Con La habitación del presidente Romero construye un fresco, entre iniciático y melancólico, que juega con aristas luminosas y sombrías en línea con la tradición kafkiana. La nouvelle interpela nuestra realidad desde un extrañamiento que nunca termina de quebrar sus lazos con el andamiaje simbólico de nuestra sociedad mientras que aborda temas como el núcleo familiar, el afuera y la construcción de la individualidad.
¿Cómo surge La habitación del presidente?
Surgió, extrañamente para mí, de una idea. Suelo partir de personajes y atmósferas, pero en este caso particular la idea de la habitación destinada al Presidente fue lo primero. De todas maneras, sólo pude desarrollarla cuando apareció la voz del narrador, el personaje, su manera de percibir y su particular sensibilidad.
Es interesante el uso del extrañamiento y de lo siniestro que manejás en la narración sin adentrarte nunca de lleno en el territorio de lo fantástico.
Eso es porque no creo que pueda haber un límite claro entre lo realista y lo fantástico. En esto creo que está lo levreriano. Levrero insistía una y otra vez en que su literatura era realista. Pero realista en tanto que aspira a dar cuenta de lo real, no de la realidad. Son dos cosas distintas. Para mí lo real es inefable, extraño, siniestro e, incluso, fantástico. La realidad es sólo el discurso que entre todo elaboramos para sobrevivir.
La casa establece un núcleo identitario más fuerte incluso que la familia. Marca una realidad “adentro/afuera” que, no obstante, se ve permanentemente interferida por la presencia omnímoda de la habitación del presidente.
Es que una casa dialoga con nosotros pero también con nuestro cuerpo. Más en la infancia, cuando cambiamos constantemente. ¿Nosotros crecemos o la casa se achica? Un recuerdo recurrente a la hora de escribir La habitación del Presidente fueron las siestas de mi infancia, algunas noches, en las que recorría la casa bajo una luz somnolienta o a oscuras. Y el territorio era conocido y desconocido al mismo tiempo. Y yo era yo pero en cualquier momento podía ser alguien más. Ahí es donde creo se forjan los aspectos más interesantes de la identidad, los más vivos, los más saludables. Sin interferencia, enloqueceríamos triste y fácilmente.
Me gustaría hablar un poco sobre ese núcleo familiar que aparece esfumado, frágil, casi definido a partir de ausencias: ausencias de palabras, ausencias de certezas, ausencias físicas, ecos de recuerdos que pueden ser imaginarios, pequeños objetos, gestos o sonidos…
Este es un punto que me genera ciertas picazones. He leído reseñas en las que hablan del texto desde claves psicoanalíticas, incluso que hablan de “la familia del neurótico”, que me resultan muy pero muy ajenas. Más cuando se vuelve difícil determinar si eso tiene que ver con una interpretación o con el texto mismo… Yo sólo puedo decir que conceptos como “familias disfuncionales” me hacen pensar en “familias funcionales”, y la verdad es que no sé qué vendría a ser eso. En este caso, la familia del narrador es, como decís, algo distante, esfumado. Pero porque para este narrador todo parece estar bastante lejos, salvo sus pensamientos, sus curiosidades. Pero no porque sea indiferente a su familia, su ensimismamiento tiene que ver con cierta forma de la honestidad, una honestidad meticulosa, incluso cariñosa. Por otra parte esas ausencias no son más otra forma de estar presente. Fantasmales, si se quiere, pero presentes al fin. Si lo pensamos bien, para nuestros seres cercanos y queridos, somos mucho más un eco y una ausencia, que una presencia constante y sonante. Y eso no tiene por qué estar mal.
Es interesante la trascendencia que adquiere en la narración la presencia de los objetos. No sólo en los objetos relacionados con la habitación del presidente, sino también otros, como la bolsita con flores de lavanda que da constancia a la presencia de la abuela.
Tiene que ver con lo que hablábamos antes de la casa. Eso es parte de cierto espíritu religioso. Creo que los objetos siempre están al borde de la existencia, a punto de empezar a latir. A veces eso es reconfortante. A veces, es terrible.
“Hay, en la casa, por las noches, más habitantes de los que hay durante el día”. Es interesante cómo la novela participa de los mecanismos del relato de fantasmas sin convertirse abiertamente en uno.
Bueno, esa es una de las lecturas que me resultan más interesantes. Las historias de fantasmas y la literatura gótica siempre me atrajeron mucho. Entre otras cosas porque la literatura gótica es la primera que se plantea abiertamente un cuestionamiento de las estructuras racionales a través de las cuales ordenamos el mundo (esa pregunta por lo real de la que hablaba antes). Su oscuridad es un espejo negro que refleja otro tipo de resplandores. Y los fantasmas son como voceros de ese otro mundo que es, al mismo tiempo, este. Porque después de todo, ¿qué es un fantasma? ¿Es un eco de lo que hemos sido, de lo que seremos, de lo que estamos siendo? Los fantasmas nos acompañan desde siempre, en todas las épocas y culturas, y sin embargo no hemos encontrado una certidumbre frente a su inexistencia o existencia. Creo que acá el problema está en que deberíamos reformular el concepto de existencia, la idea de lo existente, como de alguna manera lo hace la literatura gótica. Dejar de dar por sentado que toda existencia debe regirse bajo las normativas que utilizamos para protegernos ante la inevitable incomprensión de la vida. Un fantasma está tan perdido como nosotros. Nosotros estamos tan perdidos como un fantasma. Y siguiendo la cuestión de nuestra condición de ausentes. La experiencia literaria es un claro ejemplo. El escritor es un fantasma para el lector, y el lector es un fantasma para el escritor. ¿Y los personajes surgidos de la imaginación de uno y de otro? La fantasmagoría a pleno. Viven, habitan su propia naturaleza. Nos confrontan y nos obligan a repensarnos. Por eso creo que un fantasma no sólo es un interlocutor necesario, sino inevitable.
¿Cómo manejás el clima, la atmósfera, en tus narraciones?
Es muchas veces el punto de partida. La percepción de un clima, de una atmósfera que puede tener que ver con algunos de esos recuerdos persistentes y difusos que vuelven en los momentos más inesperados. Breves pantallazos que condensan la sustancia de lo real de manera más intensa que cualquier circunstancia trascendente de nuestras vidas. El despliegue de esa potencia, de ese núcleo de misterio (¿qué otra cosa es lo real?), es para mí como un sustrato musical que acompaña una historia, el devenir de un personaje. O más que acompaña debería decir que guía. Volviendo a lo musical: la atmósfera vibra y los personajes bailan y cada garabato que trazan en el aire transforma a su vez la atmósfera, y entonces la atmósfera baila también.
La interioridad del narrador suele abrirse paso entre sus líneas de manera consciente o no. En este sentido, poco importa si el escritor desea transmitir su cosmovisión social, muchas veces sus ansiedades viajan en la obra y son compartidas por el lector en tanto que son parte del espíritu de la época. La figura del presidente remite inmediatamente a la imagen del Estado y, en tu novela, oscila como personificación, entre lo siniestro y lo empático. Me gustaría saber cómo te planteaste esta imagen y si responde a la construcción consciente de una metáfora.
El Presidente es para mí un animal mitológico, una criatura de la que cada quien, cada personaje y cada lector, tiene sus versiones. Más que una metáfora es una pregunta metafórica que se me vuelve extraña cada vez (lo imagino como un personaje animado de Sylvain Chomet, muy parecido al protagonista de El ilusionista). Supongo que es algo que tiene que ver con mi perplejidad ante las figuras del poder. Pero intento precisarlo: todos lo que sabemos de un Presidente está mediatizado. Retocado por discursos siempre tendenciosos, que tienen un fin. No es mi intención juzgar todos esos fines, no me siento capacitado para hacerlo, pero sí me siento capacitado, convocado a ponerlos en cuestión. Esa es mi íntima vocación política. Pienso en la película Stalker, de Tarkovski. Todo lo que entra en “la zona” queda sujeto a nuevas leyes, nuevas reglas que no conocemos. La literatura es esa zona donde todo se transforma, donde todo adquiere una nueva e impredecible naturaleza, esa es su potencia revulsiva. Un Presidente es siempre otra cosa que la que nos dicen.
Como narrador, ¿cómo abordás en tu obra el trinomio “lenguaje, trama, argumento”?
De manera cristiana. La Santísima Trinidad que es una. No los puedo separar. La separación entre forma y contenido me resulta una propuesta fallida. Un relato es lo que se cuenta y cómo se cuenta. Si uno, o más bien, si yo estoy pensando estas cosas por separado, es porque estoy pensando desde afuera, y no desde adentro. Es porque todavía no he logrado habitar ese relato. Y sin habitar, sin el riesgo y la emoción que eso significa, la escritura pierde para mí esa potencia revulsiva de la que hablaba recién.
¿Cuál es tu proceso de escritura?
En principio considero a la escritura como un proceso de búsqueda. Tengo que tener un punto de partida, algunas pistas, pero no necesito saber exactamente hacia dónde voy. Incluso, eso puede llegar a ser contraproducente para mí. Tal vez ahí radique mi inclinación hacia la novela, más que al cuento. Ante esta perspectiva muchas veces me ayuda a no descarrilar cierta percepción estructural, que incluso tiene que ver con lo musical que hablábamos antes. Puedo respetar eso o cambiarlo, pero con eso ahí tengo al menos un ritmo, una melodía. Y de ahí, a darle y darle. Lo que no sale hoy saldrá mañana. No tengo una relación traumática con la escritura. Voy escribiendo y corrigiendo, ajustando al mismo tiempo. No contemplo la idea de borrador. Cuando llego al punto final ya es una primera versión hecha y derecha. Después corrijo, pero no me obsesiono, o al menos trato de no hacerlo. No considero que ahí esté lo importante de la escritura. Desconfío de la corrección porque me hace pensar en lo “correcto”. No busco que un texto sea perfecto, busco que esté vivo. Asocio a la perfección con la idea de artefacto, y lo que busco es que el texto alcance un pulso orgánico, con sus humores, con sus taras.
Sos un lector voraz y trabajas como editor de varios sellos. Desde tu punto de vista, ¿cuál es el estado de situación de la literatura en la actualidad?
Soy optimista por naturaleza. En la Argentina se escribe mucho, se lee menos, pero esa ecuación no tiene por qué perturbarnos. Hay mucha gente haciendo cosas: editoriales, revistas, lecturas. Sigo el principio arltiano: “el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Leo, escribo, edito, trato de hacerlo lo mejor posible y con el mayor amor posible. Y creo que hay mucha gente haciendo eso, diferencias y disidencias mediante. El entendimiento empuja, pero como dice un amigo, un gran editor italiano, el malentendido empuja más. Los caprichos y las injusticias de la industria editorial y los grandes medios, las mezquindades de cada uno de nosotros, son parte también de ese malentendido. Nadie lo dice mejor que Calvino: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”. Eso es la literatura para mí.
¿Cuáles fueron tus lecturas fundacionales?, ¿cuáles los libros –clásicos o contemporáneos- que más has disfrutado en los últimos años?
La lista fundacional podría ser interminable, ¿no? Entre los clásicos podría nombrar a los góticos, a Conan Doyle, a Dostoievski, la poesía de Baudelaire. Más acá a Arlt, Faulkner, Onetti, Beckett, Simenon. Y más cerca todavía a Conti, Daniel Moyano, Cohen y Castillo.
En los últimos años he disfrutado de muchas cosas, pero hay autores a los que vuelvo incluso sin releerlos, que están siempre presentes, como Levrero, Bolaño, Steven Millhauser, M. John Harrison. Recuerdo particularmente un libro de cuentos de Robert Aickman, La aparición, y sobre todo, de ahora y para siempre, a Thomas Wolfe: El ángel que nos mira, que acabo de terminar de leer… en realidad no sé si he terminado de leerlo. No sé si es un libro y si lo que estaba haciendo era leer. Hay algo ahí, ese hombre hacía algo que es mucho más que escribir. ¿Y no es la oscura aspiración de todo aquel que escribe, que la escritura llegue tan lejos que de pronto sea otra cosa? Ahora sé que eso es posible.