He aquí que un buen día oigo en mi antesala una voz conocida; luego estrecho la mano del amigo sonriente y complicado que me dice: «Aquí le traigo a usted un álbum de amores torturados, una oración thibetana, una estampa de Utamaro.»[1] Es Gómez Carrillo que vuelve del Japón.interesante; y si, como en este caso, ese hombre es un poeta, el hecho me resulta encantador. Este poeta, me digo, viene del país de los dragones, de las cosas raras, de los paisajes milagrosos y de las gentes que parecen caídos de la luna. Doy las gracias a Gómez Carrillo por su regalo. Hojeo mi álbum de eróticas epilepsias; desenrollo la oración thibetana que está en caracteres rojos y que ha de serme útil recomendación para Budha; y admiro la estampa de Utamaro. Juntos hemos admirado, con el querido Enrique, a Utamaro y Hokusay[2] y a todos los artistas nipones que nos revelaban losGoncourt;[3]mas esta estampa tiene para mí un valor precioso, el ser traída desde el imperio del Medio, por el compañero que ha tenido la suerte de ver con sus ojos de artista el Yoshivara,[4] los puentes de bambú y las lindas muñecas todas sedas y genuflexiones y sonrisas, que apenas he podido yo amar en los biombos, abanicos ylacas de los ichi-banes[5] de occidente, y en las secciones exóticas de las exposiciones universales.
Yo sería de los que juzgan odiosa la influencia europea en la tierra de los vencedores de Rusia, si no estuviese convencido de que esa raza no cambia en su fondo, y de que a pesar de la importación de las levitas, del socialismo, del parlamentarismo y del sombrero de copa, existe en el japonés la intangibilidad de su espíritu y de sus antiguas tradiciones. Así es que tuve un verdadero placer cuando leí lo que Gómez Carrillo me escribía al cabo de un mes de vida japonesa: «He tenido una deliciosa desilusión. En vez del país europeizado y americanizado de que hablan los publicistas serios, he encontrado el delicioso pueblo de los abanicos. Entre los Leroy Beaulieu[6] y los Loti, los Loti tienen siempre razón. Es un país de muñecas y de sonrisas, el Yamato.[7] Fuera de Yokohama[8]que es internacional, fuera de los métodos industriales y de los sistemas guerreros que son europeos, todo sigue siendo lo mismo que antes. Desde mi ventana veo pasar a Madame Crisantema[9] envuelta en su kimono claro. Detrás de ella va un samuray[10] a quien no le falta para ser un personaje de Kiuiso,[11] sino el sable tradicional. Porque el modernismo ha suprimido los sables. Es todo lo que ha suprimido. Lo demás -los paraguas de papel, los trajes de seda, las sandalias de madera y las reverencias y las elegancias y los mimos y las extravagancias- todo lo demás, persiste como en el más lejano antaño. Aquí enfrente están construyendo una casa. Su propietario es un antiguo cónsul en San Francisco. ¿Cree usted que es una vivienda a la americana? Nada de eso: es una cajita de madera con tabiques corredizos de papel, con ventanas de papel, con puertecillas de papel. Todo es frágil, todo es claro, todo es escrupuloso, todo es delicioso. Al principio, cuando uno llega bajo la lluvia, la sorpresa es lamentable. ¡No es lo que habíamos soñado! ¡No es lo que habíamos visto en los cromos! Pero luego los ojos se acostumbran, y ante la animación de los canales pululantes de mozos desnudos, ante los parques donde las parejas se pasean galantemente bajo los más bellos árboles del mundo, ante las callejuelas laberínticas pobladas de jardincillos liliputienses, un amor de lo japonés nace en nuestras almas. Es el Japón de Loti, querido Rubén, el de Loti y el de Kipling,[12]el de Lafcadio Hearn y el de Parcival Lowel.[14] Es un Japón de etagère. Uno se acostumbra a eso hasta el punto de desear hacerse japonés, para vivir a la japonesa. Yo aún no me he decidido a vivir en un cajón de esos, como nuestro buen amigo el coronel Domecq García,[15] que duerme en el suelo y come con palillos; pero ya me pongo un kimono, ya me quito los zapatos al entrar en los templos y ya digo tratando de ser gorjeante sayonara[16] kurumaya san.[17]¡Ah! querido Rubén, cuánto les agradezco a nuestra maternal NACIÓN[18]y a mi buen LIBERAL[19]que me hayan proporcionado la oportunidad de vivir una vida de muñeco en un paisaje de biombo! Cuando pronuncie usted mi elogio fúnebre, no deje de decir que yo tuve un alma de artista oriental y que mi ideal hubiera sido pintar flores, pájaros y musmés en las lacas áureas del Yamato».No en un elogio fúnebre (¡de tal no se hable nunca, travieso Carrillo
!) sino en las primeras páginas de este libro primero de su viaje al Extremo oriente, es donde digo eso y otras cosas más que saco de entre las muchas que callo. Es usted impresionable e incansable. Es usted curioso y deseoso; y hemos quedado convenidos en que sin escribir versos, es usted un poeta. En el Japón, en efecto, se siente usted un alma de laqueur o de artesano de zatzumas,[20] pero¿ acaso antes en Hungría no se había usted sentido un instinto de tocador de violín ? ¿No me dijo usted una vez que había soñado con hacerse monje en Ávila ? ¿No es usted madrileño cuando le viene en gana, argentino cuando quiere y parisiense de París a todas horas y de todas maneras ?… Nuestro excelente amigo Ernest Lajeunesse[21] ha dicho una vez de usted: «hombre de espada y hombre de corazón, hombre de espíritu y gentilhombre, todo en fantasía y en razón, todo en sonrisa y todo en nube, este caballero de los Niebelungen,[22] humorista y soñador, desengañado y entusiasta, inquieto de ideal y de perfección, seguro en la amistad, que se dedicó a diplomático para ser caballero andante y vagabundo de Estado, pasea su ensueño y su eterna y voluptuosa nostalgia. En todas partes está en su casa, encantado y encantador, al corriente, en seguida, de los buenos lugares, de los sitios maravillosos, de las minas de alegría y de los viveros de ambrosía fresca, y, por todas partes -¡oh! discretamente – está fuera de su país. Es ese el secreto de su talento y de su escritura. Ve, juzga, de alto y alrededor. La música de sus palabras, para ser precisa, es lejana y de un ritmo reconocido por lo excelente y sobresaliente. Cuando Carrillo canta el alma encantadora de París, es en nombre y por razón de otra alma más vaga a la vez y más íntima, inmensa y secreta; cuando se inclinaba sobre almas y cerebros, era pensando en otros cerebros y otras almas ; él es distante». Yo creo más o menos como Lajeunesse. Y digo más o menos, porque conozco desde sus comienzos los vuelos de su espíritu, y tengo, también desde hace largo tiempo la experiencia de sus caprichos, la admiración de su ingenio, y el gusto de sus prosas preciosas. «Charmé et charmant», dice Lajeunesse. Exacto. ¡Bendiga Gómez Carrillo el día en que por primera vez se sonrieron reconociéndose el alma encantadora suya y el alma encantadora de París! Cuando nuestro diario[23] publicó su retrato, el comprensivo y perspicuo redactor de la noticia deseaba a Carrillo, si mal no recuerdo, un poco de dolor, es decir, el que le debe la vida. Creo que la vida le va ya pagando, pues el Carrillo de hoy es bastante distinto de aquel que yo pintaba en el prólogo de su libro «Del amor, del dolor y del vicio». La dulzura en la violencia de que ha hablado Paul Brulat,[24] se acentúa. La rara fantasía, que sedujo a Marcel Lami,[25] se avalora ponderándose. Y el alma libre y sabrosa que comprendió Saint-Paul-Roux,[26] aumenta su simpatía sin dejar que se marchiten las esmeraldas y oros de la cola del pavo real... Gómez Carrillo va a Rusia, va al Japón. Cumple con su deber de periodista y con su obligación de artista. Desconfíe de los que le dicen : «Señor Gómez Carrillo, usted ha contado muy bien los sacos de trigo que produce Rusia y los sacos de arroz que produce el Japón». Crea al que le diga : «Esta página brilla hermosamente». Crea Gómez Carrillo que él sabe mejor discernir el color de una oropéndola en una rama, o el perfil de un pez o de un flamenco en un kakemono.[27] Haga ambas cosas su labor de diarista para el día, y su labor de artista para siempre. Yo voy con él, en las páginas que prologo, como en un junco de ensueño. Voy hacia ese país prodigioso que comprendí más que nunca en las representaciones de Sada Yacco…[28]¡Sada Yacco! En una luz extraña, al son del samisén, me fue revelada como un número distinto, como una existencia desconocida. Un sentido nuevo se despertó en mí. En gestos y en sones, con sables y máscaras, con pasos bizarros y modos inauditos, tuve despierto las sensaciones inexplicables del ensueño. Esa sensación me renuevan ciertas páginas de Carrillo sobre la tierra de los daimios[29] y de las gueshas.[30] Me imagino ir en compañía del pintoresco y armonioso naviador a visitar los templos de Nikko;[31] paso por la Puerta Divina, contemplo los ídolos y las bestias fabulosas y las maravillas de pintores y decoradores y escultores y arquitectos que tuvieron un concepto misterioso y extraño del arte y de la vida. No me atraen grandemente las manifestaciones de industrias importadas, de fábricas modernas; pero me complazco en unión de mi lírico cicerone, con la gracia fascinante y alucinante de las sagradas danzarinas. Me siento en medio del paisaje «color de azafrán y de perlas» y en las casas de papel, sin que me presenten a la falsa Crisantema de los turistas, bebo el saké,[32]como con los hachi,[33] tengo las corteses reverencias y amo, en los kimonos bordados, la delicadeza de las sutiles marionetas de carne, que los portan como la libélula su traje de pedrerías. Así bajo con mi amigo en «parcours du rêve au souvenir», y cuando retorno, retorno en un encantamiento.Hace bien Carrillo en dedicar esta obra a ese noble y fino espíritu que se llama doña Delfina Mitre de Drago.[34] Ella con su gusto y cultura sabrá estimar ciertos capítulos en que hay brillos de marfiles, suavidades de sol, espejeos de seda, labor de «cloisonné» , cinceladuras delicadas.En cuanto a usted, mi querido Enrique, siga siendo soñador y poeta, cultive su flexible gracia y su gallarda ligereza. Deje a otras gentes el cuidado de arreglar el mundo…Sonría, cante sus músicas de prosa que danza. Y recuerde lo que dice la sabiduría de sus amigos los niponesYo no naka noKiratu ni RuraréNani goto moOmoeha omuOmonaneb Roro[35]lo cual significa, según Koizumi Yakumo,[36] que «en este mundo es peligroso el preocuparse demasiado, y que el medio de pasar una vida feliz y sin agitaciones, es el no preocuparse demasiado de las cosas». Seamos, pues, cuerdos.