasear los fantasmas de las concubinas recluidas. En un salón se exhiben las fotografías de las adolescentes que le traían al emperador para que hiciera su elección. Tenían trece años. Fotos desvaídas en blanco y negro y, en una vitrina, los signos: el cetro para la preferida, y al lado los abanicos, bolsitos y pinchos para el peinado con que las otras debían conformarse. El rojo de la laca y el de los ornamentos de coral. Todas, prisioneras de lujo, que ocuparían su tiempo jugando al dominó, bordando los zapatitos de seda para sus pies mínimos gracias a deformaciones despiadadas, tramando conjuras y venganzas con una crueldad minuciosa e imaginativa, o meditando el suicidio.

La Ciudad Prohibida. ése es el otro nombre de los palacios imperiales, y es un nombre sin discusión ni matices: lo comprobaron los que en tiempos del Imperio pagaron con la vida haberse atrevido a penetrar su recinto. Tal vez nos sigue siendo vedada, a pesar de que hoy creamos que con pagar una entrada basta para explorar su secreto. O tal vez la prohibición no sea sino la otra cara del deseo. Los cuadros sabiamente empalagosos de Jian Guo Fang la rodean con un aura de deleites inalcanzables. “El pintor de la Ciudad Prohibida”, lo define el catálogo de la exposición que se le dedicó en Roma en 2005. Antes del cambio de derrotero de los años 2000, en su país era un marginado; hoy es en cambio un artista oficial, cuyas obras proponen, con la precisión obsesiva de la nostalgia, un mundo donde sueñan concubinas enjoyadas, envueltas insistentemente en casacas de rojos brocados que resplandecen en el claroscuro creado por la luz incierta de una palmatoria.

Pabellones, sauces que lloran, como en una estampa clásica, sobre los estanques. Estoy en el parque de Ritan. Alguien sentado en un pabellón toca un instrumento que a mí me suena como un violín desafinado. Recojo una hoja, mitad púrpura, mitad verde moteado de amarillo. Me encamino hacia un recinto circular: cuatro puertas de piedra se abren a los puntos cardinales en las tapias bajas pintadas de rojo.

Es siempre ése el color de las moradas, cuartos o pabellones que recorremos en una famosa novela del siglo XVIII, Hung Lou Meng, cuya traducción inglesa publicada en Pekín en 1978 lleva como título A Dream of red Mansions.

Inversamente, ¿cómo traducir Red Capital? ¿La capital roja? ¿El capital rojo? En tiempos en que un gobierno comunista se aventura en los usos del capitalismo, las dos direcciones de lectura valen por igual: Red Capital es el astuto nombre de un restaurante de moda en Pekín, situado en una vieja casa, con sus patios interiores y sus celosías. Un cartel en una de las salas advierte que no se debe usar cierto sillón donde se sentó cierto jerarca. ¿Será que a veces regresa su fantasma? Unas camareras están vestidas como ondulantes concubinas imperiales; otras, con el uniforme neutro de los Guardias Rojos, que tuvieron en sus manos el país desde el inicio de la Revolución Cultural, en 1966, hasta la muerte de Mao Zedong en 1976 (entonces lo escribíamos Mao Tse Tung). Sin duda habrá quien experimente el placer sádico de hacerse servir por esos simulacros de quienes eran todopoderosos. No se sabe cuántos millones fueron sus víctimas, pero tal vez pueda dar una idea saber que, al fin de esa etapa feroz, los oficialmente rehabilitados fueron 100 millones. La mujer de Mao, Jiang Qing, integraba, con otros tres dirigentes,  la “Banda de los Cuatro”. Todopoderosa, mientras vivió el Gran Timonel. Después fue a parar ella también a la cárcel. Afuera del restaurante espera, para siempre inmóvil, su interminable limousine negra con cortinillas de encaje.

 

Superposiciones

En Pekín a martillazos se despanzurran los barrios viejos, los hutongs de callecitas laberínticas. Típicas, sin duda. A menudo, miserables. Dejan lugar a torres de espejos ahumados y a la nostalgia del exotismo. Las torres de espejo de Shanghai en la Plaza del Pueblo son color oro, color turquesa: arquitecturas postmodernas con reminiscencias de pagoda. Se levantan al lado de los templos de monjas budistas fuera del tiempo, en los vericuetos de la ciudad china donde la multitud fluye sin pausa. La Bienal 2004 de arte contemporáneo – experiencias extremas con el espacio, con la memoria, con la visión – se desarrolla en un edificio de los años veinte rodeado de jardines. En la zona colonial de la costanera, el Bund, sobreviven edificios art déco con sus rejas y sus lámparas de Lalique milagrosamente intactas, mientras en la otra orilla del río por donde desfilan chatas de carga y barcos de paseo llenos de pináculos dorados va creciendo el barrio de Pudong: el futuro ya se ha instalado allí, y parece inspirado en las historietas de ciencia ficción dibujadas por Forest o Druillet. Me pregunto si esa superposición es convivencia, o sólo un equilibrio precario que no tardará en derrumbarse al ritmo de las demoliciones, dejando algunos islotes de pasado para encanto de turistas.

Al azar de mis lecturas de L’Espresso, Financial Times, Diario, La Repubblica, etc., recorto artículos sobre la China actual. No se trata de un rastreo sistemático, pero la lista que transcribo tal vez pueda valer como imagen de la feroz asimetría entre lo vertiginoso del crecimiento económico y las carencias en el campo de los derechos humanos:

Se expropia la tierra de los campesinos con una compensación irrisoria para destinarla a la especulación edilicia. Si hay protestas (y teniendo en cuenta sólo las cifras oficiales, en 2005 hubo 87.000 revueltas, a menudo de pueblos enteros) se las sofoca con una violencia extrema (23-03-06).

La divulgación de los secretos de Estado implica acusación de espionaje con el consiguiente castigo. Pueden ser rubricados como “secreto de Estado” artículos publicados en diarios chinos, a pesar de que para publicarlos hayan tenido la aprobación previa de la censura (10-06-05).

Las estadísticas sobre la calidad del aire o del agua son consideradas secretos de Estado y nadie tiene el derecho de verlas o pedir su publicación (17-08-05).

La masacre de Tian’Anmen (junio 1989) nunca ha sido investigada por las autoridades, nadie fue castigado por las violencias, y sigue siendo imposible saber cuántas personas murieron (7-01-05).

mascare

Un historiador de etnia mongol, por abrir una librería especializada en historia y cultura mongoles es acusado de “separatismo” y condenado a 15 años de prisión (7-01-05).

Muere un obrero de 19 años en la construcción de la línea de metro en Pekín para las Olimpíadas. Es el séptimo. Hubo otras seis muertes en marzo: por varias horas no se llamaron los socorros para evitar que se supiera del accidente (15-06-07).

Y los que mueren casi cotidianamente en las minas de carbón. Y el amordazamiento de toda disidencia. Y los que una noche al volver a su casa la encuentran marcada con el ideograma inapelable que significa “Para ser demolida”.

A la vez, qué dulzura la de estos jardines cerrados, estos parques. La serenidad austera de las pinturas. Artes marciales que, como el Tai Chi, trascienden la necesidad del combate físico. Una medicina que religa al hombre con el universo. La sabiduría artesanal que subyace al deslizamiento acariciador de las sedas, a la limpidez de líneas en los muebles – tanto los auténticos como los falsos – que ofrecen los anticuarios, al esplendor de las joyas que orfebres modernos reinterpretan.

¿Tal vez insisto demasiado sobre las contradicciones? Pueden aparecer como lo más obvio, lo que con mayor inmediatez se revela a nuestra mirada. Creo de todos modos que corresponden a pulsiones profundas, de las que percibimos (de las que soy capaz de percibir) sólo los encrespamientos en la superficie.

De la colección de postales

Identidad

Un reloj de mesa, de madera, en un mercado. En el centro, las manecillas recorren las horas sobre la imagen de un revolucionario en marcha, iluminado seguramente por el sol del porvenir. A los costados, dos paisajes clásicos de montañas vaporosas.

Formas del secreto

Creo que eso explica por qué, como en ningún otro de los países por los que he viajado,  aquí me siento tironeada con igual fuerza a la vez por la fascinación y el rechazo. La aserción “La Cina è vicina” se me revela en su carácter de ilusorio juego de asonancias. Y creo que precisamente de esa percepción de una inaferrabilidad esencial deriva una especie de sometimiento al reclamo de los mercados: como si apoderarnos de un objeto fuera a concedernos la revelación de un misterio, la puerta hacia un mundo otro. En O caratere do sono la escritora brasileña Maria Lúcia Verdi − mi amiga Malú −, residente en China desde hace varios años en misión diplomática, identifica en ese reclamo, que desborda la materialidad del objeto mismo, el origen de la necesidad de posesión:

“Poder comprar todos los tesoros, llevarse bajo el brazo todo lo que se ve en los museos. Llevarlo a casa, del otro lado de todos los océanos. Una sinuosidad que atiza sin pausa el deseo, seduce con hablas propias − presencias tan fuertes que parecen confirmar la tradición: un objeto antiguo no es más un objeto, es un ente espiritual. Vamos pues a la deriva entre esos espíritus impalpables. Es preciso buscar  una brújula, la  brújula más exacta para la orientación entre esos centelleos susurrantes − ven, sácame de aquí, llévame contigo. Pero […] es poco lo que podremos llevar a casa − el deseo permanecerá insatisfecho, errante. Y la miríada de objetos seguirá asombrándonos en noches distantes, en otros tiempos, como un recuerdo de la vivencia de lo maravilloso, de lo que había allá, del otro lado del mundo”.

El 1◦ de octubre, aniversario de la fundación de la República Popular China en 1949, es fiesta nacional. Esa clase de feriados en otros países implica el cierre de los negocios. Acá no: su obligación es vender. Y como la nuestra es comprar, aquí estamos, en el Panjia Yuan, tal vez el más famoso de los mercados de Pekín, ejercitándonos en el entusiasmante deporte del regateo − las calculadoras suplen la incomunicación lingüística. Porcelanas que repiten a Mao en todos los tamaños y colores. Algunos son blancos y grandes como un conejo. Otros, más altos que yo. Otros, mucho más pequeñitos, están sentados en un sillón rojo, principesco. Son millares. Y millares las obras de falsarios, tan hábiles, que en ellas, como en las auténticas, alienta un arcano: elegantes caballos de terracota de la dinastía Tang, bronces de los Zhou, relicarios tibetanos, lacas.

No mucho más allá queda el mercado de pájaros y flores, donde veo sobre todo peces de colores boqueando en bolsas de plástico colgadas al sol, artesanos que pintan enormes jarrones de porcelana, y al final del laberinto una mínima salita de té, sosiego y silencio en medio del caos.

Otro mercado − del que mis amigos pekineses me han prohibido divulgar el nombre − se despliega entre las ruinas de un templo devastado por la furia de la Revolución Cultural. Queda tan lejos y es tan desconocido que nosotros somos los únicos occidentales a cuya curiosidad – o veneración – se ofrecen los tesoros. El pulimiento de los discos de jade de presunto origen arqueológico, los bi, es tan delicado que la materia translúcida promete al tacto una suavidad inédita. En un sello de piedra oscura se despliega un minúsculo paisaje; en otro, dos leones se enfrentan para siempre; otros sellos consisten en una planchuela de hierro, pequeña y pesadísima. Me pregunto de qué funcionario, de qué enamorado habrá sido esa firma; qué cartas, poemas o documentos sellaron esa montaña, esos leones, ese dragón con que ahora firmo yo.

Un anticuario exhibe joyas de un metal bajo − latón, o cobre − recubiertas con placas de un azul fosforescente que en algunas partes se ha desprendido. ¿Turquesas?, pregunto. No,  plumas: plumas de un pajarito, una variedad de martín pescador que se extinguió. De tanto arrancarle plumas para adorno de concubinas imperiales, deduzco. En el Shard Box, que se especializa en antigüedades y reelaboraciones a partir de fragmentos antiguos, encuentro unos pendientes, inspirados en un modelo tradicional, en el que dos arabescos azules − estilización de dos dragones − enmarcan una perla y una cuenta de coral. Esa noche me despierto de pronto con el recuerdo de un verso: “pajarito chino de color añil”. ¿De dónde vendrá? Creo haberlo leído, muy chica, en uno de mis primeros libros, el Libro de oro de los niños. A mi regreso pregunto a Luis Iñigo Madrigal, crítico chileno que tiene en su memoria, entre muchas otras cosas, un impresionante archivo de poesía de la lengua española. También conoce ese verso, claro está: es de Juana de Ibarbourou. Pajarito chino de color añil: ¿desde la infancia me estabas esperando?

De la colección de  postales

Negocio de antigüedades en Liu Li Chang

La vitrina exhibe una colección de piedras montadas en elegantes soportes de madera. Piedras negras donde las magias geológicas han inscripto una línea blanca, una mancha, un fantasma que me invita a seguirlo del otro lado.

Meditación

Mientras estoy viajando por Yunnan,  Malú me avisa que ha encontrado en el mercado de Chao Wai esa piedra que ando buscando desde que, bajo el nombre de “piedra de sueños”  (o “piedra de meditación”) descubrí su existencia en un libro de Roger Caillois, L’écriture des pierres: unas planchuelas de mármol que en el siglo XIX un artista, atraído por sus vetas, delimita, enmarca, titula y sella, transformándolas en una obra de arte “de la que a partir de ese momento asume la responsabilidad”. A mi regreso a Pekín, el día antes de mi partida definitiva, tarde, corriendo el riesgo de que ya hayan cerrado, vamos al Chao Wai, subimos al último piso. Corredores oscuros se abren en todas direcciones. En las paredes cuelgan trajes de mandarines, a veces raídos, a veces bordados con dragones de un resplandor intacto. Y dioses que están cubiertos de polvo, y tocados nupciales de emperatrices. Sólo nosotras dos caminamos por ese laberinto, a veces chocando en la penumbra con gente que juega a las cartas en el suelo y no se desplaza cuando pasamos. Al doblar un recodo encontramos el negocio donde me está esperando la piedra. Es el único negocio donde hay un vendedor. ¿Será que aquí nunca llega nadie? ¿Será que todo esto es sólo un sueño?

En el viaje siguiente pido a Malú que me lleve otra vez a ese lugar mágico.

− Chao Wai. Cómo no me voy a acordar. Ahí es donde encontramos tu piedra.

− Eso. Pues quiero volver.

− No vas a poder, dice Malú: no existe más.

No existe más ese piso situado en otra dimensión de la realidad, marcada por la niebla baja que era el humo de los cigarrillos de los jugadores de cartas. Tal vez tampoco existía entonces, y eso que parecía un sueño era un sueño de verdad.

No existe más Chao Wai. O no existe más ahí, en esa forma. El tiempo con sus mudanzas, más veloces en Pekín que en cualquier otra parte. Al igual que en las leyendas, todo es demolido o levantado en una sola noche, desplazado, transformado.

¿Cómo conciliar esa obsesión de cambio con la obsesión de dejar constancia? En algún registro de papel o de piedra todo ha sido escrito, los nombres de los funcionarios ganadores de los concursos y los de las esposas y concubinas, los asesinatos, las técnicas sexuales, los platos servidos en los banquetes. ¿Sobre esa voluntad de permanencia se apoyan los cambios arrasadores que están transformando – por lo menos en apariencia – el país? ¿Qué papel jugará la tradición ante el triunfante – por lo menos en apariencia – modelo occidental?

Termino de leer el Chin P’ing Mei. En ese mundo disoluto en el que la única preocupación (de los ricos) es la poesía, la contemplación, la acumulación de bienes, el disfrute del cuerpo,  inesperadamente hace irrupción la historia:

chpingmei4

“Llegó pues el día vergonzoso en que la caballería de la Horda de Oro invadió K’ai-fêng Fu, la capital oriental del Imperio, y se llevó prisioneros a los dos emperadores – Hui Tsung, que había abdicado, y su  hijo Ch’in Tsung – con todos los príncipes, las princesas, y la corte entera. La Llanura Central había quedado sin gobierno; en todas partes reinaba la confusión, los frenos del orden público se habían roto, la población abandonaba sus casas y huía, todos lloraban al ver las habitaciones y los establos derrumbarse en polvo y ceniza, y centenares de familias lloraban a sus seres queridos, que se habían ahorcado o yacían ahí donde habían caído, al borde del camino, durante el éxodo. Los padres habían quedado separados de sus hijos, los maridos arrancados de sus mujeres. Aullaban los fantasmas”.

Parece el fin de un mundo, y sin duda lo fue. Pero también las hordas de los mongoles se adaptaron. China los absorbió:  los achinó (hablar de proceso de sinización sonaría sin duda más técnico), como a todos los que a lo largo de su historia la ocuparon. ¿Pasará ahora lo mismo?

II

Postales fuera de colección

En las que podría haberse leído:

El encuentro con el ángel (chino) de la guarda que me salvó cuando quedé varada en un aeropuerto en las montañas de Yunnan donde no podía pedir explicaciones a nadie pues nadie hablaba inglés (él tampoco, pero su celular tenía un diccionario incorporado).

Las innumerables fechorías del señor Wang, nuestro guía borrachín en la Ruta de la Seda, que no estaba esperándonos cuando el tren nos depositó en medio de la nada y de la más absoluta oscuridad nocturna: la estación respondía, sí, al nombre de Turpan pero el oasis de Turpan quedaba a 50 kilómetros de distancia (ocasión para que se manifestaran otros ángeles de la guarda y para dejarnos encandilar por el terrible fulgor del cielo del desierto).

La expedición en Pekín a Fábrica 978 que, como su nombre lo indica, fue el complejo de cobertizos y talleres de una fábrica y es hoy una zona de estudios y galerías de arte donde los excesos y las protestas de la vanguardia encuentran acogida (total está convenientemente a trasmano).

Las aventuras en los mercados inagotables: el Mercado de las Perlas en Pekín, que deslumbra con las joyas de los pisos superiores mientras su nivel más terrenal desborda de grandes peces celestes y tortuguitas patas arriba; Liu Li Chang, paraíso de calígrafos y pintores, donde se entra como si fuera una zona de la memoria, a través de una puerta restaurada en el estilo de la dinastía Qing; las calles de Dunhuang con sus hileras de puestos para las infinitas variedades de té, para las flores confitadas de pétalos rosados, pulposos y de un sabor en el que lo dulce y lo acre son indistinguibles; el abigarramiento de colores, aromas, músicas y gritos que triunfa en las noches de Urumqi y de Turpan mientras las mujeres desenrollan madejas de fideos entre los quioscos de latón recortado y decorado rebosantes de brochettes, higos, pasas de uva, nueces garrapiñadas.

Exploraciones

Acá querría hablar sobre todo de algunos desplazamientos que me permitieron descubrir diferentes rostros de la China: la China de supervivencias animistas en la provincia “Al Sur de las Nubes”, Yunnan; la China budista y la China musulmana en el recorrido hacia el noroeste por la Ruta de la Seda. Aunque una palabra más exacta que “descubrir” sería “entrever”, ya que el resultado fue más bien una mayor perplejidad.

Al decir “rostros” me refiero también, o quizá principalmente, al sentido literal de la palabra. En Occidente estamos acostumbrados a identificar como chinos exclusivamente a los han − casi el 90% de la población −, que nos parecen indistinguibles, sin detenernos en el 10% restante − formado por más de 50 etnias de una variedad abrumadora. De éstas, unas 25 se encuentran en la sola provincia de Yunnan: los yi, los bai, los naxi − que conservan una escritura pictográfica milenaria de origen desconocido y una organización de tipo matriarcal −, los miao con sus ornamentos rituales de plata, los depositarios del culto dongba − una especie de animismo que se mantuvo a través de la escritura pictográfica − con sus tocados de interminables plumas de faisán, las mujeres de ojos verdes moteados de amarillo − como las hojas caídas que recogí en el parque de Ritan, tan inverosímiles que surge inevitable la convicción de que se trata de brujas.

En cambio, la provincia de Xinjiang, donde concluyó nuestro viaje por la Ruta de la Seda, está poblada fundamentalmente por la etnia uygur: casi ocho millones de musulmanes de origen turco − otros rasgos físicos, otra comida, otros caracteres para la escritura, que en carteles y documentos acompaña a los textos escritos en caracteres chinos. Las entradas del museo etnográfico y arqueológico de la capital, Urumqi, declaran  orgullosamente en chino y uygur que estamos − según el texto inglés − en la “Xinjiang Uigur Autonomous Region”. Las autoridades políticas locales, en efecto, son uygures. Eso no significa que puedan abrigarse ilusiones sobre el real alcance de la autonomía: el control está en manos de funcionarios han  designados por el gobierno central.

De  la colección de  postales

Fidelidad

Una de las atracciones del Xinjiang, cerca de la ciudad de Turpan, es la mezquita de Sugong, y sobre todo su minarete, en el que los ladrillos del revestimiento entrelazan geometrías deslumbrantes. Durante la dinastía Qing el emperador Qianlong confirió un reconocimiento a Emin Kojha por haber ayudado al gobierno central a mantener el poder sobre los uygures. El minarete fue construido por el hijo de Emin Kojha en 1779, en memoria del padre y en honor de Qianlong. Emin Kojha era uygur.

Insidias del exotismo

Quien busca exotismo encuentra en Yunnan una respuesta muy cercana al imaginario occidental. Paisajes feéricos como los de la “Selva de Piedra”, Shilin (así podría traducirse este nombre) y ciudades de arquitectura tradicional como Lijiang (una reliquia del pasado maravillosamente conservada, rodeada de montañas, atravesada por canales bajo la sombra de los sauces, con un ritmo de otros tiempos y una vocación turística subrayada hasta la exasperación), que de tan encantadoras parecen consistir en pura escenografía.

En Dali no se ven paredes ciegas: recuadros con paisajes, pájaros, poemas, signos en los ángulos sobre la blancura perfecta del encalado. Son las siete y anochece, un cielo de remolinos oscuros se adensa sobre la puerta de la ciudad vieja, toda peatonal. La gente camina lenta hacia su casa por la calle principal donde corre una acequia con cascaditas. Marea la fragancia de los nardos que venden en los quioscos. En tal conjunto de imágenes idílicas que proclaman “Esto es la China” irrumpe un camioncito para la última recolección de la basura, anunciándose con un carillon que repite sin tregua Para Elisa de Beethoven. “Esto es la China”, me digo, y me encamino por el callejón alumbrado sólo por linternas rojas que me lleva a una mansión de otros tiempos − ahora, obviamente, un hotel.

He visto en una excursión a las montañas una mujer de la etnia miao con el traje tradicional y un broche de plata en forma de mariposa de la que cuelgan instrumentos de uso indescifrable: una especie de cucharita, algo que parece una pinza, un gancho agudo como un alfiler, una cajita labrada. ¿Cosa de brujería, de belleza, de costura? En Dali un anticuario me ofrece algo semejante. Un día no muy lejano estas cosas sólo se encontrarán en los museos, o serán falsas. ¿Resistiré a la tentación?

En la calle me detengo a revolver en los puestos con ropas y tapices. Siento que me toman del brazo. Una mujer, en un inglés rudimentario, me dice que en su casa tiene cosas mejores. Ahora camina un poco más adelante, y cada tanto se da vuelta para comprobar si la estoy siguiendo por las callecitas tortuosas. La sigo: ya no sabría cómo volver atrás. Entramos en una casa igual a todas las otras y la puerta se cierra detrás de mí, dejándome en la oscuridad. Se enciende una luz, ella señala una escalera y yo subo. Por un puentecito colgante pasamos a la casa de al lado. Me pregunto si no me habré vuelto loca. Desaparición de una extranjera: ¿quién se enterará? Pero no, hemos llegado a la cueva del tesoro. Pilas de antiguas telas bordadas, que la artera viejita y sus compinches recortan de los trajes tradicionales para hacerlos más redituables, fragmentos tallados en madera, canastas de joyas. Sedas con un brillo deslucido de oro antiguo donde se tejen entrecruzamientos geométricos que, como los entrecruzamientos de piedra de Mitla en México, cuentan una historia que no sé descifrar. Al día siguiente nos encontramos por casualidad. Ella sonríe, señala la vitrina del anticuario: “Él, todo falso”, dictamina, me entrega su tarjeta de visita y se va.

En Lijiang asisto a un concierto de música antigua en el Naxi Concert Hall. Cuando sobrevino la furia de la Revolución Cultural que arrasaba las huellas del pasado destruyendo las porcelanas clásicas, arrancando las caras a las deidades de los frescos del templo de Baisha, los naxi, para salvar sus instrumentos musicales los enterraron. Me acuerdo de la historia de una vajilla de porcelana celeste – el color de los unitarios – que la familia Viramonte, en Córdoba, había ocultado bajo tierra mientras duró el gobierno federal de Rosas. Al disiparse el vendaval de los Guardias Rojos, la gente recuperó los instrumentos amorosamente ocultados, y ahora una orquesta de señores de 70 u 80 años (de los que el programa aclara sin misericordia “cada año uno o dos nos abandona”) nos ofrece esos sonidos para mí más sugestivos que placenteros, como las voces de las cantantes, tan agudas que se vuelven un chirrido.

Mi guía me había sugerido que fuera en cambio al Dongba Palace. Desconfiada como cada vez que un guía propone algo (generalmente ese algo termina transformándose en una visita forzada a fábricas de porcelana, casas de té, joyerías, negocios donde les darán un porcentaje), yo había dicho que no, pero gana la curiosidad. Los viejitos músicos tienen el mismo estilo de los otros; hay además un grupo de jóvenes. Los hombres son altos y salvajemente apuestos, las mujeres solteras están vestidas de blanco, las casadas de negro, pero todas llevan en la espalda de la chaqueta una franja negra – el cielo – donde están bordados siete círculos: las siete estrellas de la Osa Mayor. En la danza se cortejan, se entrelazan y rechazan, crean ellos mismos la música con los tambores que los hombres golpean con colas de yak y las mujeres con largos bastones curvados en la punta. Pienso con alivio cínico que mientras haya turismo estas danzas, por más desvirtuadas que estén, sobrevivirán. Lo que seguramente no sobrevivirá es el régimen matriarcal: hijos pertenecientes a la madre, los tíos como único pariente cierto, amores sin convivencia − sólo un sombrero en la puerta indicando que esa noche la casa está ocupada y no conviene que otro enamorado se presente.

Más tarde leo un artículo de Federico Rampini que derrumba cualquier imagen idealizada de la vida campesina en Yunnan: las damas miao de elegantes túnicas negras y aros de plata tintineante que bajan de la montaña trabajan en su casa como animales de carga y en el mercado no ofrecen sólo especias, té o telas bordadas, sino también marijuana y heroína.

De la colección de postales

Souvenirs

En plan de compras por Pekín, el turista bien informado se encamina por Jian Guo Men Wai hasta el Friendship Store, negocio oficial donde sabe que encontrará inesperadas variedades de té, artesanías de distintas regiones de la China, reproducciones garantizadas por los museos, ropa tradicional y de diseño, jades, caligrafías, antigüedades certificadas, lacas, sedas − todo presumiblemente auténtico y a un precio más o menos abordable.

friendship-store

Mejor informado todavía, otro turista camina pocas cuadras más, llega a una esquina y se adentra por la Calle de la Seda: un pasaje estrecho y vagamente clandestino donde la autenticidad de la seda es dudosa, pero en compensación el costo es inferior y la apariencia, de todos modos, suficientemente satisfactoria.

Eso sucedía antes. Debidamente aleccionados, hoy los turistas que llegan a la esquina se  zambullen en el edificio de varios pisos que ha reemplazado a aquella callecita: el Xiu Shui Market, negocio oficial de falsificaciones. Regresan de la China a sus hogares lejanos con las alforjas llenas de anteojos RayBan, camisas Lacoste, zapatillas Adidas, carteras Louis Vuitton.

Apuestas

Los mozos de un famoso restaurante tradicional de Pekín, el Lao Beijing, ni bien ha terminado el turno del almuerzo, mientras esperan el turno de la noche se ponen a jugar a las cartas en las salas vacías. Juegan a las cartas, apoyándose en los antiguos tambores de piedra del templo lamaísta del Palacio de Verano, grupos de hombres y mujeres. Un poco más abajo en la escalinata juegan los adolescentes de una escuela que ha terminado la visita. Juegan unos viejos a la luz de una linterna sobre una tabla apoyada en una carretilla, en Shanghai. Juegan en Xi’an bajo los paraguas mientras llueve. Están jugando desde la noche de los tiempos.

LaoBeijing_Exterior_SOURCED

La apuesta más arriesgada: la del fundador del primer imperio chino unificado, Qin Shihuangdi, contra la muerte (Qin se pronuncia “chin”, y de allí tal vez venga el nombre de la China). En la ciudad que hoy se llama Xi’an, Qin Shihuangdi ordenó a 700.000 hombres plasmar en terracota y bronce los simulacros de sus soldados, sus músicos, sus acróbatas, su corte y construir una tumba donde su barca navegara por ríos de mercurio – probablemente tan llena de celadas que los arqueólogos no se ha atrevido a excavarla. Desde la adolescencia había vivido rodeado de alquimistas que le preparaban pociones para satisfacer su ansia de inmortalidad, y dedicando su tiempo tanto a las conquistas de territorio como a la construcción de su palacio para el más allá. Qin Shihuangdi murió sin haber cumplido 50 años. El tiempo ocultó ese ejército que el primer emperador puso como guardia de su tumba hace 2200 años, la azada casual de un campesino lo trajo a la luz en 1974, y el cuidado paciente de los restauradores va devolviendo la  magnificencia a miles y miles y miles de guerreros que en hileras van levantándose con armas, carros y caballos desde su propio polvo. En el otro extremo del cobertizo están dispuestos, a la altura del espectador, algunos personajes que se encuentran en proceso de restauración. El efecto deja de ser arqueológico para transformarse en una especie de instalación de artista contemporáneo, imagen inquietante que pone de manifiesto un enigma del que no se alcanza a definir la naturaleza. Tal vez sea simplemente la fuerza que emana de toda representación en la que se percibe la huella de una vida.

¿Y qué clase de perduración es la de la “Bella de Loulan”, una dama de 4000 años de edad perturbadoramente intacta gracias a una especie de barniz del que los científicos no han conseguido identificar la composición? En el museo de Turpan abundan sus semejantes, para nada comparables a las momias egipcias ni a las precolombinas, ni siquiera a los difuntos que de pie esperan el juicio final en las galerías subterráneas de los capuchinos en Sicilia. Caminamos en silencio entre estas damas y dignatarios a quienes no se ha concedido el honor de un nombre. Su exhibición tiene algo de vagamente impúdico que en cierto modo inquieta y avergüenza.

Otro intento de hacerle trampa a la muerte es el de los príncipes y princesas que hoy descansan en las vitrinas de varios museos, cubiertos por una armadura de jade: una de las virtudes atribuídas al jade, tal vez por su dureza comparable sólo a la del diamante, era la de impedir la corrupción. El que hoy admiramos entre los tesoros del museo de Pekín es un príncipe: lo indica el vistoso estuche de jade entre las piernas que protege, o señala, el sexo. Aunque, en realidad, lo que descansa en todas esas vitrinas es un envoltorio vacío, a veces de un verde tierno, otras casi amarillo, de pequeñas placas sujetadas por nuditos de oro. ¿Y si la corrupción de estos cuerpos fuera un efecto de la prisa de los arqueólogos? ¿No habrá en alguna sepultura aún inviolada un príncipe incorrupto dentro de su armadura resplandeciente?

Rutas

Hoy se viaja a Xi’an sobre todo a causa de la apuesta de Qin Shihuangdi (o mejor dicho, gracias a que perdió su apuesta ). Otras cosas suelen sustraerse a la atención de los viajeros. Por ejemplo, la mezquita que atestigua la tolerancia de la dinastía Tang para con budistas, cristianos, musulmanes. Desde hace casi 1300 años sus portales de piedra y sus celosías encierran zonas de meditación y plegaria, jardines donde florecen las daturas, una paz infinita adensada por el tiempo bajo los techos de tejas vidriadas color turquesa.

De Xi’an (antes Chang’an), capital de la provincia de Shaanxi en el centro-este, partían las caravanas que ya a principios de nuestra era llevaban la seda hasta Samarcanda, desde donde seguiría su viaje hacia el Mediterráneo. Paralelamente a la seda, con las caravanas fue viajando el budismo, que dejó sus rastros en el esplendor de las grutas esculpidas y pintadas a lo largo de la ruta, y que hoy se visitan partiendo de Lanzhou, Dunhuang, Turpan.

Lonely Planet dice que Lanzhou es un lugar de “notable fealdad” – las guías Lonely Planet son útiles y despectivas. Sin duda Lanzhou no es bella, pero hay una Montaña de la Pagoda Blanca a cuyo jardín se entra por una puerta circular. Detrás de esa puerta corre un muro con el paisaje del jardín pintado en trompe l’oeil. Yo me siento en un jardín exterior, y cada vez que alguien entra – un soldado, un viejo, un grupo de niñas – y me da la espalda, por un momento compone un cuadro  de Magritte.

Por otra parte, si uno quiere visitar Binglingsi, Lanzhou es inevitable. Partimos de la ciudad al alba, pasando entre montañas pintadas de colores inverosímiles por “el arquitecto del mundo, en delirio” – aquí en cambio íbamos leyendo la prosa barroca de la Guide Bleu. Tanto la guía como la geografía nos aseguraban además que estábamos bordeando el Río Amarillo. Pero todo eso era solamente un acto de fe de nuestra parte, ya que una materia esponjosa, impenetrable, se había adensado alrededor del auto ni bien salimos de Lanzhou. La desazón aumentó cuando al llegar al embarcadero de la represa de Liu Jia Xia, de donde se zarpa para las grutas, vimos dos barcos que se entrechocaban. Despedían una amenazadora humareda negra que iba desflecándose en la niebla.

lanzhou bingling

Lanzhou Binglingsi

 

“Hija mía, ¿qué estás haciendo ahí?”. La pregunta acongojada de la madre de Malú desde Brasil al enterarse de que estábamos en el desierto de Gobi era  la que cada uno de nosotros se hacía en ese momento. Descubrimos con alivio que ninguno de esos dos barcos era el que nos tocaba cuando nos hicieron subir a otro, dotado de un acogedor saloncito con cortinas de cretona y divanes donde nos desplomamos, sintiéndonos a salvo. El alivio duró un instante: habíamos entrado en ese barco sólo para saltar al nuestro, una cascarita que se zarandeaba más allá, en medio de vahos infernales. “Y él es Caronte”, dice Malù, que me ha leído el pensamiento, señalando con la cabeza al piloto. Perdida toda esperanza partimos a los tumbos hacia la nada.

De repente el cielo se abre, se materializan cadenas de montañas rosadas que la erosión ha transformado en pagodas, en castillos y fortalezas. Penetramos en una especie de bahía escondida de aguas calmas. Hemos superado todas las pruebas, y el galardón es la belleza deslumbrante de Binglingsi. Recodos inesperados van develando las rocas agujereadas por cavernas y ermitas que durante siglos construyeron monjes y devotos. Desde ellas Buda, en infinitas figuraciones, preside inmutable las mudanzas que el turismo va imponiendo en el entorno.

Al margen del desierto de Gobi, las grutas de Mogao se revelan en cambio de una sola vez. Tras el portón de entrada, labrado y pintado con los colores violentos que parecen inevitables a partir de la dinastía Qing, se levanta una pared de la montaña donde se suceden las 492 grutas que han sobrevivido a la acción del tiempo, con sus 2415 esculturas pintadas y sus 45000 m2 de pinturas murales con 3000 retratos de donantes, 3400 figuras de bailarinas y otros “artistas celestiales”, 4300 instrumentos musicales de 44 tipos (no hay guía que no se jacte de éstas y muchas otras cifras). En algunos de los recintos, verticales, estrechos, están de pie Budas tan gigantescos que no se alcanza a verles la cara. En otros, decorados con la minucia de un libro de horas, se desarrollan deliciosas escenas de vida cotidiana o de leyendas. En la gruta número 45 un Buda rodeado de Bodhisatvas soñadores resplandece para los siglos venideros en su cuerpo de paja y estuco.

La llegada a Bezeklik, como la de Bingligsi, de tanta belleza corta la respiración. Montaña escarpada, río al fondo, álamos, más allá otras montañas azules. Aquí de las pinturas budistas queda poco, o nada: picadas y rayadas por los musulmanes, o extraídas por cuidadosos arqueólogos alemanes. Quien quiera verlas no debe ir a la China sino a Berlín.

La ruta de la seda costeaba ciudades florecientes que hoy son polvo. Gaochang, fundada en el siglo I a.C., fue destruída por la guerra en el XIV. Loulan ya estaba en ruinas en el siglo IV. Después de 1500 años de esplendor, el paso de Gengis Khan transformó a Jiao He en un reguero de adobes sin sentido. Las guías turísticas, elocuentes y simplificadoras, las agrupan bajo el nombre de “Ciudades muertas”. Pero aquí el pasado sigue vibrando, late en esta Jiao He rica en arcanos, como el cementerio dentro del perímetro de la ciudad donde, para desconcierto de los arqueólogos, se encontraron sólo tumbas de niños.

De  la colección de  postales

Pregunta sobre el futuro en una ciudad muerta

gaochang

Gaochang

 

La ciudad de Gaochang tenía doce puertas. Ninguna quedó en pie. Hoy a Gaochang se entra abriéndose paso entre los colores chillones de las piezas de seda que cuelgan en los quioscos de un mercado. Tres lindas adolescentes con una línea negra pintada de ceja a ceja nos piden que les saquemos fotos. No quieren dinero a cambio, como sucede en general en estos casos, sino que se las mandemos: ya tienen preparado el papelito con la dirección. Una de ellas mira siempre de costado y sin levantar la cabeza. Me doy cuenta de que tiene un ojo muerto. Es la única que no sonríe. Cómo no pensar qué rumbo tomará su vida.

Para  más asombros

En la necrópolis que se extiende en los suburbios del norte de Gaochang, Astana, se han excavado más de 400 tumbas. Los libros, con razón, definen el lugar como un “museo subterráneo” del período Tang: paredes decoradas con pájaros y flores,  pinturas sobre seda o cáñamo que retratan a la pareja de Fu Hsi y Nü Wa − los esposos-hermanos con cola de serpiente creadores del mundo −, estatuas de los guardianes del más allá, suerte de quimeras que recuerdan a los jaguares. Todavía conmovida por la belleza y la potencia de esas imágenes y por la paradoja de que sea gracias a la muerte (a cierta concepción de la muerte) que se hayan preservado esas constancias de la vida, vuelvo al aire libre y medio perdida en mis filosofías pregunto dónde está el baño. Me señalan una casilla en un descampado detrás de la zona museal. En la casilla hay una tabla agujereada colocada sobre un pozo, donde en el fondo las moscas se atarean sobre el resultado del paso de los visitantes.

La meta final de este tramo de la Ruta de la Seda es Urumqi, reconstruida después del terremoto de 1962. Queremos visitar el antiguo mercado, y nos indican lo que tomamos por una mezquita con sus minaretes de ladrillo de suntuosas geometrías: no, es el Shopping Center que suplantó el laberinto del bazar.

¿Todo esto es la China? ¿Cómo conciliarlo? ¿Cómo transmitir esta superposición de culturas, de gentes, de tiempos? Me pregunto si puede servir para entenderlo recordar que cuando decimos de nosotros mismos “latinoamericanos”, al fin de cuentas estamos poniendo bajo un solo nombre a un mexicano de Yucatán, a un fueguino de Argentina, a los paraguayos, los peruanos, los caribeños…

Todo en la China para mí fue nuevo y sorprendente, más allá de las lecturas y de las expectativas. Y algunas cosas lo fueron más que otras. Por ejemplo, la inmutabilidad de ciertas formas: esos discos de jade que hoy nos colgamos de las orejas o del cuello son los mismos bi que se encuentran en las tumbas a partir del neolitico, ensartados en hileras o dispuestos alrededor del difunto. Sólo las volutas más o menos complejas del relieve en que un fénix o un dragón se entrelazan revelan el paso del tiempo: en sus variaciones un experto podrá leer el siglo al que pertenecen. Relumbran suavemente en las vitrinas de todos los museos y en las de todas las joyerías. Nada más que piedras con un orificio en el centro, pero insondables como un túnel. ¿Imagen del cielo? ¿del principio femenino? ¿o, como propongo en un cuento, puertas hacia otra realidad? Menos frecuente, el cong (la pronunciación suena más o menos “tsong”) podría decirse su contraparte masculina: un bloque de jade de altura variable, externamente de corte cuadrado y tallado con una alusión de ojos y bocas en los ángulos, mientras internamente está vaciado con un corte cilíndrico. Los arqueólogos siguen preguntándose por qué y para qué tantos bi y tantos cong – aunque el número de éstos sea decididamente menor. Algún dios ha de reírse de nuestras elucubraciones.

Otra clase de asombro me provoca la competencia, perseverancia y variedad de estilos con que los chinos se hurgan la nariz y después contemplan con atención el resultado. Si se oye un carraspeo, atención: hay que adivinar de dónde vendrá el escupitajo y esquivarlo. O sea, gran soltura en lo corporal (eructos y otras rotundas sonoridades en plena calle, puertas abiertas de los baños públicos); al mismo tiempo, terror del contacto físico (¿con los occidentales?). En mi ignorancia de este aspecto, después de una cena me despido de una mujer con un beso, como es costumbre en Argentina. Su compañero da un salto atrás, y me tiende la mano desde una distancia psicológicamente infinita.

Sin embargo, también experimento lo contrario. En las dunas desmesuradas del desierto de Gobi el regreso es con descenso en trineo, o más exactamente en unos cajones de fruta en los que cada uno se acuclilla como puede. Los hombres que los alquilan ven mi anillo, una salamandra de plata articulada de tal forma que parece moverse, y no resisten, se acercan, me toman de la mano, tocan el anillo, discuten entre ellos. Lo mismo me pasa con un grupo de mujeres que me rodean en las inmediaciones de la Pagoda de la Oca Salvaje, en Xi’an, hipnotizadas al parecer por mi collar – una argolla de plata – y con las camareras del hotel en Lijiang respecto a una pulsera. No obtengo de mi guía ninguna explicación.

No me asombra en cambio que en la farmacia tradicional de Shanghai, para una gripe obstinada, me receten unas ampollas de bilis de serpiente. Ya mi médico, en Roma, me había indicado un jarabe de baba de caracol. La amiga que nos acompaña como intérprete, por su parte, ha venido a proveerse de su tratamiento habitual a base de ovarios de ranas de determinada montaña – mágica, supongo, porque puedo dar fe de que se mantiene escandalosamente joven.

De  la colección de  postales

Exclusividades

Cerca de Xi’an, en el pequeño museo del asentamiento neolítico de Banpo descubro que hace 7000 años, para cazar, en esta zona se usaban las boleadoras: hasta ese momento yo las había creído exclusivamente pampeanas. Y en un libro sobre la escritura china desde los huesos oraculares a la computadora, descubro que un sistema de cuerditas anudadas como el de los quipus en Perú, que yo consideraba único, existió también aquí, y mucho antes. Confieso que me siento como si me hubieran quitado algo de qué enorgullecerme.

Preguntas para un posible final

Los porqués no dejan de hostigarme. Las mujeres de la dinastía Tang eran famosas bailarinas y eximias jugadoras de una especie de polo. He visto sus estatuas de terracota, bellas, altaneras sobre los caballos petisones. ¿Por qué se impuso la costumbre atroz de vendar los pies hasta reducirlos a un muñoncito que las hacía caminar como pingüinos? A partir de entonces las mujeres, en China, sólo cantaron. Esos pies deformados representaron hasta el siglo XX la imagen más alta del erotismo: la revolución acabó con eso, si bien no de un día para otro y no sin resistencia de parte de las mujeres mismas.

Los asombros, de todos modos, no son necesariamente compartidos. En Kunming vi mendigos tullidos, gente sin cara en Lijiang, niños con labio leporino, en Pekín un hombre con convulsiones tirado en la vereda al lado del tarrito para la limosna y viejos ciegos con su insistente instrumento de una sola cuerda, un sonido agudo, insoportable como la miseria ofrecida en espectáculo a cambio de unas monedas. Comento con unos amigos que por razones de trabajo han vivido varias veces durante largos períodos en China. Se asombran. Me dicen que en la China no hay mendigos. Hemos pasado por las mismas calles, pero ellos nunca los vieron. ¿Por qué?

Y entre las preguntas sin respuesta: ¿Por qué no se agota mi deseo de regresar a China? ¿Por qué ciertos lugares de la experiencia siguen siendo para siempre meta del deseo? Si creyera en la reencarnación, pensaría que aquí se desarrolló una de mis vidas. Pensaría que es en mi tumba donde se encontró ese maravilloso bi de jade, inmaterial como una niebla, que ahora me cautiva desde una de las vitrinas del British Museum. Volvería a las mismas ciudades, a los mismos templos, a los mismos restaurantes, museos y mercados. De estos viajes mis trofeos fueron una piedra de meditación, una joya en la que sobrevivieron las plumitas azules de ornamentos antiguos, dos cuadros gemelos pintados en espejos: en cada uno de ellos una niña, imagen invertida de la otra, sonríe, a la vez inocente y enigmática, señalando una línea de un libro. Buscaría otros tesoros. Completaría el tramo que me quedó pendiente en la Ruta de la Seda, Kuqa, Kashgar, y de allí a Samarcanda. O a cualquier parte, pero sobre todo volvería. Por este sentimiento de insatisfacción, de lo abierto e impenetrable.

Eso es lo que intento explicarle a un señor con quien, después de compartir una fila en el consulado chino en Roma cuando estoy solicitando la visa para el viaje siguiente, nos encontramos en el mismo tranvía y nos ponemos a conversar. Me pregunta qué me atrae en la China, por qué regreso.

− Porque hay algo que se me sigue rehusando, digo. Algo inaferrable, que a falta de mejor nombre llamo misterio.

Me mira auténticamente desconcertado.

− ¿Misterio? ¿Qué clase de misterio? Hace un montón de años que viajo a China. Hago negocios con ellos, y nunca tuve dificultades para entenderlos. No tienen nada de misterioso, le aseguro.

Sospecho que estábamos hablando de cosas diferentes.

Beijing 2004 – Roma 2007

_fautor_nota02

Textos citados

– Caillois, Roger, L’écriture des pierres (1970), Skira-Flammarion, Genève-Paris 1981

Chin P’ing Mei, Feltrinelli, Milano 1970

Contes de la dynastie des Tangs, Éditions en Langues Étrangères, Pékin 1958

– Corradini, Piero, Cina. Popoli e società in cinque millenni di storia, Giunti, Firenze 1996

Cuentos chinos de tradición antigua, seleccionados y traducidos por Ma Ce Hwang (Marcela de Juan), Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires 1948

– Dai Sijie, Le complexe de Di,  Gallimard, Paris 2003

– Kordon, Bernardo – Gutiérrez, Carlos M. – Sebreli, Juan José y otros, Testigos de China, selección y notas de Juana Bignozzi, Carlos Pérez Editor, Buenos Aires 1968

– Rampini, Federico, “Yunnan, sulle vie dell’oppio”, en La Repubblica (Roma), 23 agosto 2006

– Sala, Ilaria Maria, “Pericolo giallo”, artículos semanales en Diario (Milano) hasta el 8 de setiembre 2007, fecha del cese de publicación de la revista.

Segunda antología de la poesía china, compilación de Marcela de Juan, Revista de Occidente, Madrid 1962

Asmodi, Herbert – Klempke, Werner, Blumen und Vögel. Farbholtzschnitte aus China, Buchheim Verlag, Feldafing 1956

– Tsao Hsueh-Chin and Kao Ngo, A Dream of red Mansions (Hung Lou Meng), Foreign Language Press, Peking 1978

– Maria Lúcia Verdi, O caratere do sono – entre Oriente e Ocidente, Ed. de la Autora, Beijing 2005

Biografía

Rosalba Campra nació en Córdoba, Argentina, y reside actualmente en Roma. Es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Università di Roma La Sapienza.

En el campo de la ficción, ha publicado los libros de relatos Formas de la memoria, 1989; Herencias, 2002; la novela Los años del arcángel, 1998; Ciudades para errantes, 2007; cuentos en antologías y revistas en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos.

Entre sus trabajos de teoría literaria y de interpretación de la realidad latinoamericana se cuentan Como con bronca y junando… La retórica del tango, 1996; América latina: la identidad y la máscara, 1998; Escrituras del yo. España e Hispanoamérica (coord., con N. von Prellwitz) 1999; Territori della finzione. Il fantastico 2000 (está en prensa la versión en español, Territorios de la ficción. Lo fantástico); Il genere dei sogni (coord., con F.R. Amaya) 2005.

Otras obras resultan de más difícil clasificación: libros antiguos vaciados, modificados, utilizados como soporte para nuevas imágenes y nuevas escrituras. O bien ejemplares únicos plegados a la manera de los códices precolombinos, legibles sea página tras página, sea como una única frase. O bien hojas sueltas, como si se tratara de restos de un volumen imposible de reconstruir. En estas obras la escritura se prolonga en el juego de las imágenes: no como ilustración, sino como un modo más complejo -y más ambiguo- de contar.

De este tipo de trabajos, entre los publicados se cuenta Constancias, 1997; Nel libro della memoria, parcialmente en el catálogo de la exposición «Femminile altrove», Salon Privé, Roma 2000. De Moradas de los mayores se ha publicado sólo el texto en A. Lupo, L. López Jordán, L. Migliorati (coord.), Glii Aztechi tra passato e presente, 2006 y en Ciudades para errantes.