El pasado miércoles 10 de octubre dio comienzo el FILBA 2018, que en su 10ª edición lleva por temática «La fiesta». Nuestro sensei Martín Sancia Kawamichi participó de la primera mesa del festival, “La fiesta desbordada”, en la que compartió escenario con Magalí Etchebarne, Vivi Tellas, Luis Sagasti, Fikry El Azzouzi y Valérie Mréjen, presentados Eugenia Zicavo.
Reproducimos a continuación la intervención de nuestro amigo para las delicias de cada uno de nuestros lectores.
Harta de que yo aún no desarrollara (ella tenía catorce años y yo trece) Verónica empezó a salir con chicos mayores, de quince en adelante, mientras aguardaba a que me pusiera a tiro para llevar a adelante una relación que fuera más allá de esos besos de juguete que yo le daba. Pero el tiempo pasaba y ella (que, por alguna razón, estaba convencida de que solo me amaba a mí) calmaba sus ansias con cuanto quinceañero se le cruzara, sin elegir (porque creía que, si elegía, entonces sí me era infiel).
Un día uno de mis amigos me llamó “cornudo” y ya no hubo modo de detener esa palabra. Las burlas eran constantes, crueles. Y me cansé.
—Ayer la dejé a Verónica—les dije una tarde. Era mentira (no había podido encontrarla en las tres oportunidades en las que había pasado por su casa). —En serio—aclaré.
—No te creo—me dijo el Pelado. —Yo la vi hace un rato en el mercado y ella no me contó nada. Encima, te estaba comprando un regalo, no sé qué taradez.
—Un lustrador de cuernos—dijo el Gordo Roca, escupiendo, a causa de la risa, pedazos de chicitos, aunque no estaba comiéndolos (el Gordo escupía pedazos de chicitos siempre, sin depender de la burocracia de haberlos comido antes).
Y entonces alguien sugirió que, si de verdad estaba dispuesto a dejarla, y quería que los demás me creyeran, tenía que hacerlo públicamente, delante de todos. Y yo estuve de acuerdo.
Esa noche fuimos a la casa de Verónica, que vivía del otro lado, al fondo del barrio, el Pelado, el Gordo, Tulelo, la Pioja, Suena Tremendo y yo. En el camino, pasamos a buscar a Rolo, que vino con dos de sus primos, una de sus hermanas y un grabador en el que sonaban cuartetos. A dos cuadras de la casa de Verónica se sumó Confite, que había salido a comprar una coca, y también se sumó Carly, mi primo, que traía una bombita de agua (era, me olvidé de decirlo, Carnaval).
En la esquina en la que nos detuvimos había un cumpleaños. Era mucha gente para una casa sola, así que buena parte de los invitados estaba afuera.
—Uy, boludo—dijo Suena Tremendo. —Mirá.
A unos quince metros, a un costado de su casa, contra el palo borracho que nunca supe si en verdad era o no un palo borracho, Verónica estaba besándose desesperadamente con Caverna, un pibe que debía tener cerca de dieciocho.
—Qué hija de puta—dijo el Gordo, riéndose y escupiendo más chicitos. —Mirá cómo se frota…
Devastado por lo que acababa de ver, resolví que la dejaría en otra oportunidad, y se los dije, pero no estuvieron de acuerdo.
—Vamos y le hablás ahora, loco—dijo el Gordo. —Nosotros te hacemos la gamba.
Pero yo no estaba decidido, y no avanzaba.
—¡Esaaaaaaaaaaaa!— gritó alguien en la fiesta.
Como la música de adentro no les llegaba, pero sí podían escuchar el grabador de Rolo, que seguía con los cuartetos, la gente del cumpleaños empezó a coparse. Dos o tres parejas se pusieron a bailar, y un muchacho se acercó para invitarla a la Pioja.
—No, gracias—dijo ella, que detestaba el cuarteto.
Verónica y Caverna estaban en pleno desenfreno.
—Estos dos van a seguirla hasta que se haga de día—reflexionó el Gordo. —Cuanto más tiempo esperes, más tiempo vas a ser cornudo.
Una de las chicas del cumpleaños se acercó para saludarme. Tenía el pelo largo, muy negro, y mojado.
—¿Te acordás de mí?
Yo le veía cara conocida, pero no podía identificarla.
—Soy Carmen. Fui compañera tuya de catecismo.
—Ah, sí… —dije, aunque no recordaba haber tenido una compañera de catecismo con ese nombre. —Estás muy distinta.
— ¿Sí? ¿Mejor o peor?
—Mejor.
—Gracias, qué bueno.
Tuve una idea: no solo iba a dejar a Verónica, sino que la iba a dejar por Carmen. O, al menos, iba a hacer que mis amigos se creyeran eso.
—¿Querés bailar?
Ella sonrió.
—Bueno, sí, pero no bailo bien.
Era cierto, pobre. Ni siquiera podía seguir el ritmo. Y eso me dio ánimos para hacerme el profesor de baile con ella. Gané, de pronto, confianza.
—¿Qué hacés, boludo?—me susurró el Gordo al oído, mientras yo seguía bailando. —Tenés que dejar a Verónica, dale. Caverna se está sarpando mal. Se la va a coger en cualquier momento, y entonces sí vas a ser el rey de los cornudos.
Le dije “ya voy” y le pregunté a Carmen si tenía novio.
—No—me dijo. —Salía con un chico pero lo dejé. ¿Vos?
—No, tampoco…
Y, apurado como estaba por los tiempos, y por esa palabra que me chorreaba por todo el cuerpo, le dije:
—¿Querés salir conmigo?
Ella se quedó sorprendida por mi arrojo.
No se esperaba que yo fuera tan decidido.
—Esperá, es muy pronto. Sos rápido. Parecés tu hermano.
Entonces me di cuenta de que Carmen me estaba confundiendo con alguien, porque yo no tenía hermanos. Pero tampoco tenía tiempo para aclaraciones, y me acerqué para besarla.
Ella me dijo.
—Esperá. Están viendo todos. Le voy a avisar a mi mamá que voy a dar una vuelta.
Se metió en la casa.
—Dale—me insistió el Gordo. —Vamos.
Volvía mirar hacia donde estaba Verónica.
Ahora Caverna había prendido un cigarrillo.
—¿Quién era esa mina?—me preguntó el gordo.
—Carmen. Hizo catecismo conmigo.
—Baila para el orto, pero está buena.
—Sí. El padre cría gallos de riña—mentí, solo porque al gordo le encantaba ir a ver las riñas de gallos.
—Uhhh, presentámelo.
—No lo conozco. Igual, a ella no le gusta decir que el padre se dedica a eso. Le da vergüenza. Es muy católica. Y la riñas de gallo, para la iglesia, son…
—¿Satánicas?
—No, pero son medio un pecado… No está bien apostar ni hacer que los bichos se peleen.
Carmen regresó.
—Mi veja no me deja.
—Uy—le dije.
Tulelo y el Pelado se habían puesto a bailar con dos chicas que conocían. Mi primo Carly seguía con la bombita de agua en la mano, mirando todo con aburrimiento.
—¿Vos seguro que no tenés novia?
Decidí dar un salto al vacío:
—Sí, tengo. Pero estoy esperando un rato para dejarla.
—¿Esperando qué?
No podía decirle la verdad. No quería que me viera como un cornudo, y decirle: “Estoy esperando a que deje de apretar con otro tipo para dejarla”, era poner en evidencia mi condición. Se me ocurrió otra respuesta:
—Esperando lo que me digas vos. Si me decís que querés ser mi novia, entonces voy y la dejo. Ella está acá nomás. Acá enfrente.
Me miró fijo.
—Bueno, sí. Quiero.
—Qué bueno. —Casi le digo “gracias”, pero me detuve a tiempo. —¿Querés ver cómo la dejo, así me creés?
A ella le pareció buena idea, y me dijo que sí.
Y le dije al Gordo:
—Bueno, ya está. Voy.
El Gordo le avisó a los otros y todos, incluso las chicas que bailaban con Tulelo y el Pelado se sumaron.
Y entonces fuimos.
Éramos como veinte, porque incluso se agregó gente de la fiesta que se estaba aburriendo y decidió seguirnos.
—Es ella.
Carmen se sorprendió.
—Está con un tipo.
Y le di la respuesta que ya tenía preparada:
—Es el primo. Es marica, y ella le está enseñando a apretar.
—No parece nada marica.
—Sí, pero es.
Y cuando nos paramos frente a Verónica y Caverna, él salió corriendo, entorpecido por una notoria erección, y ella, que reparó solo en mí, como si los demás no existieran, se puso a llorar y a decirme que por favor la perdonara, que me amaba, mucho, pero que yo todavía era muy chico, que Caverna no significaba nada para ella, que nadie significaba nada para ella.
—Dale, boludo, dejala ahora—me dijo Tulelo.
Y yo le dije a Verónica:
— A partir de ahora no somos más nada. Podés andar con quien quieras, a mí no me importa.
Y como sentí que los ojos me dolían y que pronto se vendrían las lágrimas, le saqué a mi primo Carly la bombita de agua y me la reventé en la cara.
—¿Qué haces?—me dijo ella, y avanzó hacia mí pero yo la detuve.
—Vamos—les dije a todos.
Abracé a Carmen, que aceptó el abrazo con frialdad, y nos fuimos, yo con toda la cara mojada por el agua y las lágrimas que el agua disimulaba, Carmen y mis amigos desorientados porque no habían entendido qué mierda había hecho yo, por qué me había reventado la bombita de ese modo.
Y volvimos a la fiesta.
Y seguimos bailando.
Cuando me despedí de Carmen con un beso rápido en los labios, ella me dijo:
—Mis amigas no me van a creer que estoy saliendo con vos.
Tenía curiosidad de saber con quién me confundía, cuál creía ella que era mi nombre. Quedamos en vernos al día siguiente.
Esa noche me costó dormir, pero a la madrugada mis párpados cedieron y soñé que me amigaba con Verónica y nos besábamos como locos contra el palo borracho que vaya uno a saber si era un palo borracho. Soñé que nos manoseábamos y nos frotábamos con una desesperación que hasta entonces yo nunca antes había sentido, una desesperación que era absolutamente nueva para mí, y a la mañana, cuando desperté, descubrí que el mundo se había vuelto más espeso y pegajoso que antes, que todos los días anteriores: yo había tenido, al fin, mi primera polución.