Es difícil regresar a la casa. Tu casa. Nuestra casa.
Mi Rosa. Mi Rosa negra. Sé que estás allí, oculta entre las coronas fúnebres apoyadas sobre el pórtico, señalándome la entrada al zaguán por donde me fui y que, imagino, guarda aún los ahogados gemidos de nuestros primeros ardores como también el resonar de los mutuos insultos provocados por tu infidelidad, y mi necio resentimiento.
Me acerco. Pasando la puerta cancel, lo transito.
Las paredes familiares del hoy umbrío corredor conducen al cuarto que albergó nuestra pasión, ahora convertido en sala mortuoria.
Llego hasta el féretro y te contemplo. El aroma de las esencias que tu más preferías, esparcidas entre los pliegues de tu mortaja, me transportan hacia esos otros tiempos juntos, felices.
Tus pestañas se levantan descubriendo esos ojos gatunos que fueron, y son aún, los causantes de mis pesadillas. Te incorporas y atraes mis labios a los tuyos. Tu lengua, fría, se enrolla en la mía en un beso macabro.
Ahuyento el trance, Separo mi boca de la tuya, en tanto retornas a tu actitud sepulcral.
Mi Rosa. Mi Rosa negra. Logras que vislumbre el futuro.
Ausente, viviré días, semanas, meses; será el tiempo que necesitará la pócima de este último beso para que cumpla mi cita con La Muerte.
La Parca, sabedora de mi destino, me guiará hasta el Averno. Para entonces, Satán te habrá alistado para que seas mi perenne suplicio.