Quien quiera haya frecuentado la fecunda filmografía de Álex de la Iglesia advierte que el director español frecuenta, grosso modo y con harto provecho, dos vertiente preponderantes: el grotesco a cielo abierto (la ya emblemática El día de la bestia, Muertos de risa) o el ámbito opresivo que se insinúa bajo la especie del grotesco y se desplaza hacia las formas de la pesadilla (en este sentido, La comunidad resulta ejemplar). El consabido huis clos sartreano de El bar tiene las formas de un café céntrico madrileño que reunirá por azar a ocho personas cuyas vidas cambiarán por completo a partir de un episodio que puede calificarse, cuanto menos, como extraño.
Una joven y hermosa muchacha ingresa en el bar, atendido por su propia dueña, con la incierta esperanza de quien acude a una cita a ciegas; un vendedor de lencería –interpretado por el argentino Awada con solvencia- a quien seduce mucho más la ropa interior que la mujer que la luce; un joven de barba cerrada y aspecto introvertido acodado en la barra, que no deja de mirar de reojo a la bella joven; un camarero locuaz y untuoso que intenta, vanamente, seducir a la muchacha para encono de la dueña del bar, una mujer mayor de mal genio (el camarero merece un breve párrafo: encarna al prototipo del proletariado urbano, con sus fidelidades y sus humillaciones); una mujer madura y solitaria cuyo único anhelo es ganarle, al menos una vez en la vida, a la máquina tragamonedas; un ex policía de pistola al cinto, gesto torvo y voz de trueno que observa el entorno con actitud misteriosa; y uno de los caracteres mejor logrados del filme: un mendigo cuyos espasmos discursivos oscilan entre la incoherencia y el mensaje apocalíptico, y que suele ser calmado por la dueña del bar quien lo trata tal como si fuera un niño a quien, en vez de caramelos, se lo tranquiliza con algunos tragos de alcohol: tales son los personajes que le dan vida a la tertulia del bar hasta que el clima costumbrista se verá desgarrado por la irrupción de un hombre corpulento, de ojos desorbitados y andar vacilante que ingresa en el baño del establecimiento.
Cuando uno de los clientes del bar se marcha, es baleado en la puerta del local desde no se sabe dónde y muere en el acto ante la mirada atónita de los presentes; otro hombre se acerca a socorrerlo corriendo la misma suerte: es acribillado en el acto. A partir de allí, el terror se apoderará del grupo. La ficción se torna más y más fantástica al tiempo que se dibuja el perfil psicológico de cada uno de los personajes: del pánico al descubrimiento de un hombre con una enfermedad infecto-contagiosa que dejará aislados y en riesgo a los que quedan en el local. En este punto de inflexión afloran los sentimientos de todos: desde el egoísmo más absoluto, la conmiseración, el pensar en el otro y desear la unión solidaria.
El personaje amoroso y tendiente a ligarse, aun en el dolor y el riesgo de vida, será encarnado por la joven. La brutalidad y el resentimiento serán interpretados con maestría por el indigente. Una serie de situaciones descabelladas pero que mantendrán al espectador en vilo irán retratando a los personajes. La indiferencia de las gentes de las grandes ciudades y la hipocresía de un gobierno que sólo quiere aparentar un clima de plácida bonanza harán el resto y aportarán contexto social a esta película.
La trama, en apretada síntesis, discurrirá en torno a una pandemia incipiente con riesgos de extenderse (cuyo germen es el que porta el hombre que ingresa a los tropezones en el baño); la grosera, pero harto eficiente, manipulación de los medios masivos; la impávida sevicia de las fuerzas de seguridad (de la cual se puede sacar una conclusión trillada, pero no por ello menos cierta: la gendarmería es igual en todas partes del mundo, salvo error o excepción). Como en todo huis clos que se precie, nadie puede entrar ni salir del bar (de hecho, los dos personajes que se arriesgan a salir son ejecutados tras dar dos pasos por la vereda), opresión que conduce a un agónico “sálvese quien pueda” que Álex de la Iglesia maneja con infrecuente destreza (véase, a este respecto, La comunidad, por ejemplo). Las pequeñas alianzas, las inevitables miserias, las trampas groseras se pondrán de manifiesto con toques de humor y sarcasmo que si, por un lado, alivian, por otro subrayan los temperamentos de los personajes: no en vano la ironía es un recurso que necesita de la perspectiva para radiografiar con minucia las pasiones más hondamente humanas, pero también más bajas. La muchacha y el joven de barba harán una alianza amorosa. Eros lucha y logra vencer a Tánatos, que impera por doquier limpiando odios y egoísmos. Sólo queda en pie lo mejor: el amor, la solidaridad, representados por la pareja. ¿Podría pensarse todo el filme como una metáfora abarcadora de la autodestrucción del planeta y de la salvación a través del amor? A la postre, sólo Eros liga a Tánatos y permite que la vida continúe.
La parte medular de la historia se desarrolla en las cloacas de Madrid; es la cumbre de la historia y, a la vez, un indisimulado homenaje a El tercer hombre: esa película memorable dirigida por Carol Reed, con una actuación inolvidable de Orson Welles y un guión servido en bandeja de plata por Graham Greene.
EL BAR, Álex de la Iglesia, 2017
Guión: Álex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría
Reparto: Blanca Suárez, Mario Casas, Jaime Ordóñez, Joaquín Climent, Alejandro Awada