Lafcadio Hearn escritor y periodista cosmopolita de origen europeo y radicado en Japón desde 1890 hasta la fecha de su muerte, fue probablemente el más destacado difusor de la cultura nipona en el siglo XIX, o por lo menos el más popular. Los libros en los que recoge los relatos tradicionales de aquel país fueron el punto más alto de su carrera, llegando incluso a ser adaptados luego a la pantalla grande[1]. Pero Japón no fue el primer contacto que tuvo el autor con el continente asiático. Mucho antes de su viaje, a los 27 años, establecido aún en Nueva Orleáns, Hearn emprendió la redacción del volumen titulado Some chinese ghosts, en el que puede notarse ya la calidad de su pluma y su facilidad como intérprete de tan lejanas culturas.
Con el título Relatos chinos de espíritus, Miraguano Ediciones recupera para nosotros esta perla en la producción del genial Lafcadio en la traducción de Marina Alcantud, Antonio Ductor, Ana Fernández, Mª Ángeles Morón y Silvia Soler con la coordinación de Gabriel García-Noblejas y en el ensayo introductorio de Selma Balsas.
Agradecemos a José Javier Fuente del Pilar y a la traductora Silvia Soler el permitirnos publicar el presente texto.
El sonido de los gongs
y el sonido de una canción,
la canción de los constructores
que construyen las moradas de los muertos:
Khiû tchî yîng–yîng
Toú tchî hoûng–hoûng
Tcho tchî tông–tông
Sio liú pîng–pîng
En el original comentario que acompaña al texto del libro sagrado de Lao–tseu titulado Kan–ing–p’ien se puede leer una breve historia tan antigua que el nombre de aquel que un día la contó por primera vez se ha perdido en el olvido. Sin embargo, la historia es tan bella que aún hoy pervive en la memoria de millones de personas, cual plegaria que, una vez aprendida, es por siempre recordada. El autor chino de esta historia no hace referencia a ninguna ciudad o provincia, una omisión que incluso en la tradición literaria más antigua es poco usual. La única información que se nos proporciona es el nombre del héroe de esta leyenda, Tong–yong, quien vivió durante la gran dinastía Han, hace unos dos mil años.
La madre de Tong–yong había muerto mientras éste era un niño. Cuando tan sólo contaba diecinueve años de edad su padre también pasó a mejor vida, quedándose completamente solo en el mundo y sin ningún medio de vida ni bienes. Su padre, un hombre muy pobre, había pasado grandes apuros para proporcionarle una educación, por lo que no consiguió dejarle ni una moneda de cobre en herencia. Así pues, Tong se halló en tan gran miseria que ni siquiera quedó en condición de honrar la memoria de su buen padre realizando los ritos funerarios que dictaba la tradición y erigiendo su tumba en un enclave propicio. Los pobres sólo son amigos de los pobres, por lo que tampoco había nadie entre los conocidos de Tong que pudiese ayudarle sufragando los gastos del funeral. Sólo existía, pues, una forma de que consiguiera el dinero que necesitaba: vendiéndose a sí mismo como esclavo a algún agricultor rico. Y así decidió hacerlo. Sus amigos intentaron disuadirle y evitar el sacrificio que se disponía a realizar prometiéndole su ayuda, pero fue en vano. Tong repetía incesantemente que prefería vender su libertad cien veces antes que dejar la memoria de su padre sin honrar durante un sólo día más. Así pues, confiando en su juventud y fortaleza, decidió poner un alto precio a su servidumbre, el cual le permitiría construir una hermosa tumba, aunque éste le hiciera imposible que posteriormente pudiese comprar su libertad.
Tong se dirigió a la gran plaza pública donde los esclavos y deudores eran expuestos para su venta y se sentó en un banco de piedra. De sus hombros colgaba una placa en la que se leían las condiciones de su servidumbre y una lista de sus cualidades como trabajador. Muchos, al leerla, lanzaban una sonrisa de desdén tras ver el precio que Tong pedía y pasaban de largo sin mediar palabra; otros, se detenían y le hacían preguntas por simple curiosidad; algunos, le colmaban de falsas alabanzas, o bien se mofaban de su altruismo y se reían de su piedad pueril. Así pasaron horas y horas interminables, pero, cuando Tong había perdido casi toda esperanza de hallar un dueño, un alto oficial de la provincia se acercó a él. Era un hombre apuesto y serio, con cientos de esclavos a su servicio y dueño de grandes propiedades. Tiró de las riendas de su caballo tártaro y se detuvo a examinar la placa y el valor del esclavo. No sonrió, ni se dirigió a Tong; le bastó con ver el precio y observar la fortaleza física del joven para comprarlo sin más dilación. A continuación, ordenó a su ayudante que pagase la suma exigida y redactase los documentos necesarios.
De esta forma, Tong pudo cumplir su deseo de erigir una tumba que, aunque de reducidas dimensiones, fue diseñada por grandes artistas y esculpida por habilidosos escultores, para deleite de la mirada de aquellos que la contemplaban. Antes de construirla, se llevaron a cabo los ritos píos: se colocó una moneda de plata en la boca del difunto, se colgaron linternas blancas en la entrada, se recitaron las plegarias sagradas y se quemaron en el fuego consagrado figuras de papel imitando todas aquellas cosas que el viajero pudiese necesitar en la tierra de los Genios. Una vez que los geománticos hubieron elegido un lugar de sepultura sobre el que no brillara ninguna estrella de mal augurio, un enclave donde ningún demonio o dragón pudiese turbar el descanso del difunto, se levantó el hermoso chih. La procesión funeraria partió de la morada de los muertos. El dinero del fantasma era esparcido a lo largo del camino y, entre oraciones y lamentos, los restos mortales del padre de Tong fueron llevados hasta su tumba.
Tras el funeral, Tong comenzó a trabajar como esclavo para el hombre que le había comprado, quien le cedió una pequeña cabaña para vivir. Allí llevó Tong las tablas de madera con los nombres de sus ancestros, ante las cuales practicaba diariamente la piedad filial, quemando el incienso de la oración y realizando los ritos de culto a sus antepasados.
Tres veces había perfumado la primavera la tierra con sus flores, tres veces se había celebrado la fiesta por los difuntos llamada Siu–fan–ti, y en tres ocasiones había limpiado y adornado Tong la tumba de su padre y hecho su quinta ofrenda de fruta y carne, cuando el período de duelo finalizó, aunque Tong no había aún dejado de llorar la muerte de su padre. Los años pasaron sin que Tong disfrutara de un solo momento de alegría, ni de un solo día de descanso; sin embargo, nunca se quejó de su situación ni dejó de realizar los ritos de alabanza a sus ancestros. Hasta que un día la fiebre de los campos de arroz le golpeó con fuerza, dejándole sin fuerzas para levantarse de su lecho. Sus compañeros pensaron que iba a morir. No había nadie que se preocupara por su estado o le ayudase, pues los demás esclavos y sirvientes estaban siempre demasiado ocupados con sus labores en el campo, donde trabajaban desde el amanecer hasta la puesta del sol.
Una noche, cuando Tong se hallaba tendido en la cama, delirando por la fiebre y el cansancio, tuvo un sueño. En él, una hermosa y misteriosa mujer permanecía de pie a su lado, se inclinaba y le tocaba la frente con los largos y finos dedos de su delicada mano. Al sentir su frío tacto, una sensación dulce y extraña recorrió su cuerpo, haciendo que se estremeciera como si hubiera recibido una descarga de vida. Al abrir los ojos, asombrado por lo sucedido, vio inclinada sobre él a la hermosa figura de su sueño, y supo entonces que su suave mano había acariciado realmente su estremecida frente. Ahora la ardiente fiebre le había abandonado y, en su lugar, un delicioso frescor inundaba cada fibra de su cuerpo, que aún se estremecía por la descarga de energía que había sentido en sueños. En ese mismo momento, la mirada de la visitante se cruzó con la suya y pudo ver unos ojos de singular belleza, brillando como espléndidas joyas negras bajo unas cejas curvas cual alas de golondrina. Su mirada serena parecía atravesarle al igual que la luz pasa a través del cristal, y un leve temor le asaltó, impidiendo que pudiese formular la pregunta que sus labios ansiaban pronunciar. «He venido para devolverte la fuerza y para ser tu esposa. Levántate y reza conmigo» —le dijo ella sonriente mientras le regalaba una caricia.
Su voz era clara, y tan melodiosa como el canto de un ave. Su mirada, en cambio, contenía una fuerza tan inmensa que Tong apenas podía soportarla. Se levantó de la cama, admirado de su total recuperación, mientras ella retiraba la fría y delgada mano que le sostenía. Entonces hubiese dado su vida por reunir el coraje para decirle lo desgraciado que era, para confesarle su total incapacidad de mantener a una esposa, pero había algo irresistible en los enormes ojos negros de su compañera que no le permitió decir palabra alguna. Sin embargo, ella percibió sus pensamientos a través de su espléndida mirada y le dijo, con la misma voz clara: «Yo te proporcionaré todo lo necesario». De repente, Tong se percató de su aspecto desaliñado y sus harapientas ropas, y la vergüenza le hizo ruborizarse. A continuación observó que la indumentaria de ella era también muy pobre, como la de una campesina, sin ornamento alguno, e incluso carecía de zapatos. Antes de que Tong pudiera dirigirle la palabra, ambos se colocaron frente a las tablas ancestrales, se arrodillaron, ella rezó una oración y brindó con una copa de vino, ante los asombrados ojos de Tong. Rindieron culto al Cielo y a la Tierra y ella se convirtió así en su esposa.
Era un matrimonio misterioso, pues ni ese día ni en días sucesivos se atrevió Tong a preguntar a su esposa acerca del nombre de su familia, el lugar de donde provenía, ni ninguna de las cuestiones que sus compañeros de trabajo le habían planteado sobre su esposa. Ella, por su parte, no decía una sola palabra sobre sí misma, aparte de que se llamaba Chi. A pesar de que Tong la temía, hasta el punto de que cuando ella posaba sus ojos sobre él carecía de voluntad propia, la amaba de una forma indescriptible, y este amor hizo que desde el momento de su matrimonio Tong dejara de sentir el peso de su servidumbre. Como por arte de magia su hogar se transformó. Su miseria se enmascaró con elegantes ornamentos de papel, creados a partir de esas bellas formas cuyo secreto es sólo conocido por las mujeres.
Cada mañana al amanecer y cada tarde a su regreso, el joven marido encontraba esperándole una abundante y elaborada comida. Su esposa, además, pasaba todo el día sentada en su telar, tejiendo telas de seda de una belleza como nunca antes se había visto en esa provincia. A medida que tejía, la seda fluía del telar al igual que una pausada corriente de oro reluciente y, entre sus ondas, se podían distinguir extrañas formas de color violeta, carmesí y esmeralda; siluetas de jinetes fantasmales y carros tirados por dragones, y de estandartes con nubes prendidas de un intenso cielo azul. En los bigotes de cada dragón brillaba la perla mística, en el casco de cada jinete resplandecía la gema de su rango. Cada día Chi tejía una nueva pieza de seda con dichos motivos y, a medida que pasaba el tiempo, su fama fue creciendo y extendiéndose hasta lugares recónditos. De aquí y de allá, gentes de todas partes se amontonaban para contemplar su maravilloso trabajo. Comerciantes de seda de las grandes ciudades supieron de sus tejidos y enviaron mensajeros para que pidieran a Chi que tejiera para ellos y les enseñara su secreto, y así lo hizo. Chi tejió para ellos, obedeciendo sus deseos, a cambio de cubos de monedas de plata; pero cuando le suplicaron que les enseñara su técnica, ella les dijo riendo: «Sería imposible que os la enseñara, pues los dedos de ninguno de vosotros son como los míos». De hecho, nadie podía distinguir sus dedos cuando tejía, al menos no más de lo que se distinguen las alas de una abeja cuando vibran en su rápido vuelo.
Pasaron las estaciones y su esposa cumplió tan bien su promesa que a Tong no le volvió a faltar de nada. Los cubos de monedas de plata fueron apilándose en la gran arca tallada que Chi había comprado para almacenar los bienes de la familia. Una mañana, cuando Tong, después de desayunar, se preparaba para partir al campo, Chi inesperadamente le pidió que se quedara. Abrió la gran arca, sacó de ella un documento escrito en el estilo oficial denominado lishu y se lo entregó. Al leerlo, Tong rompió a llorar y dio un salto de alegría, pues se trataba del certificado de su manumisión. Chi había comprado en secreto la libertad de su esposo con las ganancias de sus maravillosas sedas. «No tendrás que trabajar nunca más para ningún Señor, excepto para ti mismo» —dijo ella. «Además de tu libertad, he comprado también esta casa y todo lo que hay en ella, los campos de té que se extienden al sur y los cultivos de mora adyacentes. Todos son tuyos ahora». Al escuchar esto, Tong, loco de alegría, se arrodilló ante ella como muestra de agradecimiento.
Ahora que era un hombre libre y la prosperidad le había agraciado, todo aquello que entregaba a la tierra sagrada le era devuelto quintuplicado. Sus sirvientes le adoraban y bendecían a la bella Chi, con quien se comportaban de manera discreta y amable. Al poco tiempo, el telar dejó de producir hermosas sedas, pues Chi dio a luz a un niño tan hermoso que Tong lloró de alegría al verlo. Pronto se hizo evidente que el niño era tan extraordinario como su madre: a los tres meses de edad ya podía hablar; a los siete, podía recitar de memoria los proverbios de los sabios y las oraciones sagradas; antes del undécimo mes practicaba el arte de la caligrafía con gran destreza y copiaba en caracteres de proporciones perfectas los preceptos de Lao–tse. Los monjes de los templos iban a conocerle y a conversar con él y quedaban maravillados por el encanto del niño y la sabiduría de sus palabras. «Este hijo tuyo es un regalo del Señor del Cielo, un signo de que los inmortales te protegen. ¡Que sus ojos vean pasar mil primaveras de felicidad!».
Fue durante el Período de la Undécima Luna. Las flores ya se habían marchitado, el perfume del verano se había desvanecido, el viento se hacía más frío y en la casa de Tong se encendía el fuego al anochecer. Largas horas permanecieron sentados marido y mujer frente al tenue y dorado resplandor: él hablando de sus deseos y alegrías, del gran hombre en que se iba a convertir su hijo y de sus múltiples proyectos como padre, mientras ella, poco habladora, escuchaba las palabras de su esposo y se volvía hacia él mirándole con una sonrisa de aprobación. Nunca había estado tan hermosa. Al mirar su rostro, Tong no era consciente del avance de la noche, ni del fuego desvaneciéndose, ni del viento soplando entre los árboles desnudos.
De repente, Chi se levantó sin decir palabra, tomó la mano de Tong entre las suyas y le condujo suavemente, al igual que había hecho en la mañana de su matrimonio, hasta la cuna donde dormía su hijo apaciblemente, sonriente e inmerso en sus sueños. En ese preciso momento, a Tong le asaltó el mismo temor que había experimentado la primera vez que su mirada se cruzó con la de Chi —el mismo temor que el amor y la confianza habían apaciguado, aunque no hubieran logrado que desapareciera por completo; el mismo temor que se tiene a los dioses—. Sin saber por qué, como rindiéndose a la presión de unas poderosas manos invisibles, se inclinó ante ella al igual que uno se arrodilla frente a una deidad. Volvió a mirarla e inmediatamente cerró los ojos, atemorizado, al verla elevarse hasta alcanzar una estatura superior a la de cualquier mujer mortal. La rodeaba un halo de rayos de Sol y sus extremidades desprendían un resplandor que se filtraba a través de sus ropas. Entonces, su voz dulce se dirigió a él con la misma ternura de siempre y le dijo: «Mi amado, ha llegado el momento de dejarte, pues nunca fui una mortal y los Invisibles sólo podemos tomar aspecto humano durante un tiempo limitado. No obstante, te dejo el fruto de nuestro amor: un buen hijo que te será por siempre tan fiel y afectuoso como tú mismo lo has sido con tu padre. Debes saber, amado mío, que fue el mismísimo Señor del Cielo quien me envió a ti, en recompensa por la piedad filial que demostraste. Ahora debo volver a la gloria de su morada. Soy la diosa Tchi–Niu».
Cuando cesó de hablar, el gran resplandor se desvaneció y Tong abrió los ojos. Supo entonces que se había ido para siempre, misteriosa como las alas del cielo, y que su marcha era irrevocable, como la luz de una llama que se extingue. Sin embargo, todas las puertas y ventanas permanecían cerradas, y el niño aún dormía sonriente. Fuera la oscuridad de la noche se rompía y el cielo comenzaba a brillar; con gran majestuosidad, el Este abrió sus grandes puertas doradas para la llegada del Sol e, iluminados por su gloria, los vapores de la mañana se transformaron en maravillosas formas de brillantes colores, figuras de una belleza tan misteriosa como las escenas de las sedas tejidas por Tchi–Niu.
[1] Es el caso del film Kwaidan, de Masaki Kobayashi, basado en el libro homónimo de Hearn.