Jude es un hombre roto. Un individuo formado, probablemente un profesional. Un pusilánime o un valiente, según cómo se lo analice –si es que alguien se molesta en analizar las cosas en estos casos-. Un hombre piadoso que, incapaz de soportar la presión del entorno –ni la depresión personal- cortó por lo sano, extirpándose a si mismo del tejido social y familiar. Devenido en homeless, libre de ataduras y conocedor del entorno, Jude ayudó a quien pudo, lo que le dio un nombre en las calles. Incluso llegó a colaborar, en ciertas ocasiones, con las investigaciones del detective Charlie Parker y, mal que les pese a unos cuantos, Charlie es un hombre de buena memoria.
Las autoridades no se sorprendieron cuando Jude apareció colgado, después de todo era un hombre endeble. Caratularon el caso como suicidio y trataron de olvidarlo. Pero Jude tenía amigos que sabían de la espina que tenía clavada: una hija que no quería saber nada él, adicta en recuperación, que había salido “limpia” de la ciudad en pos de un trabajo y que, misteriosamente, había desaparecido de la faz de la tierra. Jude estaba decidido a encontrarla, había estado indagando, haciendo acopio de magros ahorros para tentar el tiempo y la buena voluntad del investigador privado. ¿Quién se toma tantas molestias para abandonar de repente?
El señor Parker decide agitar un poco las aguas mientras sus colegas, Angel y Louis, continúan la cacería del coleccionista. Sus investigaciones lo llevan a la pequeña comunidad de Prosperous en Maine, un remanso que se mantiene al margen de los embates del destino y de la historia. Una comunidad pequeña y pacífica –tal vez un poco endogámica- fundada en el siglo XVII por los familistas escapados de Inglaterra y organizada en torno a una vieja iglesia transplantada piedra a piedra desde el viejo continente. La familia del amor, fue una secta pacífica, un culto sincrético que aunaba el cristianismo con ciertos elementos del paganismo naturalista, pero entrados en el siglo XXI las raíces de esa fe parecen haberse secado. ¿Tal vez sea el momento de regarlas con sangre?
Una comunidad cerrada. Una iglesia vetusta. Una mujer desaparecida. Un dios hambriento. Un detective entrometido y un lamentable error de cálculo que pondrá demasiadas piezas en movimiento.
En El invierno del lobo Connolly continúa profundizando, tal vez más afiladamente que nunca, en su saga de policiales ontológico religiosos. El elemento ominoso recuerda en este caso la mejor esencia de The Wicker Man (el film de 1973, no el de los últimos años). Los que hayan disfrutado realmente de la primera temporada de True Detective, del cruce del policial con el universo del fantástico, no deberían pasar por alto la literatura de John Connolly, encontraran en ella un nuevo hogar.
Título: El invierno del lobo
Autor: John Connolly
Traducción: Carlos Milla Soler
Editorial: Tusquets
426 páginas