-Guardia ¿algún movimiento?
-No, mi teniente, nada.
-¡Qué quietud! Si esto sigue así, ¿para qué nos enviaron?-exclamó con voz airada- Me devoran las ganas. ¡¿Para cuándo, carajo?!
Las palabras del bisoño oficial resonaron sobre el maizal, antes de ser dispersadas por el fuerte viento del otoño siberiano.
El breve diálogo confirmó mis sospechas. Atormentaba a mi superior que su bautizo de fuego no aconteciera en este conflicto. Lo había dicho cuando nos arengó al comienzo de esta misión: “A ningún soldado debe exigírsele vivir sin poner a prueba su valor en el frente. Eso es humillarlo”.
El Estado Mayor había decidido enviar aquí un batallón de infantería con el fin de custodiar estas tierras, caras a la familia real, cuando el frente de combate se desarrollaba a cientos de kilómetros de distancia.
Miré al teniente. Joven, apuesto, hasta diría coqueto, esperando el momento de entrar en acción, tan ansiado durante los años de estudios, y simulacros transcurridos en la Academia Militar del Zar. Su actitud, en un momento expectante y al siguiente impaciente, semejaba a la de un león frustrado por la fuga de las corzas con las que había planeado calmar su afán de caza y de sustento. Su psique, pensé, no soportaría que su carrera militar transcurriera detrás de un escritorio.
Entonces, ocurrió. Clavó sus ojos en los míos y, sumergiendo su diestra en la bandolera, extrajo un proyectil.
Imaginé lo peor, y decidí intervenir. No iba a permitirlo, me incorporé y di un paso hacia él.
Sin dejar de mirarme, sonrió y me señaló con su cabeza la entrada de su tienda. Con lo que yo creí una bala, comenzó a pintarse los labios.